Aún estaba en el colegio cuando escuché el nombre de
Miguel en boca de los miembros de Sicoseo.
Hubo un par de “Encuentros” de escritores y cine en los setenta, época de la
dictadura militar. Muchos meses después, supe que él había publicado unos
poemas míos en la Revista Cambio, de
México, cosa me alegró y dio más confianza en la escritura.
Hacia 1982, Miguel había regresado a Ecuador para
quedarse y coordinar los talleres que dejó como herencia. Se repartía entre
Quito y Guayaquil, acaso Manta y otras latitudes nacionales. Fue en esos años
que tuve mejor conocimiento de quien, sin duda, ejerció una notable influencia en
mí como hombre joven interesado en las letras y abierto al mundo.
Ya he escrito sobre su obra, lo he entrevistado y he
bosquejado en más de una oportunidad el aspecto metodológico de su trabajo,
quizá de manera informal aunque suficiente para el momento. Me gustaría ahora
acercarme al hombre, al amigo, al consejero, al padre literario que también fue
para mí.
Hay algunas anécdotas que recuerdo. La primera es
cuando me preguntó si podía quedarse en mi casa los fines de semana en que le
tocaba coordinar talleres de Guayaquil, hasta que le entregaran el departamento
que luego alquilaría. Claro, le contesté con entusiasmo. Y así lo hicimos, un
viernes por la noche, luego del taller.
A la mañana siguiente, fresco y agradable sábado del
verano guayaquileño, le conté a mi viejo y a mi hermano Iván que Miguel estaba
durmiendo y que luego saldríamos al taller. Mi hermano, que en esos años tenía
sus reales, inmediatamente mandó a comprar un saco de conchas y una jaba de
cervezas Club (la antigua, la mejor,
que desapareció). Hizo preparar ceviches, chifles y luego arroz con concha. Nos
sentamos todos a la mesa y desayunamos a
la criolla, cosa que a Miguel le encantó. Mi viejo sabía de él desde joven,
de cuando jugaba basketball y le decían “Culebrón”. Esa mañana conversamos y
nos reímos mucho, no recuerdo si luego fuimos o no al taller, o si nos quedamos
en casa. Solamente que nos divertimos como amigos sinceros y Miguel decía “esto
es típico guayaquileño”, quizá recordando su propia vida antes del exilio en
México.
Recuerdo otro sábado en que, cansados del taller y sin
material por leer, con Jorge Martillo y Mario Campaña nos quedamos escondidos
en un chifa frente a la Zona Militar.
Había allí unas muchachas encantadoras. Martillo decía que él era Li Po y ellas
sus Chan Kue Kui. Pedimos consomé a la
reina y unas cervezas. De pronto, vimos a Miguel cruzar frente a nosotros
y, como al descuido, mirar hacia el chifa.
Nos clavó la mirada y dijo: “Acá han estado escondidos; hoy no apareció nadie”
y acto seguido se sentó junto a nosotros. Pedimos cerveza y comida para él también
y nos contó parte de su océanica experiencia en la vida: cuando estuvo en la
cárcel y Kili Gil lo fue a visitar vestido de mujer y él no sabía quién era
aquella dama hasta que Kili se quitó rápidamente la peluca en un descuido de
los guardias. Nos contó que un militar lo había escoltado hasta Guatemala (me
parece) y allá otro militar mexicano lo había llevado a tierra azteca. “Lo
mejor que pudo pasarme fue ir a Mexico”, dijo. Ese día nos había perdonado la
inasistencia al taller, quizá porque ya habíamos escrito bastante y podíamos
tomarnos un descanso. Recuerdo ahora que el segundo día del taller, como para
sacarnos del letargo de “la hora ecuatoriana”, dijo molesto: “En Mexico DF,
donde viven más de 15 millones de personas, nunca les permití que me llegaran
tarde.
En esta ciudad pequeña tampoco lo voy a permitir”
Ese sábado en el chifa
también es inolvidable porque, ya con tragos y en larga conversadera, apareció
un mendigo pidiendo dinero. Martillo, alegre y en brazos de Baco, señalando a
Miguel que se reía a carcajadas, le decía al mendigo: “¿Ves ese que que esta
ahí? Ese es torturador paraguayo. Y ese que está ahí (Campaña) es torturador
boliviano. Y ese que está ahí (yo), es torturador chileno. Así que mejor te vas
antes de que te maten o te metan una botella en el culo”. Retórica salvaje que
primero nos dejó con la boca abierta y luego hizo que nos pegáramos una gran
carcajada. Ahora que lo escribo, me pregunto si esto es lo que uno quiere saber
de los famosos. Mi respuesta es que así también fue como vivimos.
Recuerdo a Miguel en Quito (viví allá un par de meses).
Rememoro las breves ocasiones en que me uní a su taller, las conversaciones que
él, dos hermosas damas y yo tuvimos en El
Cualquier Cosa una noche de
romance, las irreconciliables broncas que los escritores del centralismo les
tenían a los de Guayaquil, sobre todo a Miguel (y viceversa), un almuerzo en
una terraza con plantas, hablando de si escribir produce placer o depresión…
Hace tanto ya de eso, 1982 sin duda.
Recuerdo también a Miguel en Paris, bebiendo cervezas
en un bar de la Cité (él venía de
Barcelona). Hablamos del amor erótico, de la vida, del sexo, de la
homosexualidad, de la literatura y de lo que él estaba escribiendo por esos
años. De sus novelas, Miguel siempre mencionaba Henry Black. Yo, en cambio, le recordaba Nunca más el mar y su cuento Sally.
A principios de los noventa, lo recuerdo en el
lanzamiento de un poemario que escribió y en una visita personal que le hice mientras
trabajaba en la revista La Otra,
luego de la cual, sonriente me confesó: “Me ha sorprendido tu pregunta, pero me
alegro de que me la hayas hecho”.
La última vez que hablé con Miguel fue en su casa en
Urdesa. Conversamos como siempre. Mucho tiempo ya había pasado desde esos días
del 82. Luego le perdí la pista. Dejamos de escribirnos y cada vez lo sentí más
lejano. Como ocurre en la vida, me molestaba que gente a la que yo consideraba
de lo peor estuviera cerca suyo. Como a veces ocurre en la vida, al final uno
prefiere lo bueno… no sea que nos quedemos, como en ese tango de Goyeneche, “amarrados
al rancor”.
Cuando supe que Miguel había muerto descubrí que no
estaba preparado para su muerte. Aprendí que uno nunca está preparado para la
muerte de nadie, ni para la de uno mismo. El viaje de Miguel ya es igual al de
mi madre, y pronto será el de mi padre, el mismo viaje que ya emprendieron amigos
queridos, como Ricardo Maruri, Fernando Nieto Cadena, Carlos Pombar, Carlos
Ríos, Roberto Alvarado, Eduardo López, Walter Paez y otros …Ese viaje será
luego de nosotros porque tal es el recorrido humano.
Cuando Miguel se fue, leí “por enésima vez” el cuento
Delia Elena San Marco, de Borges (lector/a amigo/a, vuelve tus ojos a esa luz) y
mi vanidad y tristeza me llevaron a un poema que escribí hace muchos años,
cuando los mencionados amigos aún estaban con nosotros. Sea este mi mejor y más
firme recuerdo:
* * *
En el 2002 éramos otros
En el sueño los mismos
Miguel Donoso Pareja
Era también el mismo
Con nosotros jugaba desaforadamente fútbol
En medio del polvo y la ventisca
(¡Oh! ¡Nublado y hermoso día del verano guayaquileño!
¡Cuántas buenas sorpresas nos trajiste!)
En el sueño nos habíamos reconciliado:
Mario Campaña se reía
Y Juan Moreno y Ricardo Maruri
Corrían en lo alto de la colina
Como en una escena de Bergman
Mientras entonaban cantos infantiles
Pero sin ser llevados de la mano por la muerte
Y también estaba Hugo Salazar Tamariz y Agustín
Vulgarín
Que me hablaba de su Cuadernos de Bantú
Eramos los que siempre quisimos ser
Luego, cansados ya de tanta lucha y competencia
Bajamos pequeñas elevaciones y cruzamos el Puente 5 de
Junio
Eramos tres grupos e íbamos uno detrás del otro
Junto a mí iba Jorge y otro amigo del Colegio Eloy
Alfaro
(a quien nunca más vi y que era todos a quienes nunca
más vi)
Detrás venían el gordo Páez, el negro Jaén, el cholo
Cepeda
Mi querido sobrino Germán Simisterra, mis hermanos y
mi padre
Y contentos caminábamos esa mañana de nuestra vida