lunes, 26 de noviembre de 2018

Dos poemas de Faith Shearin (nacida en North Carolina, 1969)





Padres desaparecidos


Un tiempo después de cumplir los cuarenta años los padres de mi infancia
comenzaron a desaparecer: tenían ataques al corazón
durante las cenas de negocios o mientras cavaban sus palas
en la nieve de finales de abril. Algunos padres empezaban a olvidar cosas:
sus números de teléfono, a qué barrios pertenecían,
a qué casas. Tenían dificultades al respirar
el aire del mundo repentinamente fino, como si viniera
de alguna otra altitud. Se fueron:
los padres que había visto desmontando carros
en los garajes, los padres con trajes
y maletines, los padres que se deslizaban
en los botes de pesca y los
que bebían televisión y cerveza. La mayoría de mis amigos
todavía tenía madres pero los padres
estaban en peligro, luego se extinguieron.
Estaba sorprendida, aunque siempre había sabido
que las mujeres duraban más tiempo; los padres me engañaron
con su dureza; me habían engañado
con su trotar y levantar objetos pesados, engañado
con su fuerza cuando me palmoteaban
en la espalda o me daban la mano. Seguí imaginando
que los volvería a ver: paseando a sus perros
en los caminos cercanos a la casa de mi infancia,
encendiendo cigarros en sus porches, haciéndome de la mano
desde sus canoas mientras esperaba en la orilla.



Cuarentena, 1918

Había pueblos
que sabían de la gripe antes de que
llegara; tuvieron tiempo para imaginar los gérmenes
en las faldas de un extraño, para ver cómo la muerte
podría ser sellada en un sobre,
cómo la fiebre podría florecer en la noche
y segar una vida de la noche a la mañana.
Algunos pueblos, en lo profundo de las montañas,
pusieron guardias en sus caminos,
y a nadie se le permitió ir o venir,
ni siquiera a una abuela cargando un pastel;
ningún correo fue aceptado y todas las palabras
y paquetes que las familias se enviaban
quedaban cerrados,
sin respuesta. Los trenes fueron informados
no pararse, y pasaban alumbrando por un momento
antes de seguir veloces
hacia algún otro lugar. Los alimentos
de la tienda de la esquina nunca vinieron
de afuera y nadie fue
a visitar a una tía lejana
o alguna feria de pueblo. Por un rato, el mundo exterior
existió solo en la imaginación, en la memoria,
en libros o maletas, al fondo de los armarios.
No había nada más que el pueblo,
escondiéndose de lo que fuera posible,
y los niños cortando muñecas
del papel, sus tijeras afiladas.


(más en: http://faithshearin.com/)

martes, 30 de octubre de 2018

Los primeros escritos de Conquista


Grandísimas y extrañísimas son las maldades que allí cometieron aquellos infelices hombres, hijos de la perdición”

(Brevíssima relación)

Colón, en el Memorial de su segundo viaje, cuenta la estafa de la que fue víctima por los escuderos de Granada quienes mostrando buenos caballos para la venta, los cambiaron por otros inútiles, poco antes del envío a América desde Sevilla. “En esto ha habido gran maldad”, dice; luego añade: “son personas que cuando están dolientes o no se les antoja, no quieren que sus caballos sirvan sin ellos mismos (165, en la edición de Austral, copiado por fray Bartolomé de Las Casas). Esta es una de las primeras noticias de tipo de “conquistadores” que llegó al Nuevo Mundo. Colón, en su diario, da noticia también de los amotinamientos, temores y quemimportismo de la tripulación. Un dato que sorprende es el doble registro de distancia recorrida: uno para la tripulación y otro para sí mismo, asegurándose ser el único poseedor del itinerario y la ruta hacia el desconocido continente, y dejando ver que la honradez tampoco era no era su prioridad moral.
El rol de Las Casas, anotador del diario de Colón, es muy importante en la publicación del texto porque se instaura en el incio del proceso de Conquista. Las Casas es testigo presencial y conciencia religiosa leal a los reyes de España. Los  comentarios introductorios dejan ver una actitud testimonial y militante, mientras que en el texto propiamente ya aparecen señales de lo que sería el proceso de dominación y esclavismo de las siguientes décadas, así como la obsesión por encontrar oro. Colón escribe: “esta gente es muy símplice en armas… con cincuenta hombres los tendrá a todos sojuzgados y los hará hacer todo lo que quisiere” (33).
En los Estudio Coloniales, al diario de Colón le suceden dos documentos casi antinómicos: Naufragios de Cabeza de Vaca y Cartas de Hernán Cortéz. En estos se pueden rastrear los puntos de vista e ideología de los narradores y sus diferentes sensibilidades en el proceso de “distribución de las Indias”. En Naufragios, notamos la pérdida y recuperación de la identidad del autor, a través de la experiencia empírica y su percepción de un mundo desconocido del cual, contradictoriamente, asumirá su código cultural. En las Carta, en cambio, notamos la justificación de crímenes desde una irracional imposición de normas imperiales y católicas en contra de los indios para “civilizar” y “cristianizar” a los pueblos invadidos.
La Brevíssima relación de fray Bartolomé de Las Casas se incluye en la modalidad discursiva de debate ideológico. Su trabajo se presenta como un resumen  y balance de actividades de cincuenta años de Conquista. En su escrito quedan descartados los relatos personalistas o grupales de los anteriores cronistas/conquistadores. Su objetivo es conseguir la promulgación de leyes que frenen el genocidio. Su argumento va de lo teológico a lo humanista. Por sus características de estilo, se podría afirmar que la Brevíssima es también un relato reiteraivo del proceso exterminio e imposición de un nuevo orden social (esclavismo, guerrerismo y posteriormente, latifundio) en el cual se negaron los mismos valores religiosos. La estrategia narrativa de Las Casas para apelar a la conciencia de los reyes católicos, quienes debían imponer justicia (como “verdaderos representantes del mandato divino”), incluyen comparaciones y similes de orden cristiano y secular. Hace también referencia al código literario en el cual (y así se inicia el Informe) el rey es comparado con el pastor que debe proteger a las ovejas, es decir: los indios). Para Las Casas, éstos son “gentes pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden”.
 
La estrategia discursiva del religioso incluye tambiénla descripción detallada, situada en puntos geográficos muy específicos, con ejemplos claros y nombres reales de quienes participaron en los hechos. Los episodios tartan abundamente del  exterminio, que van desde el juego y la burla contra los indios, pasando por tirarlos a los perros para ser devorados, hasta el incendio de pueblos, violaciones, tortura, y quema de personas, así como imposición de la esclavitud y destrucción del ecosistema natural.
El texto también remarca la diferencia logística entre ambos bandos y el empleo de tácticas de atemorización (como el insulto), inclusive en momentos de relativa paz entre los bandos.
El fervor de Las Casas tuvo impacto en la época en que fue publicada su obra. En una lectura actual, muy dificilmente el lector podría olvidar la circunstancia que atraviesan los grupos nativos y el resultado de la llegada de los conquistadores. La obra de Las Casas devela a los españoles (y europeos en general) como falsos cristianos en tierras indias, y los llama “seres diabólicos” que merecen ir al infierno.
En una sutil y rápida alusión a la cultura popular, Las Casas hace también un parelelismo entre el romance español y el mitote americano (areito, en las islas del Caribe) que expresaban sentimientos de pesar, como en el caso de las destrucción de pueblos (94).
A lo largo del texto de Las Casas, el indio ocupa una posición de víctima y es por ello que el autor exige el auxilio de los reyes, pues es la manera en que los sometidos podrán “conocer al Dios Cristiano y servirlo”. El autor, luego de establecer la desigualdad de los grupos, justificará los levantamientos indígenas (136) como resultado del maltrato de los españoles, quienes son descritos así: “y si les cuadra bien a los tales cristianos llamarlos diablos, e si sería más recomendar los indios a los diablos del infierno que en encomendarlos a los cristianos de las Indias”.
De esta manera, el autor hace una distinción entre cristianos de la Corte y el pueblo español, que eran los públicos cuyo apoyo él necesitaba. Su status de  sevidor del rey y cristiano imparcial, darán peso y legitimarán la veracidad de su relato. Así, Las Casas sacará partido para su causa y logrará la promulgación de leyes a favor de los indios. No obstante este triunfo teórico, los siglos posteriores demostraron lo inútil de esta empresa por la falta de aplicación de las nuevas leyes.
 

jueves, 18 de octubre de 2018

Jorge Luis Borges en Guayaquil



Título: “Guayaquil”:  Judíos, argentinos y el fin del nacionalismo criollo


[Publicado en Jorge Luis Borges (1899-1986) as Writer and Social Critic. Gregary J. Racz, editor. Hispanic Literature. Vol 6. The Edwin Mellen Press, Lewiston, 2003. Pages 115-129]
 
[Siempre pensé este ensayo como un homenaje a mis maestros Saul Yurkiévich, Julian Weiss, y a mi hermano Alain Masri. Incluyo ahora también a Beverly Grace]



El título del cuento Guayaquil es tomado de la geografía sudamericana. Guayaquil es la ciudad más poblada del Ecuador y fue escenario del encuentro de Simón Bolívar y San Martín, el 26 de julio de 1822. Estos dos líderes de la independencia se reunieron a puerta cerrada con el fin de discutir las estrategias militares en la etapa final de la lucha contra España, y el camino a seguir de las futuras naciones. Sin embargo, ocurrió algo que los historiadores aún no han explicado convincentemente: San Martín, para sorpresa de todos, dejó a Bolívar como único líder de las fuerzas americanistas, y practicamente desapareció de la escena política. En la actualidad, tanto Simón Bolívar como San Martín son reconocidos como dos pilares de la independencia.

Como es de esperarse, el cuento de Borges no es sobre la real ciudad costeña tropical, aunque sí sobre el encuentro de los héroes que la visitaron. Las referencias a dicha reunión sirven como marco de fondo narrativo que sugiere la repetición del pasado en el presente. Los sucesos de "Guayaquil" ocurren a principios del siglo XX. Se trata de un historiador argentino que debe realizar un viaje para copiar una carta escrita por Bolívar. Al mismo tiempo, otro historiador, el exiliado judío-alemán-argentino Eduardo Zimmermann, disputa y se adueña de la invitación. En la organización de su aparato retórico se encuentra la notable influencia de Schopenhauer. Burlado y frustrado ante esta derrota académica, el historiador argentino decide tomar la pluma para explicarse a sí mismo los dilemas que emergen de su personalidad. Durante el encuentro y conversación de ambos, los lectores asistimos a un juego de relaciones entre dos personajes claramente determinados por sus orígenes raciales, nacionales y culturales, y sólo uno de ellos será el vencedor. “Guayaquil” es la historia del enfrentamiento entre estos dos “intelectuales”, el desarrollo del tono irónico que envuelve su trama y las acciones ocurridas, y el proceso de convencimiento de Zimmermann. Dicho proceso sirve para demostrar la poca importancia de las palabras y de la especulación intelectual frente a la rigurosidad metódica y el peso de los hechos. A un nivel más elaborado, descubrimos que Zimmermann se ha valido también de un hábil flirteo y varias adulaciones personales al argentino. Este ensayo revisa los conceptos de la crítica para entender Guayaquil, y posteriormente, propone ver la disputa de sus personajes como una alegoría de los límites de la intelectualidad criolla latinoamericana y abre interrogantes sobre los constitutivos de la subjetividad masculina de los personajes del cuento.

La crítica borgesiana no ha recibido con mucho entusiasmo El Informe de Brodie, la última colección de ficción de Borges publicada en 1970. Algunos comentarios sobre este libro a duras penas mencionan tres de sus cuentos, incluyendo el que nos ocupa: "Guayaquil". Martin Stabb, por ejemplo, afirma: "one wonders what their fate would have been had they been submitted for publication by an unknown author" (121). Algo similar encontramos en Gene H. Bell-Villada: "Borges fails to demonstrate convincingly how Zimmermann, the short, homely central European emigré, actually succeeds in besting the wealthy scion of a gran old family; simply to say that greater will is at work in insufficient" (260). Tampoco John O. Stark lo incluye en su estudio, puesto que a su juicio no pertenece al tema de la "Literature of Exhaustion" (2). Carter Wheelock y Roberto Ignacio Díaz por su parte hacen un resumen de algunos pormenores del cuento, sobre todo de la errónea información geográfica con la que juega Borges. En esta línea, merece citarse también el trabajo de Daniel Balderston, quien recorre y establece con éxito los nombres propios de lugares, el humor en la información y las violaciones espacio-temporales (115-131). 

Por suerte para el lector del idioma inglés, Emir Rodríguez Monegal y Alastair Reid incluyeron Guayaquil en su libro de divulgación y sugieren ver El Informe de Brodie como una momentánea vuelta al realismo. Quizá bajo esta consideración podríamos entender mejor el rechazo de Borges al nacionalismo exacerbado, que es uno de los ejes que tiende a desconstituirse en Guayaquil. Otros críticos, como David William Foster, no lo descartan de un estudio mayor en el futuro: "El Informe de Brodie [1970] claims to abandon entirely the poetics of the first two collections [Ficciones y El Aleph], but whether this is the case or not must be subject of an independent study" (147). Sin embargo, nuevamente Emir Rodríguez Monegal, uno de los mejores conocedores de Borges, ya en 1978, iba más allá del resumen de la trama y la desilusión de los críticos y señalaba sobre los cuentos de El Informe de Brodie que “these so-called realistic stories are, essentially, similar to the 'magic' ones Borges has been writing since he published the original edition of A Universal History of Infamy (1935). If the writing seems more terse, less baroque, and the use of circumstantial detail more frequent, the point of view has not changed that much” (463). En la misma dirección de lectura sofisticada, Jean Franco, quien tanto le ha dado a nuestra literatura, ve en "Guayaquil" que "Borges specifically relates the renunciation of power by San Martín to the renunciation of authorship in his story" (359) y cómo "At the end of Borge's 'Guayaquil,' the triumphant 'author' burns his manuscript" (378).

Pero es John Sturrock, otro de los estudiosos de Borges, quien comienza a elaborar sobre el encuentro verbal y especulativo de los dos protagonistas, aunque falla al no verlo también como la imposición de una voluntad sobre otra, en un contexto de admiración y fascinación y en una narración que resalta los detalles del cuerpo y la vestimenta masculinos: "The duel between the two historians is nothing so crude as a duel between the Ideal and the Real; it is a duel between different degrees of abstraction" (66). El mismo crítico, más adelante, y en un exceso de optimismo, dice: "It is the narrator who triumphs by telling the story of his own defeat…There is more to be written; his mind is made up and it is the making up of that mind that we have been given to read" (68). Como vemos, Sturrock asume erroneamente que la lectura y escritura de una derrota suponen de alguna manera un triunfo posterior, aunque el narrador-personaje no registra ningún cambio ni deseo de cambio, cuanto detallar la aceptación e interiorización de la derrota y, podríamos adelantar, su estado de sorpresa. Años más tarde, Alicia Borinsky analizó Guayaquil poniéndo énfasis en el tratamiento al personaje judío y la relación entre "the narrator and the ear he addresses" (44). Su aproximación al cuento, que pudo haber ofrecido una lectura más profunda, nos recuerda la tradicional modalidad de la crítica de asumir la existencia de un lector ideal (en realidad, una extensión del crítico), en vez de ver el supuesto apóstrofe como una mera herramienta retórica. En su lectura, Borinsky no da oportunidad para entender al narrador como un ser escindido en su interior, quien es trasladado simultáneamente al mundo de la historia (trama) y al mundo del relato (escritura y reflexión posterior sobre los sucesos). Escisión contradictoria, pues mientras escribir es un ejercicio positivo, el personaje del cuento (el mismo narrador) es básicamente pasivo.

Frente a todo lo dicho (y no dicho) por los comentaristas, fue el mismo Borges quien trató de explicar el descontento, aunque no desde una posición que augure claramente el triunfo de su fina ironía: “I believe there is something that has led me to write stories of another type: being tired of mirrors, of labyrinths, of people who are other people, of games with time…It could be that I'm now in a state of decline…” (Sorrentino 39). A los caprichos de la crítica literaria, que a veces sorprendentemente confunde la reglamentación de la preceptiva con el análisis del arte verbal, es necesario contraponer una actitud más realista y positiva, que tome los productos del proceso de escritura de Borges como una serie de actos dialécticos originados en la cultura de su tiempo y dados al público en los símbolos de su poética, a más de las naturales preocupaciones de índole personal.  
 


Para entender mejor Guayaquil entonces hay que establecer la manera en que la identidad masculina del criollo es seducida y doblegada por la del extranjero Zimmermann, y ver este hecho como una instancia que, a otro nivel, corresponde a la destrucción del criollismo como discurso hegemónico y la épica nacionalista promovidos por el narrador. Zimmermann, gracias al ejercicio de la sospecha crítica, la ironía y el pragmatismo, cuestiona y desmonta la manera de ser, pensar y sentir de su colega. Al mismo tiempo que realizamos esta lectura, debemos recordar los componentes del programa estilístico borgesiano (humor, enciclopedismo, simetría de personajes, circularidad del tiempo) y asumirlos como una visión alegoría política e ideológica de los vaivenes de la intelectualidad latinoamericana en proceso de contsrucción de su identidad.

En Guayaquil, el narrador piensa ilusoriamente que la carta de Bolívar podría cambiar la percepción de la historia nacional, aclarando y reivindicando la figura de San Martín. Para su contrincante, en cambio, la carta es un documento histórico de enorme interés profesional, pero de poca influencia práctica en la vida política actual. Su objetivo es lograr que el narrador le ceda su lugar en el viaje de investigación. Al final, lo hace firmar una carta que había preparado de antemano, en la cual el narrador renuncia oficialmente a su viaje. Es esta carta la que define el tono irónico, teatral y elegíaco del cuento.

Cuando Zimmermann llega a casa del narrador se inicia el diálogo entre ambos. Inmediatamente, nos damos cuenta de que lo que está en juego es la disputa entre dos percepciones diferentes de la historia: la del judío que sale del ghetto versus la del nacionalista criollo. Por ejemplo, mientras el narrador se vanagloria de su pasado familiar de próceres y de su formación libresca, Zimmermann, por el contrario, se describe como un hombre “reducido a mi rincón cartaginés” (445). Mientras el narrador se afana en aumentar la pompa nacionalista para describir la historia de su país con hazañas y documentos, Zimmermann, en cambio, tiene una actitud menos vehemente y duda del estatus de veracidad de las cartas de Bolívar. Para él, la ciudad de Guayaquil es sólo el escenario en el cual fueron emitidas algunas palabras, ahora imposibles de establecer y ser admitidas como pruebas de “la verdad” de sus intenciones. Pero ¿cómo es posible que el narrador, tan firme en sus convicciones, haya perdido la disputa y cedido su lugar a Zimmermann? ¿Cómo es posible que una posición hegemónica o rígida (la del nacionalismo criollo) pueda ser desconstituída? Esto ocurre por el encuentro simultáneo de una necesidad inconsciente de cambio en el narrador (pues su finción como sujeto reflexivo ha llegado a sus límites) y la llegada del agente de cambio, que funciona como estímulo externo. A nivel de las acciones, dicha correspondencia o empatía se verifica en el detallismo visual usado por el narrador para describir los rasgos físicos de Zimmermann, así como por la persuasión retórica de éste sobre su rival. Veamos más de cerca este episodio.

Zimmermann, como buen crítico, tiene un agudo sentido de observación. Así, en vez de apresurarse a polemizar con el argentino, se dedica a observar su casa y, más particularmente, su biblioteca. En ella reconoce los libros de Schopenhauer. Este filósofo le servirá a Zimmermann para elaborar su táctica de persuasión. Dicho plan de activo convencimiento exige también determinada pasividad actorial del judío. Así, Zimmermann, hábilmente se deja observar, actúa con movimientos lentos que atraen y provocan conmiseración irónica en el narrador y lo hacen escribir:

"Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría con unos cuarenta años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que yo era el más alto, e inmediatamnte me avergoncé de tal satisfacción, ya que no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos. Llevaba un cartapacio de cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije...El hombre daba la impresión de un pasado azaroso". (441-42)

Cuando Zimmermann entra, se pasea lentamente y observa. Su estatura provoca un vergonzoso comentario del narrador, quien también detalla su manera de vestir y especula sobre su rostro de aire “militar” que refuerza sus rasgos masculinos. La frase “torpe aliño indumentario” debería ir en comillas, pues pertenece a Retrato, el conocido poema autobiográfico de Antonio Machado (76-77). En el juego intertextual, tan caro a Borges, la comparación sugiere que la descripción de Zimmermann es también una autodescripción. En breve, Zimmermann inspira condolencia y atención visual. Luego, en un momento de la conversación, hábilmente se deja corregir: “Carga de caballería de Juárez. --De Suárez-- corregí”. Mas, cuando todo ha pasado, el narrador reconocerá: “Sospecho que el error fue deliberado” (442).
 


Zimmermann también utiliza adulaciones humorísticas un tanto excesivas que provocan disgusto en el narrador: “En usted vive el interesante pasado” (442); “Usted es el genuino historiador…Usted lleva la historia en la sangre…Créame, doctor, que lo envidio” (443); “¡Qué erudición! ¡Qué poder de síntesis!…Usted, como el día, abarca el Occidente y el Oriente” (445). En la medida en que progresa la conversación, el narrador nos comunica sus sentimientos de desagrado, pero no de resistencia, a la exagerada alabanza. Luego de las adulaciones y otras expresiones de captatio benevolentiae, el historiador judío inicia una crítica contundente contra los supuestos del narrador: “Que sean [las cartas] de puño y letra de Bolívar--no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras” (444).

Al poner sus pensamientos en su rival, Zimmermann neutraliza una posible defensa y se abre a un sistema de sentencias que describen lo que él está haciendo en esos momentos. Mientras la posición del narrador se basa en el deseo y la creencia de que el pasado puede ser reconstruido a través de las palabras, la posición de Zimmermann, al contrario, se respalda en el esceptisismo de Schopenhauer: “Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia” (442); y luego: “si uno [Bolívar] se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer” (444). Borges, amante de Schopenhauer, pondrá en boca de su personaje lo que él mismo afirmó en una entrevista a María Esther Vásquez: “Bernard Shaw decía que la función de la inteligencia era justificar lo que quería la voluntad, y creo que Schopenhauer dijo lo mismo…Sí, quizá, desgraciadamente, tenga razón. Quizá la inteligencia sólo sirve de instrumento para la voluntad” (108-109). Al final, en un acto de reconocimiento de la dinámica impuesta por Zimmermann, el narrador, conquistado por su colega, afirma: “Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica” (443).

Mientras el narrador cuenta lo ocurrido, se describe a sí mismo en ese tiempo pretérito, y se ve como un personaje transformado. Al final, se asumirá como “otro”, alguien cambiado por Zimmermann, aunque también llamativamente paralizado, sin querer dar otro paso en ninguna dirección. Lo que prosigue en el cuento es un despliegue de tácticas de discusión que el judío domina muy bien. Se trata de una combinación de debate verbal y virtuosismo filosófico en el que sobresalen las referencias literarias de personajes masculinos y literatura judía y celta.

Hayden White, en su The Historical Text as Literary Artifact nos recuerda una modalidad reflexiva de la historiografía--"to familiarize the unfamiliar"--y establece que "[a]nother way we make sense of a set of events which appears strange, enigmatic, or mysterious in its immediate manifestations is to encode the set in terms of culturally provided categories, such as metaphysical concepts, religious beliefs, or story forms" (398, itálicas mías). En el caso de Guayaquil, el narrador ha optado por la forma literaria del cuento, aunque la dimensión autobiográfica del mismo lo emparenta ipso facto con el capítulo de una vitae, concretamente, con el momento de su caída y los límites de su personalidad. Escribir el cuento de sí mismo le permite divagar imaginativamente, quizá en un afán de disfrutar de la libertad especulativa que promueve la creación artística, en detrimento de su discurso dogmático anterior, o quizá como una deliberada práctica de "metahistoria". Al mismo tiempo, su derrota evidencia el fin del pensamiento ideológico del criollismo nacionalista y, más concretamente, de sus tradiciones familiares, del concepto de lengua y territorio y de su concepción conservadora de la historia como serie de sucesos épicos de personajes representativos.

El conflicto mayor que reviste la escritura del narrador es que testimonia al mismo tiempo la destrucción de sus valores culturales y la pérdida del orgullo personal, pero sin ofrecer un puente, una alternativa que haga digerible y aceptable el nuevo estado. Es lo que Edward Said analiza en términos del conflicto entre “filiación” y “afiliación”, mientras revisa el caso de Auberbach: “The contemporary critical consciousness stands between the temptations represented by two formidable and related powers engaging critical attention. One is the culture to which critics are bound filiatively (by birth, nationality, profession); the other is a method or system acquired affiliatively (by social and political conviction, economic and historical circumstances, voluntary effort and willed deliberation” (619). Para realizar una lectura de Guayaquil desde Said deberíamos preguntarnos: ¿cuál es el nuevo método o sistema que deberá adquirir el narrador-historiador criollo anclado en el pasado? Su estado de espera o inmovilidad se puede ver como un símbolo de la intelectualidad latinoamericana, sobre todo desde fines de los setenta, y también como una forma de decadencia burguesa decimonónica. A un nivel menos evidente, si le conferimos los beneficios de la meditación silenciosa, podríamos entender esta circunstancia como un necesario momento de recapacitación emocional para evitar una nueva "bureaucratization of the imaginative", como lo diría el poco reconocido Kenneth Burke (225-229), o para analizar los entramados de "activations of the ambiguities" y de los "meanings of sentimentality… as a structure of relation", como lo dice Eve Kosofsky Sedgwick (143).

Como sabemos, los personajes borgesianos no son unidimensionales ni duales (buenos vs malos, héroes vs cobardes, criminales vs justicieros) sino contradictorios, complejos y/o complementarios. Zimmermann es un buen ejemplo de esto. No obstante haber sido descrito como “judío” (de Praga) es también argentino (de Buenos Aires) que “habla con incorrección y fluidez” (rasgos negativo y positivo); en Zimmermann “el perceptible acento alemán convivía con un ceceo español” (442), y “el servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz” (445). A pesar del antisemitismo de estas afirmaciones, está claro que Zimmermann no es un personaje unívoco, pues Borges unifica la construcción de su identidad en niveles usualmente opuestos. En Guayaquil, el narrador y su invitado, descritos como contrarios al inicio del cuento, al final van a ser similares. Mas, para que la convergencia entre ambos sea posible debe encontrarse un punto común: la obra de Schopenhauer, cuyas obras han sido vistos por Zimmermann en la biblioteca de su huesped.

El narrador, que se ha descrito como un personaje fijo e inmóvil, centrado en sus tradiciones familiares épicas, sin embargo luego confiesa: “En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las lámparas. Un poco al azar, pregunté: --¿Usted es de Praga, doctor? –Yo era de Praga-- contestó” (444). Y hacia el final del cuento, totalmente vencido por su oponente y subsumido en la victoria del otro, el narrador afirma: “Sentí que nada le costaba darme la razón y adularme, dado que el éxito era suyo” (445).

El tono de sumisión y aceptación del narrador sugiere una forma de entrega y claudicación frente al rival del cual adopta sus sentencias. A través de la seducción visual y retórica, Zimmermann desmoviliza la rigidez de la personalidad (personal y profesional) del historiador criollo. Dada la radicalidad del cambio y una vez recobrada la claridad de pensamiento, el narrador, al final del encuentro, se verá en la necesidad de reconstruir la escena de su derrota, pues allí están los elementos que lo pueden redimir del caos y el anonadamiento. De esta manera, narrar dos acontecimientos--el momento en que fue vencido y la escritura minuciosa de lo ocurrido--es el medio para entenderse mejor a sí mismo, pues, como dice él: “confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó" (440), y tal como lo explica White anteriormente.

De esta lectura de Guayaquil quedan el proceso de persuasión de Zimmermann, su pragmatismo, su astucia e inteligencia para lograr sus objetivos; también “la conciencia infeliz” del frustrado y anonadado narrador, el historiador criollo argentino, su crisis personal y la estructural, envueltas en la caduca ideología del nacionalismo y el criollismo decimonónicos. En este cuento también nos percatamos de las sutilezas del triunfo; los pormenores de antisemitismo y el odio confeso de Borges contra los nazis y sus acólitos (Heidegger, que, en el cuento, es responsable por la expulsión de Zimmermann de Alemania); su amor por Schopenhauer; el juego de los espejos; la repetición del encuentro entre Bolívar y San Martín, y la lección sobre los intrincados laberintos que personajes y lectores debemos recorrer.  Guayaquil es un claro ejemplo de sutil pero demoledora ruptura de mitos personales y nacionales, de las identidades hegemónicas que conforman la parte más triste y peligrosa de la cultura. Y es también un brillante examen de la condición de la intelectualidad latinoamericana, muchas veces atrapada en el reflejo de sus propias palabras.
 


La escritura de los sucesos le permite narrador-personaje explicárselos de manera literaria, es decir, imaginativa. Su trágico estado de aceptación y postración concuerda con la imposibilidad de asumir una nueva identidad, de cruzar el puente entre su pasado criollo y las exigencias del futuro, sobre todo la de adoptar la poco envidiable "position of perpetual marginality" que debe caracterizar al crítico, según Said (604). El paso a una vida "descentralizada" lo incomoda demasiado y le exige una fuerza renovada, una seguridad personal que aún no tiene. Esta encrucijada la vivieron y manifestaron claramente en los años finales de sus vidas los llorados Roland Barthes y Michel Foucault. Este afirmó: "Il vaux mieux une ignorance franche. Je préfère dire que je ne comprends pas, mais que je m'efforce de comprendre, au lieu de donner des explications comme celles qui sont fondées sur l'esprit de l'époque" (163). El primero, también en concordancia con la brillantez, honestidad y opción personal que lo caracterizó, nos dijo: "Chez moi cette revindication de marginalité ne se fait jamais d'une façon glorieuse. Ça essaye de se faire doucement. C'est une marginalité qui conserve des aspects assez courtois, assez tendre--pourquoi pas!--et on ne peut pas lui donner d'etiquette bien définie dans le mouvement actuel des idées" (264).

Contrario a la crítica generalizada que desvaloró Guayaquil según su parecido a otros cuentos del mismo autor, este relato pasará como uno de los momentos más lúcidos de la crítica al criollismo nacionalista y sus herederos. Es, sin duda, uno de los más sorprendentes regalos de Jorge Luis Borges, el maestro de todos y “bibliotecario del universo”.


Obras citadas


Balderston, Daniel. Out of Context: Historical Reference and the Representation of Reality in Borges. Durham: Duke UP, 1993.

Barthes, Roland. Le grain de la voix: Entretiens, 1962-1980. Paris: Seuil, 1981.

Bell-Villada, Gene H. Borges and His Fiction: A Guide to His Mind and Art. Austin: U of Texas P, 1999.
Borges, Jorge Luis. Obras completas. Vol. 2. Buenos Aires: Emecé, 1989.

Borinsky, Alicia. “Lost Homes: Two Jews in Argentina.” Folio: Essays on Foreign Languages and Literature 17 (1987): 40-48.

Burke, Kenneth. Attitudes Toward History. Berkeley: U of California P, 1984.

Díaz, Robert Ignacio. “Borges en `Guayaquil’: Las cosas de la historia.” Revista Hispánica Moderna 50.2 (1997): 315-26.

Franco, Jean. Critical Passions: Selected Essays. Eds. Mary Louise Pratt and Kathleen Newman. Durham: Duke UP, 1999.

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miércoles, 10 de octubre de 2018

Antes de Todorov ya existían Levinas y muchos otros



[La Conquista de América. El problema del otro, de Tzvetan Todorov, fue un libro que tuvo cierto impacto comercial hace más de tres décadas. Sin embargo, al ser un compendio y no una formulación teórica, reemplazó el esfuerzo intelectual y la complejidad del tema en un contexto de importación de perspectivas y vocabulario critic de Europa a EEUU. Este libro, especie de Wikipedia de esos años, aprovechó la moda del tema del otro y la otredad y la fama de semiólogo del autor, quien hasta esa fecha sabía poco o nada de America Latina. Pero, como ocurre comúnmente en nuestras latitudes, no es el rigor académico el que siempre decide publicaciones cuanto los contactos y amistades con el aparato publicitario. Las lineas siguientes son un recordatorio superficial del arduo camino en la formación de un especialista en el período colonial].





Los conceptos de otro y otredad fueron relativamente nuevos en el siglo XX, pero tuvieron un despliegue considerable en el discus social de occidente desde los años 80. Sin embargo, desde la llamada Edad Clásica (Grecia) ya se hablado del otro (exterior e interior, espirititual y psicológico, racial, étnico, sexualizado) como el diferente. Contradictoriamente, Sócrates, al promover la máxima “ conócete a ti mismo”, hizo la búsqueda del otro como un viaje al interior de nosotros mismos. Siglos después, la iconografía medieval mostró que ese otro era percibido como el diablo, lo fronterizo, el pagano. El Renacimiento español reproduce y desarrolla estas percepciones del otro en su encuentro con el indio, combinadas con las de el bárbaro, el moro, el negro, el judío y la mujer. La literatura emblemática de dicho período (Smith y Covarrubias) muestran la diseminación informativa a través de imágenes de gran peso referencial en la mente popular de la época.

En la España imperial de los Reyes Católicos, Carlos V y los Felipes (hasta terminar en Carlos II) encontramos formulado y discutido, desde diferentes niveles y puntos de vista, lo que hoy llamamos acaso ya de manera ligera: el Otro. Quisiera recordar algunas de esas perspectivas del período de Conquista y Colonización de América y cotejarlas con otras de la actualidad. Para ello, mencionaré la polémica de Las Casas y la Escuela de Salamanca y la identificación de su par correspondiente: el Mismo (Foucault).

Recordemos que el año 1492 es el de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, pero también en de la expulsion de los judíos de España o su conversión al Cristianismo y el de la caída de Granada, último bastión árabe en la Península. De esta manera, se establecen el poder y la hegemonía de Aragón y Castilla sobre España e inmediatamente se da paso a la conceptualización de raza y territorio como conceptos baluartes del proyecto de expansión . El Cristiniamsmo se convierte en la ideología de la (Re) Conquista y la lengua castellana deviene en el idioma oficial del Imperio (Nebrija publica su Gramática Castellana).  La cohesión imperial desarrolla también una alta intolerancia cultural: lo que no encaja es asumido como “extraño”, enemigo,  desalmado o anti-Cristo. 


La experiencia de Las Cruzadas será traslada al proceso de conquistas interna y de ultramar.  Los tópicos retóricos que narran dichas aventuras de dominio y saqueo (y que hoy forman la base de los Estudios Coloniales) muestran la promoción de una visión eurocéntrica y pro-hispánica. A este respecto, han resultado principalmente útiles las herramientas teóricas elaboradas por Derrida (L’écriture de la difference), Levinas (Le temps el t’autre) y Foucault (Les mots et les choses) para dar cuenta de cómo el sujeto dominante Mismo se opone al Otro a través desde su producción cultural, género sexual, espacio geográfico y lengua que habla, luego de arrasar  militar y ecológicamente el territorio conquistado de la  alteridad.

Si en la Retótica, Aristóteles expone un programa ético y moral, Santo Tomás filtra el proyecto del griego en los postulados del Cristianismo. La esclavitud era “natural”, y la justificaba al decir que el esclavo era como un niño que necesitaba autoridad.  Tanto los bárbaros como los paganos hablan otra lengua, viven los por bosques y montañas, no en la urbe (polis), y sus actividades no están reguladas por normas sociales. Ni el bárbaro (medieval) ni el esclavo (de la antiguedad griega) dominaban sus pasiones, no usaban la razón. En términos religiosos, según Santo Tomás, el origen de esta imperfección era spiritual, resultado de su “caída” al desobedecer a Dios y ser expulsado del paraíso.

El bárbaro y el esclavo se oponen al hombre, ese zoom politikon comunitario. Ambos están en la última escala de lo humano y su única diferencia con la bestia es que pueden aprender la razón (Anthony Pagden en su The fall of natural men). La diferencia entre el esclavo/bárbaro y el hombre civilizado y Cristiano va desde la lengua que habla hasta la representación del cuerpo humano, siendo “el hombre” delicado, bien proporcionado, hermoso e inteligente, mientras el bárbaro/esclavo tenía un cuerpo fuerte, apropiado solo para las rudas labores en la naturaleza (44).

Los intelectuales imperiales españoles usaron las mismas categorías antropológicas para hacer una lectura cristiana del Nuevo Mundo, sobre todo desde Aristóteles, y justificar el modo de Conquista. La oposición de Las Casas a Ginés de Sepúlveda, resulta de la sagacidad en el debate canónico y la capacidad argumentativa con dichos fundamentos. Ver al indio americano como otra representación del bárbaro (a veces del mismo diablo), será respondida por Las Casas de manera convincente, puesto que “al ser los indios vasallos de la reina Isabel no se les podía hacer la guerra” (Pagden 31).

Argumentos y contra-argumentos hay muchos. Baste recordar unos pocos: los indios eran salvajes que ejercían un gobierno tirano al que había que destruir, eran incestuosos, vivían todos bajo una sola choza, lo cual incentivaba el libertinaje sexual.  El canibalismo y la sodomía practicada era castigadas con homicidio y negación al derecho de ser enterrado. Por otro lado, tenemos que se reconocia la capacidad de los indios de imitar artefactos (imitatio y mimesis eran conceptos importantes en el Renacimiento), poder cantar música europea, leer y escribir en latín o pintar cuadros, comunicarse con sus semejeantes modulando voces y usando expresiones adecuadas. Igualmente, se daba importancia a que su vida social estuviera marcada por festividades, ceremonias, matrimonios, eventos similares a los europeos. Es más: el mismo hecho de recibir con corte y galas a los europeos (los conquistadores) reflejaba su capacidad de moverse en el espacio social y articular formas de vida ordenadas. La edificación de ciudades, dato importantísimo en esta historia de robo y defensa entre el indio y el europeo, es otro argumento utilizado en su favor, pues Tenochtitlán y el Cuzco, entre otras ciudades, reflejaban un nivel avanzado de desarrollo.


Podemos ver que la asimilación del indio al esquema mental europeo se daba vía comparatio, imitatio y opotitio. El contexto global, la nueva naturaleza, la raza diferente y su organización social fueron los corpus en los que los españoles detallaron la identidad del otro. Este etno-espacio-logocentrismo europeo se va a afianzar según el grado de asimilación de los naturales a las reglas de los usurpadores. Pero ¿Cómo esa otredad filtró las expresiones ideológico-estéticas y culturales de la España imperial? ¿Qué fue lo nuevo y auténtico en ellas?

Emmanuel Levinas, en una charla de fines de los 30s, hablaba en términos de alteridad con estas palabras: “El Otro en tanto Otro no es solo un alter-ego: el Otro es lo que Yo no soy. El otro es tal, no por el caracterr del Otro, o la fisonomía o la psicología, sino por la concentrada alteridad del Otro. El Otro es, por ejemplo, el débil, el pobre, la viuda y el huérfano, mientras yo soy el rico o el poderoso” (El Tiempo, el Otro, 83).

Casi toda aproximación al tema del otro durante el siglo XX se presenta de manera binaria: subordinado/subordinador, débil /fuerte, rico/pobre, blanco/negro (o blanco/indio) europeo/aborigen, hombre/mujer, etc, percibidos desde el centralismo monopolizador. Por ejemplo, Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611 y 1674) al definir Mujer anota:

“Muchas cosas se pudieran decir de esta palabra, pero otros las dicen… lo que yo diré ahora se entiende de las que que huyendo la modesta compostura de su obligación, viven con desahogo, afloxando las riendas a su natural, para que corra libre, desbocado hasta precipitarse… Esto presupuesto digo con San Máximo que la mala es tormento de la casa, naufragio del hombre, embarazado del sosiego, cautiverio de la vida, daño continuo, guerra voluntaria, fiera doméstica, disfrazado de veneno y mal necesario”.



La descripción negativa de Covarrubias refleja la actitud predominante en su época (cuya herencia se multiplica en estos años de femicidios, neo-fascismo, corrupción, narco-tráfico, inmigracion descontrolada y caos global). De esta manera, desde el pensamiento centralista de la metropolis, se articula la alteridad de la mujer, junto a la del habitante del Nuevo Mundo. En su entrada de Otro, Covarrubias dice: “…vale tanto como segundo, porque ha de preceder uno”. Luego, en su entrada de Negro, incluye: “… opuesto al blanco. Es color infausta y triste, y como tal, usamos desta palabra, diciendo: negra ventura, negra vida, etc. Proverbio: ‘Aunque negro, gente somos’; no se ha de despreciar a nadie por humilde que sea.” Para Negra: “la mujer negra. Proverbio: ‘Callar como negra en baño’; en baño entran todos sin luz, assi no se puede distinguir cuáles son negros o blancos, si ellos no se descubren hablando”.

A estas entradas, se pueden añadir otras, como la de Afeminado (la edición facsímil del Tesoro de Covarrubias es libre acceso en internet) que permitirán renovadas lecturas de diversas formas de otredad colonial, así como su comparación con sus expresiones actualizadas en la cultura popular y el folklore en América Latina. De la misma manera, cualquier estudioso del teatro del Siglo de Oro estará de plácemes por las abundantísimas referencias a todas estas formas de identidad, de enorme peso actual. Por lo pronto, remito al lector al necesario libro de Oleh Manbur, The Wild Man in the Spanish Renaissance and Golden Age Theater.
 
En un segundo momento de este recuento bibliográfico, creo apropiado incluir a Michel Foucault quien, en su Las palabras y las cosas, anotaba que historia del orden  sería la historia del Mismo, de su hegemonía identitaria, como se verifica en la manipulación de la leyes, la historia como suma de hechos recopilados, ocultados, segmentados o reorientados a conveniencia de los dueños de paísesm etc. Criterios como la verdad, lo correcto, lo necesario, son fundamentos de un discurso civil que al final está a la disposición de quienes detendan el poder (y hay que ver lo que han hecho los supuestos defensores del socialismo con ese poder, desde la llegada de Chávez hasta hoy, días del ascenso del fascismo a nivel mundial).

Como siempre, toda discusión social debe ser contextualizada y aceptar la fluidez de los procesos humanos, pues ocurre a veces que nos enteramos que somos el Otro solo porque entramos en contacto con el Mismo, y vice versa: cuando pasamos de ser sujetos para volvernos objetos, o cuando el sujeto sale de su prisión racional cartesiana para aceptar otras formas de conocimiento, tal como lo entrevió Lévi Strauss al final de su El pensamiento salvaje.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Camera Lucida: Roland Barthes y las fotos de Fabiola


He visto muchas imágenes de la vida diaria, del cine y de fotos que encuentro a cada paso. Sin embargo, rara vez me he encontrado con la simpleza, el grado cero de la belleza, la exposición del aquí y ahora pero a nivel donde existe la única realidad sincera: en la superficie. Rara vez he tenido ese encuentro, aunque siempre ocurre cuando veo fotos de Fabiola.
 
Ella es una fotógrafa no profesional a quien no le interesan los grandes temas sino lo permanente y verdadero: la naturaleza y los rostros de la gente: "Me toma mucho tiempo y no puedo tomar fotos de una persona sin conocerla, no tiene sentido" me confesó una vez. Y, fiel a eso que me dijo sin querer, veo la enorme consistencia entre lo que predica y lo que practica: lo que Fabiola mejor conoce  es a sus hijas (por eso hay miles de fotos de ellas), y donde encuentra lo verdadero es en los espacios y los colores más cotidianos.  

Abajo incluyo algunas fotos que encontré al descuido, olvidadas en la vieja computadora. Son de un otoño reciente pero saben a muy antiguo. En ellas pervive la eternidad del insecto, la quietud después de la lluvia, algunas chatarras y ventanas de casas viejas y las hojas cuando aparece el frío del norte.
 
En el arte, hay siempre, por lo menos, dos percepciones en juego: la del conocimiento profundo, que puede llegar lejos o al ridículo; y la del conocimiento sensible, que puede salvarnos a arruinarnos (Barthes las llama lenguaje expresivo y lenguaje crítico). Ruego que los ojos de quienes ven estas fotos sean del segundo grupo, caso contrario no se habrá entendido nada, pues es difícil entender hojas moribundas que imploran frente a las ruinas.

Fabiola, como toda artista verdadera, se interesa poco por serlo (de hecho, no lo es). Lo suyo es captar la luz que le dice algo. Acaso en un acto de mezquindad, busca satisfacer su necesidad de ser espectadora de lo como operadora capta, sin que cuente el criterio de los demás. Sus fotos son la historia personal de lo que ha mirado: borrosas, nítidas, en tomas cercanas o lejanas, encuadradas perfectamente o arriesgadas al detalle, son la historia de cualquier ser humano, pero con la salvedad de que se ha dado tiempo para mirar con cuidado lo que llama su atención. Y eso, al final, termina siempre siendo la naturaleza. Ese descuido al detalle en el que siempre incurrimos  -a lo mejor por nuestra  enorme inestabilidad y necesidad de escapar del tiempo, de fugarnos del presente- en las fotos de Fabiola es siempre vencido: como fotógrafa de personas, a ella no le gusta mentirles ni mentirse fingiendo que las conoce, pues una foto debe dar cuenta de esa intimidad en el parentesco o amistad cultivada.
 
Para los que huimos de saber cómo nos ven los otros, o cómo aparecemos en una foto, enfrentados a las imágenes que ella recupera, aceptamos lo que somos y agradecemos por ver lo mejor de quienes somos (algo que no lo conocíamos). Este encuentro con una realidad temible por desconocida y que a veces preferimos olvidar está, sin embargo, llena de belleza.
 
No hay nada más alejado de las fotos de Fabiola que las fotos de turistas y viajeros, afanados en captar el instante en la imagen, como diciendo “por aquí pasamos”, pues no ven nada ni muestran nada (sería imposible hacerlo, obviamente): uno visita un lugar, toma una foto y es como si no lo hubiera visitado, porque millones de turistas pasaron por el mismo lugar y de ellos no queda nada en ese lugar.
 
De niño, mi padre quería ver en las fotos la realidad que habían captado sus ojos. Una vez, en el Malecón, a mi hermana Elsa y a mí nos tomaron una foto: yo iba sentado en un caballito y ella estaba a mi lado. El caballo no era real, acaso el jinete y su acompañante tampoco. Pero mi padre quería que la barata foto en blanco y negro fuera la realidad colorida, la única que él había percibido en la toma. Y optó por pintarla, a la antigua usanza. No veo en eso un gesto de pobreza sino la despedida de mi padre del niño que llevaba dentro y dejó cuando aún un niño. Ahora, viendo las fotos de Fabiola, lo entiendo mejor: una foto descubre, integra, no traiciona. Los millones de fotos tomadas y que se tomarán serán olvidadas no porque no eran buenas fotos sino porque nuestro gusto estaba por otro lado (el gusto siempre va aparejado a la crítica, ese ejercicio intelectual, generalmente lamentable, que asegura que lo inferior se vuelva preponderante).
 
Las fotos de Fabiola son exposición magnificada del punctum, aquel pequeño detalle que llama la atención del ojo activo, que a menudo se encuentra fuera del primer plano, casi perdido en algún rincón o algún gesto. Fotos de turista: por aquí pasamos. Fotos de Fabiola: aquí nos quedamos. No son fotos de oportunidad sino de permanencia: kairos vencido. Así, operadora  y espectador se van al olvido.
 
He punteado estas líneas porque encontré esas fotos olvidadas. Para hacerlo leí a Barthes, pues debía captar ideas para abordar este objeto de veneración estética y testimonial. Ahora concuerdo con el francés y repito que mi falta de notoriedad y el anonimato de Fabiola hacen de nosotros un par ideal para ser pronto olvidado, seremos un noema sin concepto, un rasgo acaso en la sonrisa de las que ella y yo amamos.









 

jueves, 20 de septiembre de 2018

Lope de Vega y "La Dorotea": Una mujer que se escribe a sí misma





 
Preliminares a una historia de amor

Luego de Cervantes, Lope de Vega disputa el segundo lugar en fama y producción representativa del Siglo de Oro español, junto a Quevedo, Góngora, Calderón, Tirso y otros. Pero extraño e injusto ha sido el destino con su obra. Sus cuatro o cinco piezas de teatro conocidas han ocultado la riqueza y complejidad de sus demás trabajos, sobre todo la que algunos consideran su obra mayor: La Dorotea. Ocurre algo similar, aunque en menor grado, con el mismo Cervantes y su olvidada Los trabajos de Persiles y Segismunda. Luego del entusiasmo del siglo XIX y mitad del siglo XX, vemos cómo, poco a poco, ha desaparecido el interés por la obra de Lope, dando paso a autores menores del pasado y del presente. A esto se suma que, no obstante los complejos tiempos que vive el mundo, muchas veces el facilismo que producen la alienación y dependencia culturales, se da preferencia a lo escrito en inglés, sin que los entusiastas entiendan el idioma o procesos históricos que enarbola la lengua de Shakespeare.
A esta injusticia hay que añadir la misma complejidad estructural de La Dorotea: no es un libro de amplio disfrute, salvo para el estudiante, investigador o crítico literario especializado en arte clásico o renacentista o, con suerte, en estudios de la cultura popular. Más aún: el gran aliento existencial que anima La Dorotea no puede ser captado en años de juventud, ni siquiera de temprana madurez, sino cuando uno se acerca a la edad de Lope cuando la escribió.
Los años cincuenta fueron el período final del interés por La Dorotea. Los llorados Trueblood, Montesinos, Vossler, Morby, Spitzer y Alda Croce reflexionan sobre la que Lope subtituló  “Acción en prosa” (en realidad una mezcla enciclopédica y caleidoscópica de estilos, manipulación canónica y planteamientos existenciales y estilísticos), realzando su estilo fragmentario, de hiatus, interrupciones de la historia, combinatoria de discusiones ilustradas o discursos superpuestos con los refraneos de la populachera Gerarda en las sofisticadas o burlonas representaciones de César. Para los críticos arriba mencionados  el paralelismo de sus personajes es también notable. Por ejemplo, los Julio y Laurencio pueden ser conceptualizados como parejas de la literatura renacentista española -lacayo/caballero, criado/amo, servidor/amigo (Montesinos), mientras que Fernando y Bela como sus pares correspondientes, pero a nivel aristocrático. Los críticos detallan cómo los conceptos de "engaño", "desamor" y "honor" toman cuerpo en el tiempo histórico que subyace a la obra. Veinte años después, ya en los setentas, algunos de estos hermeneutas recopilarán y publicarán sus comentarios sobre La Dorotea. De éstos, sin duda el más devoto fue Alan Trueblood, con su magna Experience  and Artistic Expression in Lope de Vega. The Making of La Dorotea, la cual sera motivo de un futuro comentario. Al mismo tiempo, se debe a Morby la edición con mejor aparato crítico (sin desmerecer de Castro o Blecua), pues el filólogo norteamericano unió erudición y necesidad de divulgación. (Incluyo para los interesados/as, en la bibliografía final, una serie de trabajos, brillantes la gran mayoría, -como el de Morby de 1952- que abordan distintos aspectos de La Dorotea).
Otros veinte años tuvieron que pasar (1995) para que la academia volviera sobre las páginas olvidadas: Lía Schwartz Lerner, en su excelente y renovador ensayo "Tradition and Authority in Lope de Vega's La Dorotea" parte de la imitatio, integra el concepto de dialogía de Bajtin, recupera a Alda Croce cuando describe La Dorotea como un trattato d'amore y pormenoriza la construcción de la subjetividad femenina, concepto ya plenamente estructurado en la academia de Estados Unidos para esa fecha. En ese detallar, Schwartz Lerner retoma también conceptos como el amor loco, la doctrina de las pasiones, el esmerado uso (y abuso) de la polyanthea, así como la oposición de Aphrodita urania vs Aprhodita pandemia en el cuadro del Remedia amoris de Ovidio. Desde esa fecha, el tiempo y el olvido han seguido jugando cruelmente con la obra de Lope.
Apuntes iniciales

Mi lectura de La Dorotea ocurrió en el invierno de1992, en Eugene-Oregon. El seminario lo dictó Perry Powers, ex-alumno de Roman Jakobson y Leo Spitzer en la universidad John Hopkins. Escribí obligatoriamente y con mucho gusto unas pocas páginas que ahora reviso y para descubrir su deficiencia, falta de información y exceso de confianza en el saber acumulado hasta esos años. Lo digo no solo porque ya han pasado muchos años de esa experiencia sino también porque, al final, La Dorotea es un libro que require de preparación cultural pero también existencial, de una vida vivida, cuando las aguas han bajado y queda frente a uno la extensa playa del pretérito con arrecifes, conchas y palos al descubierto. Años después de dicho seminario, volví varias veces a La Dorotea solo para reafirmar que aún no estaba preparado para ser un entusiasta lector pero con mayor conocimiento de causa. Lo que sigue abajo son esas páginas escritas cuando tenía 31 años. He tratado de eliminar todo lo que ahora veo como inncesario. y aclarar más de una duda de redacción.
I
Llama la atención que los personajes femeninos de La Dorotea no participen de la progresión humana de las parejas masculinas de la obra: Dorotea, Teodora, Celia, Marfisa y Felipa empiezan y terminan con el mismo punto de vista y en dependencia total de los personajes antagónicos, convirtiéndose éstos en reservorio del patriarcado mientras sufren inestabilidad existencial. La excepción a la regla es Gerarda, quien con su caudal de conocimiento mundano y talento para decir lo más pertinente en el momento apropiado, demuestra un nivel de competencia linguística versátil y coherente. ¿La razón? Su independencia económica, pues hace dinero gracias a la alcahuetería y el enlace de parejas. Pero Gerarda, de manera apropiada en el encuadre de géneros sexuales de la época, es vieja, fea y sucia, bruja y ladrona. En otras palabras, Gerarda carece de los atributos de mercancía de intercambio social pero, no obstante a ser objeto de misoginia, tiene mayor accionar que otras mujeres promovidas por el consenso masculino. Su castigo por no depender de los hombres es ser sabia.


II

Otro aspecto que la crítica de La Dorotea ha desarrollado es el de la autobiografía como categoría literaria, la manera en la cual Lope de Vega se proyecta y distancia, en el ejercicio de la escritura, de su propia vida. A esta preocupación pertenecen las magníficas acotaciones biográficas de Vossler y, en menor medida, de Montesinos y Morby.  Pero no es en este encuentro de vida y obra que La Dorotea debe ser únicamente valorada sino también en sus múltiples universos semánticos y emocionales. Por ejemplo, autobiográfica o no, la obra cambia de tono cuando Bela habla (sigo el capítulo sobre “el desengaño” que incluye Trueblood): En el Acto V aparecen ya dos señales del fin de la obra: la reflexión sobre el sentido de la vida y la ironía de la muerte por no prestar un caballo.
La muerte injusta de un alma noble es otro tópico literario que entristece y abona el absurdo de la vida: el invencible Aquiles muere por un certero flechazo en la parte menos imaginada de su cuerpo, el Cónsul en Bajo el Volcán es asesinado por pandilleros ignorantes en una cantina, La niña de Guatemala muere de amor, el brava muere a manos del cobarde en El hombre de la esquina rosada y Gerarda muere mientras va a coger agua. Ironía y muerte son dos realidades palpables al final de una obra que es la vida misma del autor. Trueblood, que tanto le dio a la crítica, por un lado, y Lope de Vega por otro, aparecen así hermanados a través de los siglos. Ese, me parece, es el sentido principal del afán del critico norteamericano cuando se submerge en Lope y busca armonizar el orden fragmentario de La Dorotea con un sentimiento existencialista-trágico. Trueblood presenta al viejo escritor Lope de Vega liberado del joven e impetuoso personaje que es él mismo en su pasado, y lo cambia por el hombre experimentado, cercano a la muerte, que es quien escribe esas páginas. Al mismo tiempo que Trueblood escribe sobre la magna obra de Lope, escribe su propia obra magna como filólogo hispanista.


III

Visto desde otro ángulo, acaso injustamente más contemporáneo, parte de la dimensión trágica y dialógica es que Lope, al resolver la historia de los personajes Fernando y Dorotea, opte por un final sentimental de venganza, como tratando de ocultar o restar importancia a las ricas pero poco exploradas dimensiones de su obra, cediendo a los tópicos retóricos de su tiempo.



Mensajes sin destinatario

Los poemas, cartas, refranes, retratos y “papeles” de La Dorotea son fragmentos que forjan un estilo único en el autor y en el período. Esta heterogenea red de mensajes muestra la psicología, emociones y pasiones de los personajes. En la relación de Fernando y Dorotea, por ejemplo, las cartas nos informan de las modalidades comunicativas de los amantes. En dos de ellas aparecen las funciones emotiva y conativa. Sin embargo, no llegan al destinatario. ¿Cuál es entonces su función?
La primera carta se encuentra inmediatamente después de la ruptura entre Fernando y Dorotea (Acto I, Escena V), la segunda poco antes de la escena en El Prado (II, VI). En ambos casos, la ubicación es estratégica. La primera fue enviada con anterioridad a la separación. Fernando, en lugar de leerla, reacciona violentamente. Reconocer que antes ha agredido físicamente a Dorotea revela los alcances de su “amor loco”. Dorotea, en la carta, lo describe como joven, irreflexivo y violento. Y, detalle fundamental, deja entrever su duda acerca de que los celos sean prueba de amor real cuanto reflejo del impredecible y adolescente caracter de Fernando. Obviamente, el código y la convención del enamorado celoso, de plena vigencia en el personaje de Fernando (y hoy en la cultura latinoamericana), no es aceptado por Dorotea.
En la segunda carta, larga y compleja, la función emotiva (que enfatiza en el destinador) es dominate. Dorotea sabe más de Fernando que éste de sí mismo. Ella entiende mejor la relación y los conflictos emocionales que atañen a ambos géneros sexuales. A diferencia de la primera carta, la segunda fue enviada a su destinatario. Sin embargo, la reiterada descripción de los rasgos psicológicos de éste demuestra que la preocupación y percepción de Dorotea son acertadas. En ellas se hace referencia al abuso físico y emocional: “Crueles fuimos entre ambos, pero tú más conmigo, como quien tenía más valor y entendimiento… Respondísteme con tanta severidad y aspereza que le fue forzoso al alma esforzar mi natural flaqueza para no perder su honra”(II, V).
Pese a que el tono de las cartas es de reconciliación y evocación interrogativa, ninguna de ellas tendrá respuesta, pues el lugar del destinatario está vacío. La sensibilidad, psicología, universo semántico y cognoscitivo de Dorotea no encuentran eco en Fernando. Ambas cartas terminan en sendas peticiones: “Ahora lo que te pido es que vengas a ver el rostro que ofendiste” y “solo te suplico que no te quejes de mí en tus versos, porque si me quitaron alguna opinión alabándome, no me acaben de destruir ofendiéndome”. A la primera petición Fernando responde: “¡Oh! Mira quien la hubiera muerto”, a la segunda (que no fue recibida) una respuesta indirecta”gustos de amores traidores/ sueños ligeros y vanos” (III, I). La petición de Dorotea no es escuchada (ni imaginada) por Fernando y la comunicación se queda nuevamente truncada.
La primera carta está situada en un momento inaugural del conflicto. Aparte de la función conativa –ejemplificada en la descripción de Fernando- la duda sobre el amor que siente Dorotea es premonitoria: Fernando (IV, VII) precipitadamente concluye, al decirle a Julio: “No me pareció que era Dorotea la que yo imaginaba ausente, no tan hermosa, no tan graciosa, no tan entendida. Y como quien para que una cosa se limpie la baña de agua, así lo quedé yo en sus lágrimas de mis deseos" (410).
En la carta no se cumple la función comunicativa entre destinador y destinatario (Jackobson). Es curioso que Lope de Vega haya optado por género espistolar, caracterizado por la interacción de los participantes, negando el rol del destinatario como interlocutor, a no ser que se trate solo de un recurso para que el protagonista masculino siga encerrado, disfrutando de sus dilemas (Barthes, en su Fragmentos de un discurso amoroso, expone los movimientos teatrales del amante que se regodea en sus fracasos amatorios).
Coincidentemente, Dorotea, a través del tono de invocación y la utlización metonímica de su alma (especie de super-yo) que le responde y pregunta, se vuelve interlocutora de sí misma, sin que el lector conozca el posterior desarrollo del monólogo: “Pero puedo asegurarte que cuando el golpe del rostro, sonó el eco en el alma, dijo ella humilde: Sufre, Dorotea, que el mismo que te ha ofendido te ha vengado; pues mayor que tu dolor será su sentimiento”; y en la segunda carta, en la cual la figura de amor reemplaza la de alma, Dorotea se interroga poniendo en boca de Fernando una frase: “Dirás que ¿cómo pudo mi amor aconsejarme (itálicas mías) que nos estaba mejor a los dos morir que dividirnos”. Pero esta forma de monólogo no es nueva en Dorotea tampoco: en I, III ya aparece un soliloquio abierto, emotivo y exclamativo: "¡Ay! Infeliz de mí. ¿Para qué vivo? ¿Para qué solicito conservar la más triste vida que se le ha dado a una esclava?”.
El diálogo ciertamente no caracteriza la relación entre Fernando y Dorotea. Más aún si recordamos la explícita falta de compatibilidad entre ellos, como lo muestran tres momentos: el primero de ruptura, el segundo de reproches y el tercero conocido por el lector a través de Fernando en sus palabras de desquite. Para concluir y desvirtuar cualquier real intento de reconciliación amorosa, la obra no cuenta nada relevante de los cinco años que en que los amantes estuvieron juntos. ¿Cómo fue posible que una obra tan compleja como La Dorotea se haya centrado en dos personajes incompatibles? 


Una mujer que se escribe a sí misma


 
"Que todo se aprende, hija. Y no hay cosa que sea más fácil que
engañar a los hombres, de que ellos tienen la culpa. Porque nos han
privado del estudio de las ciencias, en la que pudiéramos divertir
nuestros ingenios sutiles, sólo estudiamos una, que es la de
engañarlos. Y como no hay más que un libro, todas le sabemos de
memoria"

(Gerarda, Acto V, Escena X)


Hacia el final de la obra (V, XI) en el diálogo entre Celia y Dorotea, ésta deja entrever un cambio de actitud, más positivo y comprensivo, que marca una progresión: "Segurísima estoy de que por culpa mía se mude el tiempo. Mi ampor paró en celos, mis celos en furia, mi furia en locura, mi locura en rabia, mi rabia en deseos de venganza, mi venganza en lágrimas y mis lágrimas en arrojar por los ojos el veneno de mi corazón (479). Este breve parlamento evidencia conciencia y madurez sobre lo ocurrido, resuelve la trama amorosa y clausura la obra: "¿Qué tengo yo, Celia, de las amistades de Fernando, sino el arrepentimiento de mi ignorancia, aquellos papeles cuyas letras quemadas, blancas entre lo negro del papel, me ponían miedo y haber echado cinco años por la ventana de mi apetito en la calle de mi deshonra? La hermosura no vuelve, la edad siempre pasa. Posada es nuestra vida, correo el tiempo, flor de la juventud, el nacer deuda. El dueño pide, la enfermedad ejecuta, la muerte cobra" (480). Tempus fugit, vita brevis. Pero ars longa, como bien lo entendían Lope y Trueblood.
A su progresión anímica y teatral corresponden los cambios registrados y condensados en los COROS de final de cada capítulo: de Amor, Interés, Celos, Venganza, Ejemplo. A la clarificación del entendimiento y la perspectiva de Dorotea, como vimos antes, las suceden las cartas sin destinatario. Volver más evidente la progresión y el discernimiento de Dorotea es el objetivo de las siguientes líneas. Para ello haré referencia de manera central a la carta que aparece del Acto III, Escena II y citaré otros fragmentos en los cuales Dorotea actúa como interlocutora de su propio discurso.
Antes del aparecimiento de esta larga carta, se puede resumir la situación de Dorotea a tres niveles: a) como hija de Teodora, b) como amante de Fernando, c) como mujer en la sociedad madrileña. Esta situación de dependencia se da en forma de acosamiento triple, para que ella responsa a los requerimientos sociales, pasando por encima de sus deseos personales y posponiendo una reflexión autonomista. Por un lado, Dorotea tendrá, por ejemplo, la oferta del adinerado (indiano) Bela, a quien ella no ama pero que representa estabilidad económica. Por otro lado, la de Fernando, violento e impredescible joven poeta desempleado a quien ella ama. Finalmente, la presión de la madre para que asegure un estatus social, en un medio en el cual las mujeres no tenían más alternativas que el matrimonio, la vida conventual o la prostitución.
Estos tres niveles están determinados por el contexto social (Maravall). Al leer La Dorotea vemos cómo las modalidades de lo amorososo (principalmente cortejo y conquista) y la dimensión trágica-histriónica de la obra, obligan a Dorotea a ocupar el lugar del objeto deseado, pasivo y contemplativo, hermoso e irreflexivo, y reducir su vida a los roles de esposa y madre, de ordenamento físico y espiritual o de eje movilizador de una febril y variada producción textual de los sujetos que la desean, lo cual incluye escrituras de romances, epigramas, sonetos, mensajes sueltos, retratos, confesiones epistolares, así como celos y violencia física. En otras palabras, es una musa manipulada.
La crítica ha relacionado esta modalidad de lo afectuoso en La Dorotea con la literatura pastorial y caballeresca (Trueblood, 1974) pero sin analizar exhaustivamente sus implicaciones psciológicas y humanas, olvidando que la codificación de la mujer y su rol pasivo legitiman un modelo medieval, aunque no anacrónico en el resplandor del llamado Siglo de Oro. Los avatares de Dorotea, como vemos, muestran que, al no responder ella a dicho modelo, perderá valor y será rechazada por sus acosadores, como una mercancía que, en esos momentos, ya carece de valor: joya preciosa en una sociedad que no valora las joyas preciosas. Su respuesta a este triple acosamiento se expresa gramaticalmente en una fuerte tendencia a la interrogación y el lamento, con intermitentes reflexiones sobre lo que siente, en un intento desesperado por ordenar el caos que le producen la presión familiar y social, y por elaborar una estrategia de defensa y contra-argumentos:

"¡Ay de mí! ¿Para qué vivo? ¿Para qué solicito conservar la más triste
vida que se ha dado a esclavo? ¿Cuál mujer de mis años las pasa con
tantos sobresaltos y desdichas? ¿Dónde me lleva este amor desatinado
mío? No puedo más; que me veo cercada de tantos enemigos, que no podré
escapar la vida si no es perdiendo el seso... Fernando no tiene más
que para sus galas. Mira las otras mujeres con ellas, ya le parecerán
mejor, que el adorno y la riqueza añaden hermosura y estimación, y la
pobreza del traje descuida los ojos y hace que una mujer cada día
parezca la misma... No quiero aguardar el fin que tienen todos los
amores; pues es cierto que paran en mayor enemistad cuanto fueron más
grandes..." (I, II; 88-99)

Su estrategia de defensa será elaborada a través de diálogos y encuentros con Celia, Felipa y Gerarda. Con ellas, Dorotea podrá fraguar una posición de independencia e identidad femenina más activas. Sus críticas directas e indirectas, así como las muestras de solidaridad que recibe, facilitan la transición del estadio de tristeza y agitación a uno de sosiego y razonamiento. A la ayuda que le prestan estos tres personajes suceden, generalmente, su deseo y necesidad de estar sola (I, III; V,IV). Los momentos de soledad y auto-aislamineto son, desde el punto de vista del proceso de emancipación de Dorotea, cruciales y determinantes. Es entonces cuando escribe sus cartas, las cuales, al igual que el monólogo, son mecanismos de auto-reflexión y evaluación de lo que sucede, pues su frustrante contacto con el mundo no ofrece el diálogo que necesita. El monólogo es complemento metódico a su sistema reflexivo contra Fernando, personaje actancialmente caotizador y desestabilizador de la obra.
El tiempo de soledad deviene así en período necesario para lograr autonomía e independencia. El retiro, el silencio, la escritura secreta y el monólogo introspectivo son conocidos cuando el lector organiza el tiempo de las acciones de la obra, o cuando Dorotea decide volverlos explícitos. Para el silencio, los diálogos y las acciones, lejos de ser estadios de resignación y aceptación del orden, son de fecunda y laboriosa producción mental, emocional, psicológica y filosófica acerca de las contradicciones entre la sociedad y el género femenino.
Dorotea pertenece al grupo de las mejores representantes de la circunstancia femenina percibidas por autores masculinos, tales como Trotaconventos, Celestina, Dulcinea y Gerarda. Y, al mismo tiempo, demuestra ser un personaje con autonomía y carcaterísticas propias. Una de estas es, como se ha visto, el ejercicio de la escritura secreta y emotiva como medio para distanciarse y reflexionar mejor de sus problemas. Es curioso que Lope de Vega haya dado más poder literario y creativo a Fernando, cuando éste, a pesar de ensayar varios géneros literarios, no se libera en ellos de el amor loco.
Dorotea se diferencia por escribir y mantenerse en la esfera privada, mientras Fernando, en su rol de amante celoso y actor esperpéntico, la vuelve pública, limitándose a repetir comportamientos del binarismo amor/venganza: "Harás que me vuelva loco y que diga que la filosofía del amor no está entendida en el mundo, pues tantos amosorosos afectos, desmayos, ansias, locuras, desesperaciones, celos, deseos y lágrimas han tenido templanza en su mismo centro, lo que parece imposible (IV, VIII). Otra muestra de la progresión reflexiva de Dorotea es la carta que nunca envió (III, IV) que puede ser comparada, a nivel estético y por su complejidad polifónica con las eruditas y humorísticas conversaciones de César, Ludovico y Julio (IV, II y III) o con la omnipresente, móvil y oportuna sabiduría popular de Gerarda. Todos ellos salen de la convención y el encierro estilístico y varían el ritmo de la obra.
Entre el monólogo de Dorotea (Acto I, II) y la carta no enviada (III, VI, VI) hay una diferencia en la función interrogativa. El monólogo registra diecisiete preguntas repartidas en cincuenta y cinco lineas y la carta solo siete en ochenta y tres. Esta verbalizacióm evidencia la conciencia y el procesamiento de la información afectiva y deja vislumbrar una posición independiente, no inmediatista. Dorotea retoma las preguntas que percibe y marca la diferencia entre hombre y mujeres. Para ellos enumera sus reacciones personales: : “Secásteme con tu sequedad las lágrimas, con tu aspereza el corazón, y con tus palabras la voluntad; que las respuestas injustas enfurecen la humildad, oscurecen el entendimiento y alteran con tempestades de ira la serenidad del alma” (III, VI). Luego, en confesión llena de alusiones, dice: “y tú no me puedes haber olvidado a mí, pues yo no te he olvidado a ti, que conforme a lo que los hombres sentís.. con más facilidad los olvidamos. Y pues que yo, con tantas razones para borrecerte, y con ser mujer, te quiero todavía, claro está que quien es hombre no me tendrá el mismo amor ahora que solía tenerme; fuera que tener más que olvidar los hombres en las mujeres que nosotras en ellos, porque siempre son mayores nuestras perfecciones y gracias, acompañadas de aquella blandura natural, cariño y dulzura que mueve vuestra inclinación a nuestro deseo” (282).
Cuando Dorotea basa su mensaje en la tríada sentir-decir-escribir, asocia la expresión oral con la escritura (tópico de expresar lo que se siente, común en la literatura pastoril) que contribuye a vivir la literatura o literaturizar lo vivido (Vossler). El énfasis de Dorotea es metadiscursivo, pues manifiesta un alto nivel de auto-consciencia en la escritura auto-biográfica.
La carta –y la cita anterior, de manera más clara- reflejan un atenuamiento del triple acoso en el monólogo. La carta testimonia el ordenamiento del caos que resulta el acoso social y emocional de Dorotea concentrados en el inefable “amor” de Fernando. La carta es también un rechazo a la relación vertical con el objeto deseado, hasta ese momento pasivo y sometido. Ella cuestionará la metáfora del corte de cabellos y pondrá a su madre al mismo nivel que Fernando, esto es, como victimadora: “Ella me castigaba pot ti, y tú a mí por ella” (280).
A más de mostrar lucidez expositiva, Dorotea utiliza un tono conciliador, mesurado, dulce, reflexivo y tierno que suplanta las exclamaciones del monólogo: “¿Quién dijera, Fernando mío, la noche antes del día que te partiste, que a los dos nos sucediera gran desdicha, que a mí me obligaran a darte causa y tú la tuvieras para partirte? Crueles fuimos entrambos, pero tú más conmigo, como quien tenia más valor y entendimiento. Es la condición de las mujeres tan temerosa…” (280). Así, Dorotea une en la pregunta retórica su suerte a la de Fernando, buscando compartir las responsabilidades. Frases como: “ que a los dos nos sucediera gran desdicha”, “que a mí me obligaran a darte causa y tú la tuvieras”, “crueles fuimos entrambos”, prueban el deseo sincero de Dorotea.
Pero la carta también puede ser vista en un contexto que rebase las referencias a los personajes y se instaure en la estructura formal, teatral e ideológica de la obra. Ni antes ni después de la carta existirá una confesión que ocupe tanto espacio. Los poemas de Fernando, por ejemplo, llenan más páginas pero no ofrecen ni la complejidad ni el juego de asociación de la prosa de Dorotea, pues son monotemáticos, son recurrentes, no contradictorios. “Barquillas”, “Amarilis” y “Soledades”, acaso hermosos, forman una expresión poética de matriz limitada y anquilosada. En cambio, los monólogos y cartas de Dorotea reflejan una conciencia dialéctica y de exploración de su identidad, dejando de lado la reproducción artificiosa del canon literario, estando más cercanos al Renacinimiento en expansión que al largo medioevo.
 
 
La carta de Dorotea, en el andamiaje y la distribución formal del texto es un punto divisorio entre un estilo reiterativo en lo amoroso, el odio y las pasiones que engendran, y otro estilo nuevo, más alegórico, con una filiación espacio-temporal perteneciente a la Modernidad. Al primer bloque pertenecen Fernando, Laurencio, Teodora y la Dorotea de las páginas 89-90, con sus incongruentes y agresivas participaciones. Al segundo, los depurados César, Ludovico, Blas, Gerarda y Felipa (en la magistral conducción del diálogo con Fernando en el Acto IV, I) y obviamente la Dorotea de otras páginas, aunque su proyecto de emancipación quede inconcluso.
Luego del reencuentro en El Prado (IV, I) Fernando y Dorotea acordaron continuar la conversación en casa del primero. El resultado fue la verificación de las sospechas de Dorotea de que el amor de Fernando no era un sentimiento que se justificaba bajo los celos y venganza (I, IV). Luego del diálogo, Dorotea experienta una regresión (V, IV) similar a su estado caótico al inicio de la obra. Para ella, la única restitución inmediata radica en su aislamiento. Le pedriá a Gerarda que la deje sola y hablará en voz alta, siendo ella misma su destinatario. Si en la carta Dorotea equipara a Fernando con Toedora como personajes que la oprimen, en este monólogo le dará razón a la madre: “¿A éste llevé los cabellos que por su causa me quitó mi madre? ¡Oh madre, qué bien hacías! (458). Luego de eso vienen el romper cartas y el llanto catárquico por la pérdida. Para Fernando se trata el triunfo de su venganza: “Habló de celos, respondí sin amor; fuese corrida y quedé vengado; y más cuando vi las lagrimillas, ya perlas que pedían favor a las pestañas para que no las dejase caer en el rostro, ya no jazmines, ya no claveles” (448). Para Dorotea, la ruptura es también un mecanismo de liberación, desahogo y acto de contricción: “Mi amor paró en celos, mis celos en furia, mi furia en locura, mi locura en rabia, mi rabia en deseos de venganza, mi venganza en lágrimas y mis lágrimas en arrojar por los ojos el veneno del corazón” (479). La recuperación de Dorotea se traduce en un cambio pragmático de su conducta: la aceptación de los hechos y el tratar de iniciar una nueva vida. Para ello, contará una vez más con los cinco personajes femeninos. Paralelamente, la coincidencia con Fernando se desplaza a un nivel premonitorio y escatológico. El sentido de la vida, en esta parte, nos recuerda lo dicho por Bela (V, I).
Lope de Vega, en un cierre de conjunto de la tríada amor-venganza-sentido de la vida, pondrá en boca de Dorotea lo que antes fue dicho por Bela y Fernando: “La ira y el amor son nuestras dos pasiones principales” (V, IX) y “¿qué viene a ser la vida sino un breve camino para la muerte?... Toda la vida es un día. Todo llega, todo se cansa, todo acaba” (490). A esta aceptación suceden dos hecho de clausura radical: la muerte de Gerarda y Bela, y el resumen de rigor de la pieza, a través de La Fama y el Coro de Ejemplo.
La progresión emocional de Dorotea queda inconclusa. La diferencia con Fernando está en la comprensión y reacción frente a la trama amorosa, el paso del tiempo y el examen de sí misma como personaje femenino. Esto marca un punto de avance y el límite en la comprensión de Lope de Vega del sujeto femenino de su tiempo. Pero este límite es el de su propio género sexual, acostumbrado a aceptar sin discutir y a dar por contado que la percepción individual refleja una realidad objetiva. Una breve revisión a la bibliografía crítica producida sobre la presencia de autoras y mujeres del tardío medioevo y el Renacimiento nos dan cuenta de lo diferente que fue el desarrollo letrado femenino.

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