martes, 26 de julio de 2022

Guayaquil: Ida y vuelta


[Portales del norte, calles Pedro Carbo y Urdaneta]

Luego de siete años de no visitar Guayaquil, hicimos un viaje de poco menos de tres semanas. Esta vez (y por primera vez) no tuve tiempo para ver la ciudad, amigos y parientes, como antes. En las pocas ocasiones que salí, me vi convertido, de la mano de un personaje de cuento francés que leí por esos días, en una especie de turista que regresaba a la escena de viejas historias, como testigo presencial de los hechos. Veía calles, edificios y gente a la distancia, como si viajara en un coche decimonónico, buscando sin lograr una sensación firme, un sentimiento concreto del entorno, que me dijera algo. Pero era solo un nivel de sensibilidad.

En esos días no le tomé el pulso a la vida ni me integré a ninguna reunión. ¿Cómo es Guayaquil en semejantes circunstancias? Muy diferente. ¿Cómo encontraba la ciudad? Me preguntaron varias veces. Respondí esto: Calles limpias pero casas y edificios sucios, descuidados, confiados al desorden y a la poca gana de hacer la limpieza. Encontré menos ruido también, a pesar de los perros del vecino ladrando por cualquier cosa y a cualquier hora, o los conductores usando el pito como forma de comunicación. Encontré un Guayaquil hasta cierto punto paralizado, quizá por los tantos problemas que aquejan la ciudad, empezando por el Covid y los errores del Municipio, o por la improductiva huelga nacional, la falta de seguridad y el cambio de la administración del tiempo diario (mis amigos me comentan que ya no salen por la noche), o quizá por la desesperanza de tener otro gobierno mediocre que ni la derecha ni la izquierda quieren. 

[Arbol en vereda detrás del estadio Capwell]

Pero vi también el otro Guayaquil, el olvidado y querido que mantiene su dignidad y su árbol viejo en la esquina y a rajatabla, vi ese Guayaquil de Samborondón y Puerto Santa Ana. Me gustó encontrar sus cafés, bares y restaurantes de buen gusto, limpios, con clientes agradables que pueden pagar y disfrutar esas comodidades. Me pareció admirable que las siempre atacadas burguesía y oligarquía nativas den muestra de pujanza y sentido del futuro. (En sociedades como las nuestras, imaginar el futuro no es cosa fácil). A pesar de sus innegables errores, el único sentido de futuro que ha existido en la humanidad, históricamente hablando, es de estas clases. (El resto es tiempo circular). Y es hacia allá que debería apuntar la ciudadanía. No a ser todos pobres, ni siquera de clase de media, sino a ser gente con dinero, oportunidades, buena educación y acceso a una sofisticada cultura urbana de deberes y derechos (mi suegra Rucha y mi cuñado Jaime están conmigo en esto). Obviamente, las ideas que anoto son resultado de los dieciocho días que pasé en Guayaquil. 

Mi estadía fue corta pero hubo dos momentos en los cuales pude ser, a mi manera, "le promeneur solitaire" que escribía Rousseau hace más de doscientos años. 


[Conde Martillo en Puerto Santa Ana]

[Miguel Donoso Gutiérrez y Conde Martillo en Puerto Santa Ana]

El primero es una caminata que ocurre en el Barrio del astillero. 

Como hombre que se debe a la geografía emocional del sur, siempre siento una deuda con esa parte de la ciudad (allí vivieron mi familia y mis amigos, se forjaron las tradiciones y las canciones, tangos, pasillos y boleros por más señas) y recaigo en el paseo a pie. Pero ahora estaba solo. No había cholo Cepeda ni sobrinos para acompañarme. Tomé un taxi desde Urdesa Norte hasta El Oro y Eloy Alfaro. El taxista era esmeraldeño y me contó su vida mientras esquivaba vehículos y transeúntes. Un buen tipo, me dije cuando dejaba el carro y compraba una mascarilla en la esquina. 

Empecé por el parque Calderón y vi lo que quedaba del Teatro Arsenal al que fui un par de veces con mi viejo (o acaso mi hermana Lupe). Luego seguí por esa calle sin nombre que pospone el malecón de la ría, tomando fotos, saludando con la gente, imaginando si aún el cabezón Medina (compañero del Alfaro) trabajaría por ahí (de Posorja, navegante, venido de gente brava). Y en esa lenta caminata no ausente de dudas y temores, pasé también por la Empresa Eléctrica y los pocos kioskos con comida típica y cerveza helada, lugares que cuarenta años atrás eran rincones para celebrar el amor con besos y caricias.


[Una calle que en el recuerdo no tiene nombre]


[Viejos astilleros]

[Parque cerrado]

[Al fondo, la ría]

Llegué luego hasta Letamendi. Ya había tomado varias fotos pero era aún temprano (no cuento ahora la historia del marino con el que hablé antes de empezar el recorrido, otra vez será). Yendo hacia el fondo de la calle, de pronto vi la puerta del Instituto Nacional de Pesca, que había olvidado por completo. Allí investigué y escribí mi tesis colegial sobre exportación de camarones (un boom, por el 77). Vi la puerta del INP y me puse triste. Pero no fue por mis investigaciones ni las conversaciones con un estudiante de biología marina que se iba a las Galápagos, que por esos días frecuentaba la biblioteca (yo había viajado a Las Encantadas el año anterior). No. Fue por el tiempo vencido, caído, muerto y pasado que me había dado el lujo de perder y me hablaba desde ese lugar. Yo, que con tanto afán he tratado de cultivar de arte de la memoria, simplemente lo había olvidado. 

El resto del recuento es similar a su inicio pero ausente de conversaciones. Hay solo sentimientos que no viene al caso mencionar. En ese final, entro por la zona aledaña a la Urna de Cristal y, de pronto, me veo frente al magnífico Guayas, ambos siempre solos. Yo, sentado en una banca que mostraba la isla Santay (una película debe filmarse ahí, al estilo de los franceses o Tarkovsky; la debe hacer Fernando Mieles cuando deje de ocuparse en lo secundario), miré por enésima vez el sur, los Molinos del Ecuador interrumpidos por un puente peatonal ahora inservible. Caminé por el Malecón 2000 hasta llegar al Municipio. Traté de encontrarme en su vegetación cercada, en la gente que pasaba, en sus chistes y bullicio. Y, por suerte, algo de mí fue recuperado.


[Sur del Malecón 2000]


[Un gran árbol también cercado]

El segundo momento ocurre junto a mis ladies, en General Villamil, Playas.


[Ladies afanadas buscando el mar]

Conduje Guayaquil-Playas-Guayaquil. Al segundo día, tratando de recordar  la última vez que estuve en Playas, acaso 7, 10, 15 años atrás, noté que por esos rumbos estaba la casa que mi hermano Iván (Kukuku) rentó por tres o cuatro años, a fines de los 80s e inicios de los 90s, y que marca el fin de una época para mi familia y amigos (ese deber ser el segundo tomo de una trilogía barrial, luego de "los patriotas del sur", debe llamarse: "de la ría al mar" y ser copletada por: "del mar y el tiempo"). Al llegar al hotel, el día estaba nublado. Luego de la normal tormenta en paseos familiares, Fabiana quiso ir al mar. Estaba encantada con la arena, la brisa, los cangrejos escondiéndose en las conchas y la furia de las olas que arrastraban mar adentro. Yo me sentía enfermo de tiempo pero supe que mi cura eran mis hijas. Desde el mar vimos a Fabia y Fabiola sentadas en la arena y una caminoneta cargada de redes y pescadores. Era una mañana hermosa y llena de vida. Luego, Fabiana quiso quedarse en la piscina, bailando música chichera mientras la mama filmaba, tomaba fotos y nosotros nos reíamos. No había nadie en el hotel.


[foto de Fabiola]

A la mañana siguiente, el calor humano del personal se notaba en un desayuno delicado, agradable y reparador. Las cosas auguraban buen tiempo. Sentimos otra vez alegría y sosiego. La madre estaba más tranquila y las hijas contentas. Hacia la tarde, mientras esperaba un taxi para comprar la cena, de  sorpresa me vi frente a la casa que mi hermano alquilaba. Era real. Frente a esa casa, antes solitaria, al borde del pueblo y con el gran mar al frente y una playa en la que todos jugaban fútbol, ahora estaba el hotel y muchas casas que se habían llevado el paisaje natural. Tomé una foto y consternado le conté eso a Fabiola. Me dijo que mi madre, padre o hermano o todos ellos me habían enviado ahí, que no era coincidencia. Yo, un hombre solitario hacía más de treinta años, ahora estaba frente a la misma casa, la misma arena y el mismo mar pero con mis hijas, como diciendo oh tiempo oh mar éstos son tus frutos.


[Casa de vacaciones en Playas]

Regresamos a Guayaquil, pero no del todo. Algo de nosotros, acaso olvidado, salió a flote. En realidad nunca nos fuimos. "Decir adiós es jugar a despedirse", anota Borges. Y Brama Kumaris Cocojox me recuerda que hace mucho advertí nunca volvería  a Guayaquil. Puedo declarar hoy con confianza que mejor no decir nunca ni tampoco "ahora la suerte ya está echada". Puede que sí, puede que no. Pero no lo sabemos.

Así ocurre con los guayaquileños, tenemos nuestro propio lenguaje y también nuestras propias maneras de vencer el tiempo a través del recuerdo, de recuperar geografías de las cuales fuimos parte, no importa aunque solo sea imaginariamente. (La gente de Alausí y del barrio San Blas de Cuenca saben a qué me refiero). 

[Participaron en este viaje, también y a su manera: Ruth Poggi, Miguelito Donoso Gutierrez, Jorge Martillo, Elsa Iturburu, German Simisterra, Verónica Pombar -la Chocota- Helga Ayala Poggi -la Satanasa- , Servio Zapata, el cacho Bardales, Galleta, Nina y Camacho, las hijas de todos y etcs].


[Fabiana y el mar]