martes, 3 de enero de 2017

¿Para qué sirve la literatura? (Butor vs Deleuze)

Leer el segundo tomo de "Sobre literatura" de Michel Butor y, paralelamente, una antología de Gilles Deleuze, me ha traído recuerdos asociados a esta pregunta. No hay cómo responderla satisfactoriamente para todos. Y, como siempre ocurre en el mundo del arte, su valoración depende de la coyuntura personal y el momento histórico, de su función social y las estructuras con las que funcionan el lenguaje y la imaginación.

En mis años colegiales, la literatura era un desafiante mecanismo de placer y conocimiento: resultaba innovador y refrescante leer sobre los griegos o Medardo Angel Silva, era también sorprendente aventurarse en los diferentes caminos de la escritura. Un adolescente vive y siente mucho pero piensa poco: su día a día se opone a cualquier proyección al futuro. La literatura, en esos años, era simplemente parte del presente. En el último año, con el Conde Martillo y por invitación de Gaitán Villavicencio, nos integramos al grupo Sicoseo.

Para cualquier colegial, estar junto a escritores mayores, aprender de ellos, reirse con ellos y abrirse a nuevas experiencias (literarias, artísticas, musicales, sentimentales) ejerce una influencia definitiva. Así, yo, que había pensado estudiar psicología, cambié a literatura, sin saber aún qué era, para qué servía, de qué me iba a ayudar.

Los años de la Católica fueron para sembrar más dudas que aclarar interrogantes, aceptando de antemano que no habría respuesta definitiva, quizá tampoco interesaría. Sartre nunca me convenció, es más: ni siquiera lo recuerdo. La vida era lo mismo que la literatura, la política era igual que la literatura, nuestros amores eran literarios y el tiempo era una ficción personal que mezclaba personajes de libros con banalidades cotidianas. Nosotros, nuestra vida, era la literatura misma. Así, no tenía sentido la pregunta porque la respuesta era obvia: la literatura sirve para vivir, aunque sea vivir por vivir, como dice la canción:

Cuando fui a estudiar a Paris (1984) pensaba, como todos, que la semiótica era lo mío. No la literatura, la semiótica (o semiología, para los puristas). El primer año fue para concentrarme en el francés y auto-formarme.  Fue un diálogo con Nicolas Ruwet, director de la colección Poétique de editorial Seuil, el que me hizo decidir por linguística. Durante el primer año, devoré todo lo que pude sobre Gramática Generativa, estructuralmente demoledora en comparación con la semiótica de Greimas y compañía. Ese año intenso vi en el campus los cartelitos que ponía Julia Kristeva en la Universidad de Paris VIII-Saint Dennis para formar grupos de estudio de psicoanálisis, estuve en una sustentación de tesis donde se encontraba Oswald Ducrot, rumbo a mis clases veía de lejos a Gilles Deleuze dando cine. ¿Y la literatura? ¿Servía para vivir? No lo sé. Estaba olvidada. Así de simple.

Al año siguiente, tenía que matricularme en un programa académico superior. Las opciones eran: linguística generativa con Ruwet, semiótica con Jean-Claude Coquet (o gente de Greimas) o volver a la literatura escrita en español. Hablé con Coquet, recuerdo, y me dijo que podían formar un comité con la gente de literatura latinoamericana para lo que podría ser mi tesis de maestría. En Guayaquil, Carlos Rojas me había hablado también del crítico argentino Saúl Yurkiévich y pedí una cita con él. Me presenté, conversamos y empecé a estudiar literatura latinoamericana (con permiso para escribir mis trabajos sobre ecuatoriana) y Estudios Latinoamericanos (un diploma superior interdisciplinario).

De repente, la obra y el encanto por Borges, Cortázar y Vallejo fue recuperado. El alivio de leer en mi lengua lo que me gustaba era inmenso, en comparación con la pesada teoría linguística, la métrica y la poética. No me veía ya en los próximos años estudiando algo que me resultaba árido. En ese momento noté con gusto, a lo mejor de manera más consciente, que la literatura sirve para dar placer, que ese es su motor principal, sea como lector o como crítico (ay del crítico que no sienta placer). Y luego de ese placer incial está permitido el resto.

Al terminar mi maestría con Yurkiévich (1986) no volví a plantearme la utilidad de la literatura, pues estaba otra vez metido en el mundo del lenguaje, la creatividad y sus regulaciones. Era claro que la gente "estudiaba" literatura y podía enseñarla también (y no vivir mal) siempre y cuando fuera en una ciudad con recursos y poblaciones que pagan bien por ello. Estudiar (o leer), enseñar y escribir se transformó en una agradable trilogía desde entonces y durante la siguiente década. La literatura, profesionalmente, sirve para vivir a varias aguas laborales, combinando una cosa con otra, regateando, luchando, pero siempre con el poderoso respaldo que da el conocimiento secreto (esa fantasía de ser un iniciado) o la información, según el afectado.

A partir de 1998 (año de mi trabajo en SUNY-Plattsburgh), la profesión redefinió el sentido de la literatura: se la puede producir, consumir y enseñar. La literatura sigue pidiendo prestado conceptos y vocabulario de otras disciplinas pero logra convertirse en una profesión, sirve laboralemente. Sin embargo, en EEUU, sirve más su parte formalizada como "enseñanza del idioma" (español o extranjero). Y el entrenamiento para ser profesores secundarios (tradicional mercado laboral para quienes estudian artes o humanidades) busca satisfacer la demanda por mejorar la capacidad letrada de los futuros profesionales en diferentes ramas.



El paralelismo entre leer comentarios, casi conversaciones, de una persona que sabe mucho de algo que los otros quieren conocer (Butor), versus un crítico que sabe cosas que poco interesan, crípticas o de recóndito acceso (Deleuze), está en el centro mismo de la pregunta "¿Para qué sirve la literatura?" Es obvio que, en el caso de Deleuze, la literatura dejó de ser importante y pasó a servir su interés especulativo. No importa el lector, cuanto el autor. Hay "escritores" (sobre todo en países con poco intercambio y desarrollo literario) que ensayan también ese modelo de auto-encierro meta-crítico y valoran decir incoherencias en muchas palabras que comunicar directamente lo original, lo que llevan dentro, su percepción del mundo (ay de los escritores "profundos" o deleuzianos). Hay otros, como Michel Butor, que escriben para los lectores, comparten con ellos sus secretos y temores, sus fortalezas y hallazgos. Siempre abierto, franco, sencillo como los clásicos (diría el gordo Nieto), Butor cita y comenta, no anda jugando a la adivinanza ni perdiendo el tiempo. El placer que da la literatura, aunque sea en forma crítica, no puede posponerse. Es su condición vital, es un arte propiamente (al arte de la conversación).

Quizá los ejemplo que pongo abajo ilustren mejor ese placer literario al que me refiero. Son de Gabriela Vargas Aguirre (Guayaquil, 1984), una autora que me parece intelectual y poéticamente honesta y valiosa. Luego de su lectura, podremos pasar a la también placentera conversación de lo que significa:

PLANA

Los poetas caminan entre la gente y la gente los mira con cierta falla.
Los poetas caminan dejando un murmullo detrás nuestro que luego es pájaro y luego un dragón de papel en llamas.
Los poetas caminan con una convicción rabiosa hacia un nido de palabras detrás de todas las constelaciones.
Los poetas caminan de espaldas porque siempre están mirando el pasado.
Los poetas son como dioses envidiosos aun cuando cada uno NECESARIAMENTE ve la poesía de una forma distinta.
Los poetas caminan por encima de todos los cielos y muy por debajo, donde viven.
Los poetas caminan por las paredes por una cuerda floja de caramelo.
Los poetas caminan soñando porque de chicos les cortaron las alas.
Los poetas caminan, se pisan entre ellos, caminan, se chocan, se pisan.
Los poetas caminan alucinando con que serán inmortalizados, porque de ellos emerge el nuevo mundo, la última moda.

CONTEMPLACION

***
Anochece y sigues pegada a la misma ventana
y a veces está cerrada
y a veces su reflejo te aclara y me deja verte más adentro
y te miro por encima
y te ves más distante que otro planeta
y te miras en el espejo
y la cara te cambia
como si te hubieran apretado lo que te quedaba de alma
en otro pedacito de espacio en el que te deformas
y se te caen las manos
y la boca
en la contemplación de tu ser de agua
que busca fundirse con dioses vestidos de seda
(a veces índigo, a veces celestes, a veces azules)
de múltiples manos
y uñas pintadas
(a veces rosas, a veces rojas, a veces dedos en llamas)
que entonan flautas y danzan al ritmo de tambores
y entonces mi corazón se apaga
porque no contemplas tu sangre
derramada en piso,
y mis manos te buscan y solo siento
el sonido primordial que eres y somos:
la nada y el blanco.