miércoles, 8 de junio de 2016

Manuel J. Calle, un crítico brillante perdido en el tiempo

El volumen 69 de la colección "Clásicos Ariel" (Guayaquil, años 70s) corresponde a "Biografías y semblanzas" del autor cuencano-guayaquileño Manuel J. Calle. Como de costumbre, he leído este libro a cuentagotas, en momentos en que espero algo o a alguien en mi carro. Lo he terminado ahora en mi oficina con cierta tristeza. En sus páginas, escritas hace más o menos cien años, aparece un renovado mundo periodístico y literario que hace mucho murió en Ecuador . Amplío esta última oración: Una nota biográfica sobre Calle nos avisa que escribió para El Telégrafo, un ex-gran diario porteño hoy en manos de una burocracia cultural andina y centralista brutísima, que no entiende ni de periodismo ni de arte y va de alabanza en alabanza a sí misma y a sus amigos (amigos del poder, amigos de sus amigos y de sus enemigos, algo propio de nuestras repúblicas tercermundistas: dios y el diablo prendidos de la teta que oportunismo político ofrece). Pero lo de Calle lleva visos de gran arte, pero un gran arte perdido en el tiempo, lastimosamente.


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Dos largos ensayos que su libro contiene tratan de Luis Cordero y Remigio Crespo Toral. El tercero, menor. de Federico González Suárez. Los tres últimos, especies de viñetas, son sobre Luis A. Martínez, Juan Benigno Vela y Honorato Vásquez. Largo y tedioso resultaría citar las frases célebres que incluye, su perspectiva de análisis, la comparación literaria que subyace a su trabajo y su prolijidad informativa. Sin embargo, me resultan más alarmantes las circunstancia histórico-literarias del pasado reciente y actual en Ecuador, en donde  no existen cátedras serias ni listas de lecturas que reconozcan a estos autores, ni en el colegio ni en las universidades, peor en proyectos investigativos serios, sostenidos y de impacto internacional, salvo excepciones que creo pertenecen a algun joven estudiante de la PUCE o un desconocido y sincero "ecuatorianista". Esta afirmación me lleva una confesión trágica que me hicieron hace años y anoto abajo.
Un ilustre crítico literario ecuatoriano, que hizo sus estudios y carrera en EEUU, me contaba que luego de investigar, escribir y publicar sobre su autor favorito (el gran José de la Cuadra), debía trabajar también sobre autores de otras latitudes porque, de no hacerlo, habría estado condenado al anonimato académico. Así, sus páginas se fijan en la bondad de otros y no en las de autores del terruño, cosa contraria en cualquier otro investigador latinoamericano cuyo país se distingue por el desarrollo de sus letras y arte, como Uruguay, Nicaragua o El Salvador, no se diga México o Argentina, Perú o Chile... Brasil.
Reconozco aquí cierto provincianismo mío, aferrado al alma del que ha mirado "el tiempo pasar, el invierno llegar. todo, menos a ti", es decir: del que vive lejos de su lugar de nacimiento y de sus recuerdos. Reconozco también que estas lecturas de "autores ecuatorianos olvidados" (AEO, memebrete mío) siguen siendo las del adolescente del colegio Eloy Alfaro que se lanzaba a los libros de sus mayores con afán de conocer más y más, y fraguar un mundo interno en la cruel estación de la lluvia tropical, en ese Guayaquil del sur que ya no existe. Han pasado tantos años y valoro cada vez más a esos autores, viviendo entre la frustración de haber crecido en un país en el cual nunca me fue bien profesionalmente y lamentando que la mezquindad siga prevaleciendo en quienes hoy detentan el poder o se sirven de él.
Calle y los autores que él analiza, como muchos de los que ya han pasado de moda, son como ese cementerio que encontró mientras buscaba la tumba de Luis A. Martínez (el de "A la Costa"): "Un vasto campo sin tapias, cubierto de malezas, entre las cuales se alzan modestas cruces de madera; de un silencio profundo y pesado... ¿ahí entierran, pues, a sus muertos, los señores ambateños?". Ese cementerio es como el Ecuador de hoy, y esos ambateños de hace cien años son la clase intelectual y artística del Ecuador de hoy, tan superficial y egocéntrica, que derrama puerilidades los domingos en ese diario que era de los ecuatorianos que viven en Guayaquil, llamado "El Telégrafo", sobre todo el un aburridísimo suplemento sociologista llamado Cartón Piedra (aunque debería ser "Piedras en el cartón")
Quizá algún día se instaure la decencia intelectual en Ecuador. Hasta mientras, en lo que a mí respecta, vuelvo a mis lecturas aplazadas en esos años de lluvia, humedad y olor a naftalina que salía de los modestos libros nacionales.