lunes, 20 de julio de 2020

La muerte del cholo Cepeda



Luis Alberto Cepeda Cortés fue mi amigo desde la escuela hasta hace cinco años. Murió hace dos días de un cáncer que se lo llevaba en vilo, me cuentan.

Compartimos lo que se comparte en un barrio popular cuando se crece: los estudios, los amigos de la esquina, los primeros amores y aguardientes, los partidos callejeros, de fútbol, volley y lo que viniera (nunca fuimos malos ni buenos para el béisbol ni el basket, pero le hacíamos). Compartimos las ilusiones y los errores, los aciertos, los olvidos y acaso las traiciones. Nuestras fueron las confesiones en medio de las cervezas, la timidez para hablar propia de la adolescencia y el echar pa' lante en los apremios. Fuimos humanos, hermanos del alma, y como hermanos y amigos también nos distanciamos (o se distanció de mí sin nunca saber por qué mismo; de todos modos, eso ya no importa).

Escribo aquí del amigo, del hermano, que esa fue mi relación con él. No doy cuenta de sus cuitas de amor ni sus traiciones. No es asunto mío si le quedó debiendo a la gente o la gente tiene aún cuentas pendientes con él. No estuve autorizado para encargarme de eso. Escribo aquí del hermano, he dicho.

Con el cholo se van también los paseos en bicicleta, las hermanas Morales, el parterre, la Domingo Comín y la Liga Salem, mis "patriotas del sur" que quedan en la memoria, los viernes que he contado en otras páginas, esos que iban de la mano con la botella de Cristal y el juego en el Capwell a la mañana siguiente. Se van las recolectas para el árbol de Navidad, las quermeses en la Baltazara, la camioneta que se compró siendo muy joven, la vez que se apareció por mi exilio en Quito, acompañado de mis otros hermanos: Leoncio Dattus e Iván Zavala (Lechuga y el Cuervo, para los interesados).

Escribo del cholo casi con modorra, quizá porque es un día de tremendo calor o porque ya son muchos los que se me han muerto, recientemente y con el tiempo (mi viejo, mi sobrino, el negro Jorge Ojito Rocafuerte), y el alma de alguna manera acepta que a mi generación le va llegando la hora. Así, vale la pena prepararnos para el viaje. No es apuro, pero tampoco olvido.

Hay dos mundos existenciales que me ayudaron a sobrevivir literariamente: escribir crónicas de mi barrio y transformar a mi amigo más cercano (el cholo Cepeda, que era él y yo mismo, pero desdoblados o unidos, como se quiera ver) en personaje de mis novelas (la trilogía chola). Por eso logré mantenerme pegado con entusiasmo a la escritura, a recrear un pasado imaginario en donde todo salía como yo quería. Ahora, a tantos años de esos eventos, solo me quedan los sueños, esa incontrolable materia nocturna que es a lo mejor solo un botadero de deseos.

No hay lugar ni tiempo de mi vida en el cual no pueda encontrar al cholo Cepeda. Inclusive los últimos cinco años, en los cuales no lo vi ni hablé con él, siempre fueron sabiendo de él. De hecho, ahora mismo con Leo, Kumaris y el Cuervo, hablamos del cholo como si estuviera vivo. No usamos el pretérito, por ejemplo. (Asumo, ya llegará ese dolor. Después de todo, el vacío por la muerte de mi madre lo sentí varios meses después de su fallecimiento).



Se fue el cholo Cepeda antes de sufrir mucho. Se fue rápido, en realidad, para lo que pudo haber sido. Firmó su bitácora de vida, montó la nave y agarró vuelo. Dejó, como todos, misterios por descifrar y episodios por descubrir. Pero ese ya es otro cantar. Quiero pensar que, de alguna manera, se ha reunido con quienes se fueron antes que él, gente de su casa y de su barrio: sus viejos, Roberto Alvarado, el viejo Pombar, Glauco Cordero, Joselo García, Monín Tenén, el perro Bolivín, Carlos Ríos (la Rubia Peligrosa) y tantos otros.

En lo que a mí respecta, me despedí de él mentalmente hace años, cuando vi que iba en un viaje silencioso hacia el barranco. Y esa ya es elección de cada quien, lo cual no quita en nada todo lo que he escrito arriba. Asumo que quizá ya viví el luto presente, porque el dolor de perder a un amigo es real, fuerte y sincero; un luto propiamente, no importa la forma de la pérdida.

Sé que partir es inevitable y que tengo a otros seres cercanos que avisoran la otra orilla. Uno nunca sabe. Pero en la cruel, grandiosa o normal vida que llevo, aún tengo obligaciones por cumplir.

Cholo querido, hermano lejano: ya nos encontraremos y volveremos a escuchar esas canciones, a andar en bicicleta y a pelear por cualquier cosa, quiera Dios, la Matriz o el Universo (que es fósforo y potasa) que la risa te sea permitida y cuentes chistes, chismes y cachos y que, como siempre, se te salgan lágrimas de pura alegría. Hasta mientras, un fuerte abrazo. f.