He visto muchas imágenes de
la vida diaria, del cine y de fotos que encuentro a cada paso. Sin embargo,
rara vez me he encontrado con la simpleza, el grado cero de la belleza, la
exposición del aquí y ahora pero a nivel donde existe la única realidad
sincera: en la superficie. Rara vez he tenido ese encuentro, aunque siempre ocurre cuando veo fotos de Fabiola.
Ella es una fotógrafa no
profesional a quien no le interesan los grandes temas sino lo permanente y
verdadero: la naturaleza y los rostros de la gente: "Me toma mucho tiempo
y no puedo tomar fotos de una persona sin conocerla, no tiene sentido" me
confesó una vez. Y, fiel a eso que me dijo sin querer, veo la enorme consistencia
entre lo que predica y lo que practica: lo que Fabiola mejor conoce es a sus hijas (por eso hay miles de fotos
de ellas), y donde encuentra lo verdadero es en los espacios y los colores más
cotidianos.
Abajo incluyo algunas
fotos que encontré al descuido, olvidadas en la vieja computadora. Son de un
otoño reciente pero saben a muy antiguo. En ellas pervive la eternidad del
insecto, la quietud después de la lluvia, algunas chatarras y ventanas de casas
viejas y las hojas cuando aparece el frío del norte.
En el arte, hay siempre,
por lo menos, dos percepciones en juego: la del conocimiento profundo, que
puede llegar lejos o al ridículo; y la del conocimiento sensible, que puede salvarnos
a arruinarnos (Barthes las llama lenguaje
expresivo y lenguaje crítico).
Ruego que los ojos de quienes ven estas fotos sean del segundo grupo, caso
contrario no se habrá entendido nada, pues es difícil entender hojas moribundas
que imploran frente a las ruinas.
Fabiola, como toda artista
verdadera, se interesa poco por serlo (de hecho, no lo es). Lo suyo es captar
la luz que le dice algo. Acaso en un acto de mezquindad, busca satisfacer su
necesidad de ser espectadora de lo
como operadora capta, sin que cuente
el criterio de los demás. Sus fotos son la historia personal de lo que ha
mirado: borrosas, nítidas, en tomas cercanas o lejanas, encuadradas perfectamente
o arriesgadas al detalle, son la historia de cualquier ser humano, pero con la
salvedad de que se ha dado tiempo para mirar con cuidado lo que llama su
atención. Y eso, al final, termina siempre siendo la naturaleza. Ese descuido
al detalle en el que siempre incurrimos -a lo mejor por nuestra enorme inestabilidad y necesidad de escapar del
tiempo, de fugarnos del presente- en las fotos de Fabiola es siempre vencido:
como fotógrafa de personas, a ella no le gusta mentirles ni mentirse fingiendo
que las conoce, pues una foto debe dar cuenta de esa intimidad en el parentesco o amistad
cultivada.
Para los que huimos de
saber cómo nos ven los otros, o cómo aparecemos en una foto, enfrentados a las
imágenes que ella recupera, aceptamos lo que somos y agradecemos por ver lo mejor
de quienes somos (algo que no lo conocíamos). Este encuentro con una realidad temible
por desconocida y que a veces preferimos olvidar está, sin embargo, llena de
belleza.
No hay nada más alejado de
las fotos de Fabiola que las fotos de turistas y viajeros, afanados en captar
el instante en la imagen, como diciendo “por aquí pasamos”, pues
no ven nada ni muestran nada (sería imposible hacerlo, obviamente): uno visita
un lugar, toma una foto y es como si no lo hubiera visitado, porque millones de
turistas pasaron por el mismo lugar y de ellos no queda nada en ese lugar.
De niño, mi padre quería
ver en las fotos la realidad que habían captado sus ojos. Una vez, en el Malecón,
a mi hermana Elsa y a mí nos tomaron una foto: yo iba sentado en un caballito y ella estaba a mi lado. El caballo no era real, acaso el jinete y
su acompañante tampoco. Pero mi padre quería que la barata foto en blanco y
negro fuera la realidad colorida, la única que él había percibido en
la toma. Y optó por pintarla, a la antigua usanza. No veo en eso un gesto de
pobreza sino la despedida de mi padre del niño que llevaba dentro y dejó cuando aún un niño. Ahora, viendo las
fotos de Fabiola, lo entiendo mejor: una foto descubre, integra, no traiciona.
Los millones de fotos tomadas y que se tomarán serán olvidadas no porque no eran
buenas fotos sino porque nuestro gusto estaba por otro lado (el gusto siempre
va aparejado a la crítica, ese ejercicio intelectual,
generalmente lamentable, que asegura que lo inferior se vuelva
preponderante).
Las fotos de Fabiola son
exposición magnificada del punctum,
aquel pequeño detalle que llama
la atención del ojo activo, que a menudo se encuentra fuera del primer
plano, casi perdido en algún rincón o algún gesto. Fotos de turista: por aquí
pasamos. Fotos de Fabiola: aquí nos quedamos. No son fotos de
oportunidad sino de permanencia: kairos
vencido. Así, operadora y espectador
se van al olvido.
He punteado estas líneas
porque encontré esas fotos olvidadas. Para hacerlo leí a Barthes, pues debía
captar ideas para abordar este objeto de veneración estética y testimonial.
Ahora concuerdo con el francés y repito que mi falta de notoriedad y el
anonimato de Fabiola hacen de nosotros un par ideal para ser pronto olvidado,
seremos un noema sin concepto, un rasgo acaso en la sonrisa de las que
ella y yo amamos.