miércoles, 19 de agosto de 2015

Adiós Guayaquil

a Kakoko, el Cabezón Freddy, doña Ana, Aleja, la Dama del Pantano, Llamará, el Cuervo, Cuerito, Caretopla, Cusini y toda la gente del barrio que vive en el norte... a la Jimula que desde Paris pone valses peruanos...

Dice el Conde Martillo, caminando por una parte del centro: esta es la zona de los travestis. Paran aquí, acá y allí. Ahí están los moteles. Le pregunto de otras zonas de Guayaquil, la de los drogos: Barrio Garay, me dice; hay también la de los cachineros, está ahora en el suburbio y es inmensa. Le cuento del Mercado de Pulgas de Paris, antes de llegar a la fuente de soda en donde el Conde vegetariano comprará no sé cuántos vasos de jugo.
Mientras esquivamos carros y ganamos las veredas, aparece la imagen de mi viejo, de espaldas, sentado en la silla de ruedas en su cuarto en Chongón, carretero adentro. Mi viejo con su cabeza cana inclinada hacia la derecha, en silencio, escuchando canciones con las que crecimos.... 
Ya no escribo poesía, me digo, pero hago en mi mente, en ese mismo momento, un verso que pronto olvido.
He estado en mi ciudad y nunca la sentí tan lejana. Y, sin embargo, a pesar de lo poco placentero de este viaje, en unos momentos volvió a ser mi ciudad, volví a sentirla al ver su gente pelear la única vida que les ha tocado, al escuchar sus reclamos y frustraciones, su breve optimismo. Volví a mi Guayaquil en las conversaciones con los taxistas, en esos vinos que nos tomamos con Wilman, Angel Emilio, Pepe y María José, en mi paseo por el Barrio del Astillero y la isla Santay desde donde vi mi amado sur y la otra orilla, la planta de hojas que se cierran con un leve toque en medio del manglar y la vegetación del trópico. 

Volví a Guayaquil cada martes, mientras pasé horas con mis hermanas (tia Leti y tia Lupe) matando el frágil tiempo. Volví a Guayaquil como desde hace treinta años: para no quedarme.
Hay imágenes imborrables, palabras, expresiones, fragmentos de conversaciones que aflorarán poco a poco, cuando sea necesario. No ahora.
Desde el avión veré nuevamante la ciudad empequeñecerse y desaparecer... Los que se van recuerdan este pasillo: "Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos..." Pero con mis hijas y mi esposa junto a mí solo hay futuro, quizá no tan incierto o desafiante pero sí inevitable. Sé que la suerte de estos años fue echada hace tiempo. No hay vuelta atrás ni otras opciones.
Es normal el amor, es normal el dolor, me digo. La palabra y el silencio son normales. El mismo temido odio es normal. Me queda la insatisfacción de volver y no poder quedarme (en Guayaquil, un Ph.D. necesita conexiones, no un Ph.D.). Pero, en realidad, se trata de la insatisfacción de no poder regresar al pasado. 
Adiós entonces Guayaquil, barrio y casa de Bellavista, adiós pasado que visito cada cierto tiempo, que duerme en mí, que llevo en mí,