jueves, 18 de octubre de 2018

Jorge Luis Borges en Guayaquil



Título: “Guayaquil”:  Judíos, argentinos y el fin del nacionalismo criollo


[Publicado en Jorge Luis Borges (1899-1986) as Writer and Social Critic. Gregary J. Racz, editor. Hispanic Literature. Vol 6. The Edwin Mellen Press, Lewiston, 2003. Pages 115-129]
 
[Siempre pensé este ensayo como un homenaje a mis maestros Saul Yurkiévich, Julian Weiss, y a mi hermano Alain Masri. Incluyo ahora también a Beverly Grace]



El título del cuento Guayaquil es tomado de la geografía sudamericana. Guayaquil es la ciudad más poblada del Ecuador y fue escenario del encuentro de Simón Bolívar y San Martín, el 26 de julio de 1822. Estos dos líderes de la independencia se reunieron a puerta cerrada con el fin de discutir las estrategias militares en la etapa final de la lucha contra España, y el camino a seguir de las futuras naciones. Sin embargo, ocurrió algo que los historiadores aún no han explicado convincentemente: San Martín, para sorpresa de todos, dejó a Bolívar como único líder de las fuerzas americanistas, y practicamente desapareció de la escena política. En la actualidad, tanto Simón Bolívar como San Martín son reconocidos como dos pilares de la independencia.

Como es de esperarse, el cuento de Borges no es sobre la real ciudad costeña tropical, aunque sí sobre el encuentro de los héroes que la visitaron. Las referencias a dicha reunión sirven como marco de fondo narrativo que sugiere la repetición del pasado en el presente. Los sucesos de "Guayaquil" ocurren a principios del siglo XX. Se trata de un historiador argentino que debe realizar un viaje para copiar una carta escrita por Bolívar. Al mismo tiempo, otro historiador, el exiliado judío-alemán-argentino Eduardo Zimmermann, disputa y se adueña de la invitación. En la organización de su aparato retórico se encuentra la notable influencia de Schopenhauer. Burlado y frustrado ante esta derrota académica, el historiador argentino decide tomar la pluma para explicarse a sí mismo los dilemas que emergen de su personalidad. Durante el encuentro y conversación de ambos, los lectores asistimos a un juego de relaciones entre dos personajes claramente determinados por sus orígenes raciales, nacionales y culturales, y sólo uno de ellos será el vencedor. “Guayaquil” es la historia del enfrentamiento entre estos dos “intelectuales”, el desarrollo del tono irónico que envuelve su trama y las acciones ocurridas, y el proceso de convencimiento de Zimmermann. Dicho proceso sirve para demostrar la poca importancia de las palabras y de la especulación intelectual frente a la rigurosidad metódica y el peso de los hechos. A un nivel más elaborado, descubrimos que Zimmermann se ha valido también de un hábil flirteo y varias adulaciones personales al argentino. Este ensayo revisa los conceptos de la crítica para entender Guayaquil, y posteriormente, propone ver la disputa de sus personajes como una alegoría de los límites de la intelectualidad criolla latinoamericana y abre interrogantes sobre los constitutivos de la subjetividad masculina de los personajes del cuento.

La crítica borgesiana no ha recibido con mucho entusiasmo El Informe de Brodie, la última colección de ficción de Borges publicada en 1970. Algunos comentarios sobre este libro a duras penas mencionan tres de sus cuentos, incluyendo el que nos ocupa: "Guayaquil". Martin Stabb, por ejemplo, afirma: "one wonders what their fate would have been had they been submitted for publication by an unknown author" (121). Algo similar encontramos en Gene H. Bell-Villada: "Borges fails to demonstrate convincingly how Zimmermann, the short, homely central European emigré, actually succeeds in besting the wealthy scion of a gran old family; simply to say that greater will is at work in insufficient" (260). Tampoco John O. Stark lo incluye en su estudio, puesto que a su juicio no pertenece al tema de la "Literature of Exhaustion" (2). Carter Wheelock y Roberto Ignacio Díaz por su parte hacen un resumen de algunos pormenores del cuento, sobre todo de la errónea información geográfica con la que juega Borges. En esta línea, merece citarse también el trabajo de Daniel Balderston, quien recorre y establece con éxito los nombres propios de lugares, el humor en la información y las violaciones espacio-temporales (115-131). 

Por suerte para el lector del idioma inglés, Emir Rodríguez Monegal y Alastair Reid incluyeron Guayaquil en su libro de divulgación y sugieren ver El Informe de Brodie como una momentánea vuelta al realismo. Quizá bajo esta consideración podríamos entender mejor el rechazo de Borges al nacionalismo exacerbado, que es uno de los ejes que tiende a desconstituirse en Guayaquil. Otros críticos, como David William Foster, no lo descartan de un estudio mayor en el futuro: "El Informe de Brodie [1970] claims to abandon entirely the poetics of the first two collections [Ficciones y El Aleph], but whether this is the case or not must be subject of an independent study" (147). Sin embargo, nuevamente Emir Rodríguez Monegal, uno de los mejores conocedores de Borges, ya en 1978, iba más allá del resumen de la trama y la desilusión de los críticos y señalaba sobre los cuentos de El Informe de Brodie que “these so-called realistic stories are, essentially, similar to the 'magic' ones Borges has been writing since he published the original edition of A Universal History of Infamy (1935). If the writing seems more terse, less baroque, and the use of circumstantial detail more frequent, the point of view has not changed that much” (463). En la misma dirección de lectura sofisticada, Jean Franco, quien tanto le ha dado a nuestra literatura, ve en "Guayaquil" que "Borges specifically relates the renunciation of power by San Martín to the renunciation of authorship in his story" (359) y cómo "At the end of Borge's 'Guayaquil,' the triumphant 'author' burns his manuscript" (378).

Pero es John Sturrock, otro de los estudiosos de Borges, quien comienza a elaborar sobre el encuentro verbal y especulativo de los dos protagonistas, aunque falla al no verlo también como la imposición de una voluntad sobre otra, en un contexto de admiración y fascinación y en una narración que resalta los detalles del cuerpo y la vestimenta masculinos: "The duel between the two historians is nothing so crude as a duel between the Ideal and the Real; it is a duel between different degrees of abstraction" (66). El mismo crítico, más adelante, y en un exceso de optimismo, dice: "It is the narrator who triumphs by telling the story of his own defeat…There is more to be written; his mind is made up and it is the making up of that mind that we have been given to read" (68). Como vemos, Sturrock asume erroneamente que la lectura y escritura de una derrota suponen de alguna manera un triunfo posterior, aunque el narrador-personaje no registra ningún cambio ni deseo de cambio, cuanto detallar la aceptación e interiorización de la derrota y, podríamos adelantar, su estado de sorpresa. Años más tarde, Alicia Borinsky analizó Guayaquil poniéndo énfasis en el tratamiento al personaje judío y la relación entre "the narrator and the ear he addresses" (44). Su aproximación al cuento, que pudo haber ofrecido una lectura más profunda, nos recuerda la tradicional modalidad de la crítica de asumir la existencia de un lector ideal (en realidad, una extensión del crítico), en vez de ver el supuesto apóstrofe como una mera herramienta retórica. En su lectura, Borinsky no da oportunidad para entender al narrador como un ser escindido en su interior, quien es trasladado simultáneamente al mundo de la historia (trama) y al mundo del relato (escritura y reflexión posterior sobre los sucesos). Escisión contradictoria, pues mientras escribir es un ejercicio positivo, el personaje del cuento (el mismo narrador) es básicamente pasivo.

Frente a todo lo dicho (y no dicho) por los comentaristas, fue el mismo Borges quien trató de explicar el descontento, aunque no desde una posición que augure claramente el triunfo de su fina ironía: “I believe there is something that has led me to write stories of another type: being tired of mirrors, of labyrinths, of people who are other people, of games with time…It could be that I'm now in a state of decline…” (Sorrentino 39). A los caprichos de la crítica literaria, que a veces sorprendentemente confunde la reglamentación de la preceptiva con el análisis del arte verbal, es necesario contraponer una actitud más realista y positiva, que tome los productos del proceso de escritura de Borges como una serie de actos dialécticos originados en la cultura de su tiempo y dados al público en los símbolos de su poética, a más de las naturales preocupaciones de índole personal.  
 


Para entender mejor Guayaquil entonces hay que establecer la manera en que la identidad masculina del criollo es seducida y doblegada por la del extranjero Zimmermann, y ver este hecho como una instancia que, a otro nivel, corresponde a la destrucción del criollismo como discurso hegemónico y la épica nacionalista promovidos por el narrador. Zimmermann, gracias al ejercicio de la sospecha crítica, la ironía y el pragmatismo, cuestiona y desmonta la manera de ser, pensar y sentir de su colega. Al mismo tiempo que realizamos esta lectura, debemos recordar los componentes del programa estilístico borgesiano (humor, enciclopedismo, simetría de personajes, circularidad del tiempo) y asumirlos como una visión alegoría política e ideológica de los vaivenes de la intelectualidad latinoamericana en proceso de contsrucción de su identidad.

En Guayaquil, el narrador piensa ilusoriamente que la carta de Bolívar podría cambiar la percepción de la historia nacional, aclarando y reivindicando la figura de San Martín. Para su contrincante, en cambio, la carta es un documento histórico de enorme interés profesional, pero de poca influencia práctica en la vida política actual. Su objetivo es lograr que el narrador le ceda su lugar en el viaje de investigación. Al final, lo hace firmar una carta que había preparado de antemano, en la cual el narrador renuncia oficialmente a su viaje. Es esta carta la que define el tono irónico, teatral y elegíaco del cuento.

Cuando Zimmermann llega a casa del narrador se inicia el diálogo entre ambos. Inmediatamente, nos damos cuenta de que lo que está en juego es la disputa entre dos percepciones diferentes de la historia: la del judío que sale del ghetto versus la del nacionalista criollo. Por ejemplo, mientras el narrador se vanagloria de su pasado familiar de próceres y de su formación libresca, Zimmermann, por el contrario, se describe como un hombre “reducido a mi rincón cartaginés” (445). Mientras el narrador se afana en aumentar la pompa nacionalista para describir la historia de su país con hazañas y documentos, Zimmermann, en cambio, tiene una actitud menos vehemente y duda del estatus de veracidad de las cartas de Bolívar. Para él, la ciudad de Guayaquil es sólo el escenario en el cual fueron emitidas algunas palabras, ahora imposibles de establecer y ser admitidas como pruebas de “la verdad” de sus intenciones. Pero ¿cómo es posible que el narrador, tan firme en sus convicciones, haya perdido la disputa y cedido su lugar a Zimmermann? ¿Cómo es posible que una posición hegemónica o rígida (la del nacionalismo criollo) pueda ser desconstituída? Esto ocurre por el encuentro simultáneo de una necesidad inconsciente de cambio en el narrador (pues su finción como sujeto reflexivo ha llegado a sus límites) y la llegada del agente de cambio, que funciona como estímulo externo. A nivel de las acciones, dicha correspondencia o empatía se verifica en el detallismo visual usado por el narrador para describir los rasgos físicos de Zimmermann, así como por la persuasión retórica de éste sobre su rival. Veamos más de cerca este episodio.

Zimmermann, como buen crítico, tiene un agudo sentido de observación. Así, en vez de apresurarse a polemizar con el argentino, se dedica a observar su casa y, más particularmente, su biblioteca. En ella reconoce los libros de Schopenhauer. Este filósofo le servirá a Zimmermann para elaborar su táctica de persuasión. Dicho plan de activo convencimiento exige también determinada pasividad actorial del judío. Así, Zimmermann, hábilmente se deja observar, actúa con movimientos lentos que atraen y provocan conmiseración irónica en el narrador y lo hacen escribir:

"Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría con unos cuarenta años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que yo era el más alto, e inmediatamnte me avergoncé de tal satisfacción, ya que no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos. Llevaba un cartapacio de cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije...El hombre daba la impresión de un pasado azaroso". (441-42)

Cuando Zimmermann entra, se pasea lentamente y observa. Su estatura provoca un vergonzoso comentario del narrador, quien también detalla su manera de vestir y especula sobre su rostro de aire “militar” que refuerza sus rasgos masculinos. La frase “torpe aliño indumentario” debería ir en comillas, pues pertenece a Retrato, el conocido poema autobiográfico de Antonio Machado (76-77). En el juego intertextual, tan caro a Borges, la comparación sugiere que la descripción de Zimmermann es también una autodescripción. En breve, Zimmermann inspira condolencia y atención visual. Luego, en un momento de la conversación, hábilmente se deja corregir: “Carga de caballería de Juárez. --De Suárez-- corregí”. Mas, cuando todo ha pasado, el narrador reconocerá: “Sospecho que el error fue deliberado” (442).
 


Zimmermann también utiliza adulaciones humorísticas un tanto excesivas que provocan disgusto en el narrador: “En usted vive el interesante pasado” (442); “Usted es el genuino historiador…Usted lleva la historia en la sangre…Créame, doctor, que lo envidio” (443); “¡Qué erudición! ¡Qué poder de síntesis!…Usted, como el día, abarca el Occidente y el Oriente” (445). En la medida en que progresa la conversación, el narrador nos comunica sus sentimientos de desagrado, pero no de resistencia, a la exagerada alabanza. Luego de las adulaciones y otras expresiones de captatio benevolentiae, el historiador judío inicia una crítica contundente contra los supuestos del narrador: “Que sean [las cartas] de puño y letra de Bolívar--no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras” (444).

Al poner sus pensamientos en su rival, Zimmermann neutraliza una posible defensa y se abre a un sistema de sentencias que describen lo que él está haciendo en esos momentos. Mientras la posición del narrador se basa en el deseo y la creencia de que el pasado puede ser reconstruido a través de las palabras, la posición de Zimmermann, al contrario, se respalda en el esceptisismo de Schopenhauer: “Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia” (442); y luego: “si uno [Bolívar] se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer” (444). Borges, amante de Schopenhauer, pondrá en boca de su personaje lo que él mismo afirmó en una entrevista a María Esther Vásquez: “Bernard Shaw decía que la función de la inteligencia era justificar lo que quería la voluntad, y creo que Schopenhauer dijo lo mismo…Sí, quizá, desgraciadamente, tenga razón. Quizá la inteligencia sólo sirve de instrumento para la voluntad” (108-109). Al final, en un acto de reconocimiento de la dinámica impuesta por Zimmermann, el narrador, conquistado por su colega, afirma: “Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica” (443).

Mientras el narrador cuenta lo ocurrido, se describe a sí mismo en ese tiempo pretérito, y se ve como un personaje transformado. Al final, se asumirá como “otro”, alguien cambiado por Zimmermann, aunque también llamativamente paralizado, sin querer dar otro paso en ninguna dirección. Lo que prosigue en el cuento es un despliegue de tácticas de discusión que el judío domina muy bien. Se trata de una combinación de debate verbal y virtuosismo filosófico en el que sobresalen las referencias literarias de personajes masculinos y literatura judía y celta.

Hayden White, en su The Historical Text as Literary Artifact nos recuerda una modalidad reflexiva de la historiografía--"to familiarize the unfamiliar"--y establece que "[a]nother way we make sense of a set of events which appears strange, enigmatic, or mysterious in its immediate manifestations is to encode the set in terms of culturally provided categories, such as metaphysical concepts, religious beliefs, or story forms" (398, itálicas mías). En el caso de Guayaquil, el narrador ha optado por la forma literaria del cuento, aunque la dimensión autobiográfica del mismo lo emparenta ipso facto con el capítulo de una vitae, concretamente, con el momento de su caída y los límites de su personalidad. Escribir el cuento de sí mismo le permite divagar imaginativamente, quizá en un afán de disfrutar de la libertad especulativa que promueve la creación artística, en detrimento de su discurso dogmático anterior, o quizá como una deliberada práctica de "metahistoria". Al mismo tiempo, su derrota evidencia el fin del pensamiento ideológico del criollismo nacionalista y, más concretamente, de sus tradiciones familiares, del concepto de lengua y territorio y de su concepción conservadora de la historia como serie de sucesos épicos de personajes representativos.

El conflicto mayor que reviste la escritura del narrador es que testimonia al mismo tiempo la destrucción de sus valores culturales y la pérdida del orgullo personal, pero sin ofrecer un puente, una alternativa que haga digerible y aceptable el nuevo estado. Es lo que Edward Said analiza en términos del conflicto entre “filiación” y “afiliación”, mientras revisa el caso de Auberbach: “The contemporary critical consciousness stands between the temptations represented by two formidable and related powers engaging critical attention. One is the culture to which critics are bound filiatively (by birth, nationality, profession); the other is a method or system acquired affiliatively (by social and political conviction, economic and historical circumstances, voluntary effort and willed deliberation” (619). Para realizar una lectura de Guayaquil desde Said deberíamos preguntarnos: ¿cuál es el nuevo método o sistema que deberá adquirir el narrador-historiador criollo anclado en el pasado? Su estado de espera o inmovilidad se puede ver como un símbolo de la intelectualidad latinoamericana, sobre todo desde fines de los setenta, y también como una forma de decadencia burguesa decimonónica. A un nivel menos evidente, si le conferimos los beneficios de la meditación silenciosa, podríamos entender esta circunstancia como un necesario momento de recapacitación emocional para evitar una nueva "bureaucratization of the imaginative", como lo diría el poco reconocido Kenneth Burke (225-229), o para analizar los entramados de "activations of the ambiguities" y de los "meanings of sentimentality… as a structure of relation", como lo dice Eve Kosofsky Sedgwick (143).

Como sabemos, los personajes borgesianos no son unidimensionales ni duales (buenos vs malos, héroes vs cobardes, criminales vs justicieros) sino contradictorios, complejos y/o complementarios. Zimmermann es un buen ejemplo de esto. No obstante haber sido descrito como “judío” (de Praga) es también argentino (de Buenos Aires) que “habla con incorrección y fluidez” (rasgos negativo y positivo); en Zimmermann “el perceptible acento alemán convivía con un ceceo español” (442), y “el servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz” (445). A pesar del antisemitismo de estas afirmaciones, está claro que Zimmermann no es un personaje unívoco, pues Borges unifica la construcción de su identidad en niveles usualmente opuestos. En Guayaquil, el narrador y su invitado, descritos como contrarios al inicio del cuento, al final van a ser similares. Mas, para que la convergencia entre ambos sea posible debe encontrarse un punto común: la obra de Schopenhauer, cuyas obras han sido vistos por Zimmermann en la biblioteca de su huesped.

El narrador, que se ha descrito como un personaje fijo e inmóvil, centrado en sus tradiciones familiares épicas, sin embargo luego confiesa: “En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las lámparas. Un poco al azar, pregunté: --¿Usted es de Praga, doctor? –Yo era de Praga-- contestó” (444). Y hacia el final del cuento, totalmente vencido por su oponente y subsumido en la victoria del otro, el narrador afirma: “Sentí que nada le costaba darme la razón y adularme, dado que el éxito era suyo” (445).

El tono de sumisión y aceptación del narrador sugiere una forma de entrega y claudicación frente al rival del cual adopta sus sentencias. A través de la seducción visual y retórica, Zimmermann desmoviliza la rigidez de la personalidad (personal y profesional) del historiador criollo. Dada la radicalidad del cambio y una vez recobrada la claridad de pensamiento, el narrador, al final del encuentro, se verá en la necesidad de reconstruir la escena de su derrota, pues allí están los elementos que lo pueden redimir del caos y el anonadamiento. De esta manera, narrar dos acontecimientos--el momento en que fue vencido y la escritura minuciosa de lo ocurrido--es el medio para entenderse mejor a sí mismo, pues, como dice él: “confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó" (440), y tal como lo explica White anteriormente.

De esta lectura de Guayaquil quedan el proceso de persuasión de Zimmermann, su pragmatismo, su astucia e inteligencia para lograr sus objetivos; también “la conciencia infeliz” del frustrado y anonadado narrador, el historiador criollo argentino, su crisis personal y la estructural, envueltas en la caduca ideología del nacionalismo y el criollismo decimonónicos. En este cuento también nos percatamos de las sutilezas del triunfo; los pormenores de antisemitismo y el odio confeso de Borges contra los nazis y sus acólitos (Heidegger, que, en el cuento, es responsable por la expulsión de Zimmermann de Alemania); su amor por Schopenhauer; el juego de los espejos; la repetición del encuentro entre Bolívar y San Martín, y la lección sobre los intrincados laberintos que personajes y lectores debemos recorrer.  Guayaquil es un claro ejemplo de sutil pero demoledora ruptura de mitos personales y nacionales, de las identidades hegemónicas que conforman la parte más triste y peligrosa de la cultura. Y es también un brillante examen de la condición de la intelectualidad latinoamericana, muchas veces atrapada en el reflejo de sus propias palabras.
 


La escritura de los sucesos le permite narrador-personaje explicárselos de manera literaria, es decir, imaginativa. Su trágico estado de aceptación y postración concuerda con la imposibilidad de asumir una nueva identidad, de cruzar el puente entre su pasado criollo y las exigencias del futuro, sobre todo la de adoptar la poco envidiable "position of perpetual marginality" que debe caracterizar al crítico, según Said (604). El paso a una vida "descentralizada" lo incomoda demasiado y le exige una fuerza renovada, una seguridad personal que aún no tiene. Esta encrucijada la vivieron y manifestaron claramente en los años finales de sus vidas los llorados Roland Barthes y Michel Foucault. Este afirmó: "Il vaux mieux une ignorance franche. Je préfère dire que je ne comprends pas, mais que je m'efforce de comprendre, au lieu de donner des explications comme celles qui sont fondées sur l'esprit de l'époque" (163). El primero, también en concordancia con la brillantez, honestidad y opción personal que lo caracterizó, nos dijo: "Chez moi cette revindication de marginalité ne se fait jamais d'une façon glorieuse. Ça essaye de se faire doucement. C'est une marginalité qui conserve des aspects assez courtois, assez tendre--pourquoi pas!--et on ne peut pas lui donner d'etiquette bien définie dans le mouvement actuel des idées" (264).

Contrario a la crítica generalizada que desvaloró Guayaquil según su parecido a otros cuentos del mismo autor, este relato pasará como uno de los momentos más lúcidos de la crítica al criollismo nacionalista y sus herederos. Es, sin duda, uno de los más sorprendentes regalos de Jorge Luis Borges, el maestro de todos y “bibliotecario del universo”.


Obras citadas


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