sábado, 8 de agosto de 2020

Libros de una casa vacía y rincón despojado

Vivimos fuera de Ecuador pero, como muchos nacionales, tenemos una casa en Guayaquil. Esta noticia nada extraordinaria, sin embargo, quiebra emociones cuando aparecen fotos de esa casa vacía que a lo mejor es lo único que queda del casi olvidado deseo de volver. 

La última vez que estuvimos allá, cosa de hace cinco años, me traje las fotos de mis hijas pensando que ya no regresaría. Esta vez no iba a dejar sus imágenes encerradas en la vacía soledad del tiempo, error que ya había cometido y me había costado procesar psicológicamente, pues eran, como me hizo ver un amigo "como si las hubiera abandonado". Esas fotos ahora también están con nosotros, colgadas en las paredes de nuestra casa en Plattsburgh, mientras las diablas juegan o descansan en el patio.

Pero, ¿qué queda de una casa que habitamos apenas un mes al año? Recuerdos de los amigos que nos visitaron, la magnífica vista del norte de Guayaquil, los ríos distantes, los cerros, vecinos que apenas saludamos, la breve rutina y los libros.

Tres veces he dejado Ecuador y tres veces he vendido parte de mis libros. Los que hoy quedan en Guayaquil son recientes, muchos ya leídos, pocos por leer, otros de consulta. He tratado infructuosamente de regalarlos o hacerlos circular en manos que aún valoren esas compilaciones de saber y talento. Pero ellos resisten simbólicamente el vaivén de la voluntad y el temor, es como si no quisieran abandonar esa casa en la que han vivido ya por más de diez años, es como si aún esperaran por mí. 

Pienso en mis otros libros ahora, los que tengo en mi oficina (la cual he visitado solo un par de veces en este ciclo de la peste), muchos de los cuales anteceden a mi primer viaje (los poemas monásticos de Ernesto Cardenal, la Regla de San Benito, Aristóteles, las memorias de emperadores romanos, una biblia protestante, los Clásicos Grolier-Jackson que me regaló mi hermano), otros de greco-latinos que compré en Paris, en ediciones de Garnier, muchos ejemplares de bolsillos de escritores del siglo XIX, y los que fui adquiriendo con el tiempo, ya en Estados Unidos. Mis libros me llaman desde una casa lejana y una oficina cerrada. 

Mis libros ya van siendo lo último que me queda del pasado vivido. Hoy, mis libros y mi pasado les pertenecen a mis hijas. Lo sé. (Debo incluir los cds que con ambición comencé a comprar cuando me di cuenta que mis viejos discos del sur y la discoteca de El pez que fuma eran irrecuperables).  

Hablo de mis libros como fundadores de la biblioteca que nunca tuve ni tendré. Mis sueños borgesianos de vivir perdido en laberintos de libros y zaguanes de biblioteca ya los viví en Oregon y en la páginas de El nombre de la rosa. Lo que llamamos "estudio" en una casa, esa habitación llena de libros que es refugio y puerta secreta a otros mundos, es en realidad una visión empobrecida y pequeño-burguesa de lo que el aristocrático Borges vivió en su mente y en sus sueños. Como muchos, yo también tuve ese anhelo y por ello dejé lista la losa para hacerlo en mi casa de Guayaquil. Pero ese afán ya debe también comenzar a ser olvido. 

Escribo estas líneas desde el sótano de mi casa en Plattsburgh. Del nunca terminado estudio en lo alto de Bellavista he pasado a este rincón, el cual mis hijas invaden en el momento menos pensado. He simulado con escaso éxito un lugar ideal para el pensamiento y la lectura, hasta lo he adornado con serigrafías de mi querido y llorado Walter Paez, una edición vieja de Conrad, un libro sobre técnicas de cine, una novela de Vargas Llosa y el magno libro de Hannah Arendt. Pero la empresa es vana pues mis libros aun siguen lejanos y el rincón va saliendo más a cuchitril cervecero o bodega de objetos olvidados.