martes, 19 de marzo de 2019

Crónica de viejos asaltos



El primero es más detallado y ocurre en un pasado reciente.
Hace unos cinco años, frente a mi casa en Bellavista, mientras cuidaba a Fabiana y conversaba con Setsuko Hara, noté que en la casa esquinera, aquella de largas palmeras que se pueden ver desde lo bajo de la loma, se detuvo un BMW rojo. Se bajaron tres jóvenes, incluyendo a una chica, mientras otro esperaba al volante. Entraron a la casa por la puerta delantera. Seguí conversando con Setsuko mientras distraía a Fabiana que estaba molesta quizá por el coche o el calor de la tarde, y uno de ellos, robusto y de gorra, salió de la casa, pasó junto a nosotros y siguió hacia la esquina. A los pocos segundos, el BMW rojo partió por la misma. Vi con extrañesa que iba lleno de ropa y un televisor grande. Al minuto salió la dueña gritando me robaron me robaron. Se acercó desesperada y nos contó que habían entrado los ladrones y una chica la había resguardado mientras los otros buscaban el imaginado tesoro. Ella le dijo a la chica eres muy joven para estar en esto, no lo hagas, te vas a arrepentir. Pero la chica no respondió nada. Los otros regresaron preguntando por la caja fuerte. La mujer les dijo nunca tenemos nada aquí, ni dinero ni joyas, nada; además, no hay caja fuerte, pueden revisar todo. Frustrados, la bandita decidió llevarse un televisor, ropa y cualquier cosa de humilde valor. Le contamos a la mujer lo que habíamos visto pero no le interesó.
A los minutos llegó la policía y una comisaria, los guardias privados de la ciudadela y gente del Comité de vivienda. Acordonaron calles, pusieron conos fosforescentes y las patrullas encendieron sus luces. Así estuvieron dos días y dos noches, no sin algunos sobresaltos y falsas alarmas. Los guardias privados estaban molestos porque los acusaban del asalto, la mujer no les había pagado en seis meses y su sobrino armaba escandalosas fiestas con drogas y sexo hasta la mañana siguiente. Varias veces me había tocado lidiar con los fiesteros quienes, oh coincidencia, eran del partido del gobierno y trabajaban en el Registro Civil.
Ni a Setsuko ni a mí, únicos testigos presenciales del robo, nos pregunaron nada. Con el tiempo, la casa fue vendida y así desapareció el ruido. Hacía pocos meses, el dueño de casa, conocido como El Cubano, había muerto. Era un viejo flaco que siempre vestía pantalones cortos y mocasines, muy conversador y directo. Millonario pero se iba a pie hasta su oficina. Millonario y le traían en moto el almuerzo de una fondita sucia y en la misma moto se lo llevaban a la ciudad.
La comisaria, meses después, apareció en todos los diarios y canales de televisión de la ciudad, acusada de desfalco, tráfico de influencias y abuso de autoridad, por lo que perdió su empleo. Me dicen que ahora anda en las cantinas y tiene un programa radial de música salsa. Los nuevos dueños de la casa son gente tranquila.



El segundo asalto tiene lugar a fines de los ochenta.
Día lunes, mañana fresca, rumbo a mi trabajo.
El bus "solo sentados" se desplazaba por el paso a desnivel que está frente al cementerio. Desde el fondo salió un joven bajo, cholo y moreno con cara de amanecido. Se levantó la camisa y sacó una escopeta que parecía arcabuz y comenzó a insultar mientras desvalijaba selectivamente a los pasajeros. Me miró y dijo tranquilo, nada contigo. A una chica que iba adelante: dame esa cadena, y se la arranchó. A otro que iba más adelante: el reloj el reloj hijueputa. Llegado cerca del chofer, lo apuntó con el arcabuz y le dijo para o te pego un tiro. El del volante obedeció. El joven ladrón bajó y caminó en sentido contrario a la ruta del bus. Fin de asalto. Día lunes, mañana fresca.



El tercer asalto es de años antes, pero aún en los ochenta.
Dejamos con El Conde la cantina del mellizo, un veterano colorado, bajito y callado, de los viejos del Cerro Santa Ana, allá por Imbabura, en lo que hoy es el barrio bohemio de Guayaquil. Caminábamos hacia el parque San Agustin a tomar la furgoneta del sur. A la altura de la iglesia, siento una mano agarrándome la camisa. Pensaba que era El Conde ebrio pero, al virarme, vi una pistola que me apuntaba y una voz que decía dame el reloj. El Conde, salido de la embriaguez, reclamó diciendo pero nada de violencia pana, por lo cual se ganó una respectiva puteada con la obvia amenaza y la pistola hacia su cuerpo.
Me saqué el reloj y se lo di. El nocturno ladrón lo tomó sin revisarlo. Se lo guardó, nos apuntó de nuevo y nos despidió con otro insulto. Dimos unos pasos y, al voltearnos para conocer el rumbo del asaltante, éste salió de detrás de una columna, nos miró y nos apuntó con las manos mientras flexionaba sus piernas. Corrimos, nos reímos y montamos la furgoneta rumbo al sur.


El asalto final (que en realidad es el primero en la cronología) debió haber ocurrido hacia fines de los setenta, cuando terminaba el colegio.
Viajaba en uno de esos grandes buses de madera que se mecían como barcos en las calles del viejo Guayaquil. Iba al sur por la García Moreno. A la altura de Gomez Rendón, dos ladrones, al viejo estilo de películas del Oeste, gritaron nadie se mueva, esto es un asalto, y procedieron a desvalijar a los pasajeros, con excepción mía, pues naturalmente era un joven sin dos reales y se me notaba en la cara. A la bajada, noté que un flaco alto, de bigotito, lentes y pelo rizado, se levantó heroico para enfrentar a los malvivientes. Así, al bajar el segundo ladrón del bus con su largo y afilado cuchillo aun en la mano, recibió una buena patada en la nalga de parte del flaco. Sorprendido y casi humillado, mientras el bus partía lentamente, le alcanzo a gritar vas a ver flaco chuchetumadre, yo te conozco.



Los demás asaltos, según dicta el recuerdo, son de bandas desplazándose en el sur, sentados en baldes de camionetas y portando metrallas, robos de ropa tendida en el patio de mi casa, peleas de bravos de barrio y aspirantes de matones, alguna muerte expuesta al público ya sin espanto (lo que quedó del cerebro de una víctima de tránsito, por ejemplo), las caravanas de ladrones que llegaron de toda la ciudad la noche de la explosión de la Shell Gas y extorsiones de profesores que nos obligaban a comprar caramelos en la escuela.