miércoles, 29 de abril de 2020
Bagatelas para una pandemia
Los escritores ecuatorianos no mueren ni en guerras ni en pestes ni en terremotos, mas pueden escribir de las tres calamidades. Para hacerlo, se muestran benévolos consigo mismos y quizá con los otros. En entrevistas, nos dicen lo duro que la pasan solos, aislados, sufriendo porque no pueden inspirarse por estar rodeados de la angustia de la gente. Pero, en un descuido o después de mucho meditarlo, sacan sus papelitos -esos de menor calidad y que no querían romper porque, se decían, algún valor le podían encontrar- y arman un libro. Ya alegres, nos cuentan en el nuevo libro los pecadillos de sus viajes por el mundo, esos que mami y papi no podían leer porque no les iban a enviar dinero al extranjero.
Los escritores ecuatorianos no mueren en las guerras. No son Boccaccio tampoco, que con historias hizo que sus personajes desafíaran a la muerte. No pierden un brazo, como Blaise Cendrars, ni quedan lisiados, físicamente reducidos, como Cervantes. No salen a rescatar cuerpos entre los escombros de un terremoto, como lo hizo Fernando Nieto Cadena en México ("es que sentía era lo único que me tocaba hacer", me confesó en una carta) o Hemingway y varios de la "Generación perdida", curando heridos en combate.
Los escritores ecuatorianos tampoco escriben sobre temblores o pestes pero usan las palabras "guerra" y "apocalipsis" porque las leyeron en alguna parte y les sonaron ideales. Pero no escriben de la gravedad de las cosas. Les da miedo no llegar al clímax, al impacto al lector. Esos temas no son de su inspiración. Prefieren crear una muerte imaginaria en la que la sangre brota por todos lados, como en las parodias de Tarantino, o contarnos de jovencitas de clase alta en conflicto adolescente, o de algun poeta (que es ellos mismos) que no puede con una cosa ni con otra pero es brillante e incomprendido, profundo, y se frustra hasta que se reivindica en una falsa derrota y termina borracho en una cantina marginal. (Debo asumir que logran fama porque en Ecuador nadie vive de los libros).
Los escritores ecuatorianos escriben en los periódicos y desde ahí ventilan sus consejos y actos de solidaridad (ah, es que lo importante es la palabra) y nos dicen lo que pensaron un día, otro día y otro día. Arman entradas de un diario sin pandemia, la esquivan, piensan en cómo le irá a Juanito o lo que hará María viviendo en un país lejano. Nos cuentan chismes, pero veladamente, como buenos chismosos o, a lo máximo, glosan lo que dice tal libro sobre lo que ocurrió hace mucho, para aplicarlo al presente. (Eso es para que vean que los escritores también saben leer).
Los escritores ecuatorianos del pasado no eran muy diferentes a los de ahora en estos asuntos de ética y estética. Eran mejores, eso sí. No jugaban "al ser y al parecer". Uno de ellos escribió cómo Guayaquil se destruía por grandes marejadas (el agua siempre ha sido un elemento negativo en la literatura regional). Esa idea de la hecatombe, de la destrucción del lugar natal no es nueva pero les resulta oportuna porque nunca fueron de barrio, nunca conocieron la ciudad en donde nacieron, solo la odiaron. Esa imagen es parte de sus traumas. Hay algunas escenas, sin embargo, que perviven, como esos muertos campiranos de José de la Cuadra, una huelga obrera que termina mal, muy mal, como en Enrique Gil, algunos ritos sanguinarios, a lo más. Pero no hay una novela bien escrita sobre las guerras del 41, Cenepa o Paquisha, en donde los muertos son esqueletos semi-humanos ocultos en la maleza y olvidados para siempre. No esperemos ahora tampoco imágenes de ataudes abandonados en las calles. Esperemos, más bien, el ocultamiento de esos cadáveres sin tiempo, de esas historias de los que entraron y nunca salieron vivos del hospital. Son anónimos, nadie los conoce, ¿por qué molestarse? Escondamos la basura debajo de la alfombra.
Fernando Nieto Cadena me dijo también que en Guayaquil daba risa escribir sobre literatura de horror, "una ciudad en la que la muerte anda caminando por las calles". Podríamos decir ahora que la muerte ya duerme en las casas de Guayaquil. Entra y se queda ahí. No sale velozmente con el alma del fallecido, como en funerales de barrios negros (a las 12 de la noche). Se queda adentro, casi llena de entusiasmo.
Leo por pereza lo que los escritores ecuatorianos dicen que no escriben. Por pereza y curiosidad. Es una costumbre que no se me quita. (Es peor ahora con la pandemia). Si de escribir se tratara, digo que lo mío sería solo un epitafio que podría empezar así:
"Aquí yace el emperador Augusto, muerto el 15 de abril del año de la peste. Sus familiares y amigos lo extrañan con rabia y poca resignación".