jueves, 12 de diciembre de 2019

Por una crítica a las canciones que escuchamos

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Ciertamente, las letras de canciones medievales españolas, como las Cantigas de Alfonso el Sabio y las incluídas en los varios Cancioneros renacentistas (de Baena y Encina sobre todo) pormenorizan relaciones sociales, raciales y sentimentales de sus épocas, como se puede apreciar claramente en Tres morillas y Mi querer tanto a vos quiere, La reyna jerifa mora, Hoy comamos y bebamos, Ah del día, Ah de la fiesta.

Luego, iniciado el proceso de conquista de pueblos indígenas en tierras americanas, los españoles y portugueses se encontrarán, tal como lo cuentan las crónicas y recientes descubrimientos, con sociedades altamente desarrolladas, en las cuales la música jugaba un papel de cohesión social, siendo recreativa, de guerra o ritual. Y a los instrumentos europeos se sumarán los idiófonos, aerófonos y membráfonos, comunes entre los caribes (taínos), mayas, aztecas, incas y otros.





Pocas décadas después, se empezará a configurar lo que algunos llaman Barroco de Indias y sirve para una discusión sobre el valor de la tri-etnicidad en el marco de una etnomusicalidad propia de nuestra geografía. Discusión que queda como asunto inacabado en el presente de América Latina, sobre todo en estos últimos años de ferviente racismo y resistencia a la opresión a cargo de las nuevamente organizadas fuerzas indígenas o populares de cada país. Y como ayer, vemos que la herencia musical es reciclada, modificada y compendiada en los grandes centros culturales. En el período colonial, esto ocurrió sobre todo en iglesias del Cuzco, Lima, Trujillo, ciudad de México, Puebla, etc.

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En ocasiones felices, sobre todo en el período tardío-colonial, la documentación incluye atractivas pinturas, acuarelas y caricaturas que refuerzan nuestro conocimiento no tradicionalista. Desfiles y ceremonias religiosas (la fiesta del Corpus Christi o la llegada de un virrey, por ejemplo), canciones populares e incluso de alta cultura nos dan una idea de la complejidad histórica de las nacientes sociedades en nueva transición, como notamos en Cachua Serranita, Cachuita de la montaña, El Congo, La Entrada del virrey Morcillo en Potosí, y las decenas de canciones religosas que enaltecen figuras del Catolicismo, sobre todo la virgen María, para ese entonces ya convertida en protectora de las Américas y adorada en sus varias representaciones locales.

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El siglo XIX sigue siendo europeo, musicalmente hablando; pero también aparecen nuevas canciones de compositores criollos quienes, siguiendo el patrón oficial, empezarán a describir la geografía americana como suya, perteneciente al nuevo grupo social que se hará cargo del desarrollo nacional. Este cambio de perspectiva es congruente con el proceso de Independencia. Es la hora en la que se empiezan a manifestar, siempre bajo de influencia española (la épica y el romance), los primeros ritmos nacionales.




De éstos, quizá el caso más estudiado es el del corrido, pues el impacto mundial de la Revolución Mexicana, sus millones de participantes y la condensación de fuerzas históricas han sido un polo de atracción de investigadores, historiadores, ciudadanos comunes e industria cinematográfica que ofrecen interminables ópticas de disfrute y análisis. En sentido estricto, el corrido es anterior a la revolución pero es diversificado y masificado gracias a la rebelión de los campesinos zapatistas y villistas.

Desde un punto de vista teórico para analizar corridos, se puede aplicar con éxito el concepto de cronotopo, de Bajtin, que hace de las dimensiones tiempo y espacio una unidad indivisible y concuerda con el espítiru nacional del género, las historias de sus personajes y los lugares reales en los que acontecieron las acciones. Tal es así que cada corrido emblemático pasa a ser claro ejemplo de esta unidad. Paralelamente y desde el punto de vista retórico, notamos que la organización oral y métrica aseguran su permanencia: empiezan con la presentación del que cuenta la historia, quien incluye lugar y tiempo de la acción, personaje, desarrollo de la historia, resolución climática y moraleja.

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A más de los aportes que ya han hecho críticos como el llorado Américo Paredes, Hulhe y Herrera-Soberck, por citar a unos pocos, se vuelve oportuno incluir a Walter Ong y aVladimir Propp, ambos con profundos estudios de cultura oral y las estructuras internas que la sostienen. Al mismo tiempo, y como contrapeso al fervor de los que creen en las bondades de la cultura oral, quizá sea apropiado el invitar a este debate a Theodor Adorno y Max Horkheimer y sus cuestionamientos a ésta, la cual en realidad sería más bien un bastión de las posiciones ideológicamente más conservadoras de la clase social dominante. Aunque esta discusión sea vista hoy ya como anacrónica, resulta innegable el aporte del materialismo histórico tradicional, unido al refrescante materialismo cultural de Raymond Williams, por ejemplo.

Críticos más, críticos menos, el amplio y flexible universo musical queda siempre como un territorio de nuevos descubrimientos, desde los lazos entre política y propaganada, como ocurre en el caso del merengue trujillista hasta el tango del arrabal y los procesos de urbanización de Buenos Aires y Montevideo, desde el romanticismo decimonónico adoptado y explotado en el bolero y sus variantes nacionales (bachata, pasillo, valse, etc) hasta la música de maniguas y palenques caribeños que nos dan cumbia, son, guaguancó, rumba, bomba, plena, marinera, mapalé, por citar pocos de las decenas de ritmos regionales.

Este gran territorio incluye la historia del proceso de emigración latinoamericano a EEUU y sus expresiones musicales más famosas (Richie Valens, Selena), desde los géneros de polka y valse de rancheras mexicanas (Vaya con dios, Allá en el rancho grande) que influyen en la música country hasta el hip-hop de los chicanos, desde la salsa del Bronx hasta el reguetón, el house y el rap de las barriadas newyorkinas que se exporta a América Latina y el mundo.




Una crítica al gusto musical (Galvano Della Volpe aquí), una revisión del contenido de las canciones con las que crecimos y escuchamos y bailamos a diario, que nos expresan y dan forma a nuestros sentimientos e ideas, es siempre una empresa emocionante y desafiante, tal como lo propone la gran profesora y crítica feminista de origen boricua Frances Aparicio, en su célebre ensayo sobre Así son, la canción del Gran Combo:



















jueves, 17 de octubre de 2019

Elegía por un país lejano


¿Qué le toca ahora a Ecuador? Por siglos, los criollos se apropiaron de las tierras, desarrollaron sus negocios y se tomaron el Estado. Luego vinieron unos tibios intentos por democratizar la sociedad, y eso cambió en algo la situación, aunque siempre se debía esperar el permiso, espaldarazo o complicidad de los herederos de los criollos, los "aniñados" de mi infancia y "pelucones" de ahora.
Pero, como nada tiene un solo lado, hay que reconocer algunos esfuerzos por producir una cultura de honradez y calidad en Ecuador: en lo intelectual, económico y cultural. Lamentablemente, excepciones no hacen la regla.

Pasó la última dictadura militar hiper-centralista (fines de los 70s), desde afuera mandaron a matar a Roldós, se apoderó del gobierno un ser gris y tonto llamado Osvaldo Hurtado (esa summa de lo peor que puede dar Quito), luego vinieron León Febres-Cordero, inquebrantable en su odio y lucha contra "el comunismo" en el contexto del Reaganismo mundial, y más de una lección tuvo que aprender del casi olvidado general Frank Vargas Pazzos. Luego llegó Rodrigo Borja, que mucho criticó a León, para empezar su gobierno con un paquetazo económico contra el pueblo, para risa de la derecha.

En esa época, por la oficina de mi hermano, que trabajaba de despachador de aduanas, vi desfilar a ex-socialistas y comunistas, cada viernes por la tarde, religiosamente, convertidos en socialdemócratas enquistados en puestos aduaneros, reclamar la coima para dejar sacar los contenedores de mercancía. Una y otra vez estuvieron allí, con nombre y apellido, para celebrar con whisky y mujeres su nuevo estatus.

Fines de los 80s. Yo ya había pactado con mi fuero interior de hombre y, como bien lo dice Don Vito Corleone, repetí: "No soy quién para criticar la manera en la cual un hombre se gana la vida". Pero, por favor, sin lecciones revolucionarias ni de buen comportamiento. He estado fuera de Ecuador la mitad de mi vida pero he visto de todo, suficiente para concluir que el circo y el cementerio tienen mucho en común en ese país.

Luego de los tantos desafortunados espectáculos a nivel político y electoral que se vivieron en los 90s y primeros años del 2000, ya con nuevas generaciones en la política y la lucha callejera, luego de una de las tantas manifestaciones del pueblo sufrido y agobiado por la injusticia y explotación, llegaron los compañeritos de la Revolución Ciudadana.

De entrada, especularon con la deuda externa y se guardaron sus millones, aprovecharon el alto precio del petróleo y siguieron metiéndose millones en los bolsillos, construyeron escuelas, colegios, carreteras y llenaron sus cuentas bancarias, compraron propiedades y abrieron negocios con lo que robaron (ellos y sus familiares); y al final dejaron al país más endeudado y en la bancarrota. Lo hecho, que fue bastante en su tiempo pero nunca usaron (excepción de las carreteras, maravilloso mecanismo de robo) ahora simplemente no sirve o está destruyéndose.

Los revolucionarios, izquierdistas y "ecologistas" -de los cuales aprendí en 1980 que no eran ni revolucionarios, ni izquierdistas ni ecologistas sino vulgares saqueadores del Estado- estuvieron  de plácemes con Correa y sus ladrones. Para el 2017, el país estaba nuevamente en quiebra, como antes, como siempre. La corrupción era estructural y galopante. Hasta que llegó Lenín Moreno.

Llegó Moreno y fue peor, pues lo peor de lo peor se quedó con él: funcionarios altamente corruptos y egocéntricos herederos del estilo "Osvaldo Hurtado" (el que ayudó a matar la imagen de Roldós), dizque verdaderos revolucionarios, mezclados con una nueva camada de la ultraderecha, la misma que saqueó al Ecuador durante siglos. En esa extraña unión con el monolítico fin de seguir robando, en un país tan pequeño y caótico como Ecuador lo que queda es pegar el grito de "sálvese quien pueda".

Luego de las manifestaciones indígenas (fundamentales desde los 90s y a lo largo del gobierno de Correa) que hicieron retroceder al gobierno de Moreno, a la derecha y al FMI, tenemos pocos días después, nuevamente al gobierno, la derecha y el FMI diciendo que quieren trabajar con los indígenas. Y los indígenas, que están divididos desde hace mucho, se desmarcan de Correa, quien por televisión (CNN, yo lo vi) sugería que él podía ser vice-presidente de un nuevo gobierno y llamar a una Asamblea Constituyente para programar nuevas elecciones. (Para Correa la solución era tener otra vez a su mismo gobierno corrupto para sacar al gobierno corrupto de Moreno). ¿Pero, y la derecha saqueadora de siempre, qué?

Muchos se preguntan cuál es la solución. Yo, que hablo tanto y pienso poco, me he esmerado en responderla. Pero, honestamente, no creo que exista. La corrupción en Ecuador ya ha invitado a actores internacionales a decidir por el futuro del país: el EEUU de Trump junto a la Rusia de Putin, Maduro el payaso propiciando una emigración venezolana que tiene en jaque a toda la región, los Carteles de Colombia y México y las mafias locales (incluyendo a algunos sectores "del pueblo") han creado una tremenda inestabilidad sin visos de solución. He preguntado a amigos y colegas sobre el qué hacer: nadie sabe, nadie opina, nadie ya cree en nadie.

Sin embargo, al final, al ser humano lo siguen sosteniendo (aunque también agobiando) sus responsabilidades, su necesidad de salir y buscar trabajo, de llevar el pan a la casa, criar a los hijos como sea y pelearla a lo que venga, porque vista la cosa desde ese lado, tampoco queda otra.


viernes, 11 de octubre de 2019

Amor y proyección de Las Tierras del Nuaymás

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Cuando mis primas Nelly, Nancy y Bella llegaron a casa, la casa cambió. Ya no solo entraban los vecinos y los amigos sino también los primos y amigos de Nelly y Nancy. Bella ya era reina de no sé qué liga de fútbol y la venían a ver en carro, a llevársela de madrina de equipos a otras ligas, y una vez hasta de invitada especial en una emisión de pasillos de Radio Cristal. En casa no había espacio para tanta gente, pero sí en el corazón. Y como el corazón era una volquetada de fertilizantes, pues todos contentos cuando llegaba la cosecha.
Escribía esto y me dije, no, las cosas no fueron así. Había gente que moría a cada paso, la dictadura mataba por matar y esa era la consigna. Era un tiempo viejo, muy viejo ya, casi antiguo. Y, sin embargo, nuevo en la mente de los que ya hace mucho cruzaron el océano, el viejo mar. El gordo Paez, por ejemplo, estaba allá y acá, era de Guayaquil pero era de Liga de Quito. Gordo soplasable. Luego nos veríamos en el Cabo Rojeño. Pero decía que las cosas no fueron así, y en verdad no lo fueron. Por ejemplo, Mildred terminó conmigo pero no porque mami le dijo que terminara, sino porque Mildred quería vacilar con otros, la muy puta. ¿Cómo lo sé? Años después, ella misma me lo dijo sin darse cuenta: ¿Y qué querías que hiciera? preguntó cuando la increpé sobre su pasado.
Llega un sueño: Hay una bicicleta que no puedo manejar. De hecho, está atrapada en los recovecos de una casa vieja, colonial, pintada de blanco, con piedras en las calles y balcones de hierro pegados a las paredes. Quiero en el sueño que sea mi Cuenca amada, pero no, es Quito, la ciudad que desprecio. No saco mi bicicleta del sueño ni de la trampa. Llego a un segundo piso y aparece Maldonado, del MRIC. Una vez estuvimos en su casa, digo estuvimos porque hablo de todos nosotros, los que creímos en las tierras del nuaymás. Total, en su casa, una primorosa casa antigua, colonial, no de estilo solamente sino de espíritu, apretujada de ventanas y desniveles con pisos de madera y rincones con velas y luces bajas. Ahí estuvimos todos cantando y hablando. Pero yo ni hablaba ni cantaba, solo bebía y veía las ventanas, como si fuera una casa de Ancón, frente al mar, de esas del campamento inglés que bordea el arrecife de Santa Elena. Fin de sueño. Estaba en el trópico ahora y la gente se estaba matando nuevamente.
No, las cosas no fueron así. Nelly salía con mi hermana Leticia, Lupe con Bella y Nelly con Elsa. Y ahí, hechas las amigas, las primas se iban a bailes. Me fui con ellas dije, de malilla, porque Armenia quería que las sapeara, investigara y reportara todos lo que había pasado esa noche. Se movían en las luces oscuras. Bailes hippies, les decían. Me daba igual: ahí las estaba cufeando. Mira para allá hermanito, me decía sonriente Leticia mientras se meneaba a un rincón, riéndose, con su enamorado. Te llaman, me gritaba Nelly, acolitando. Ajá, me dije, ahora le cuento a Armenia. Pero era mentira. Yo sabía que Armenia, en realidad, me enviaba para saber lo que hacían y que ellas confiaban en que no diría nada de lo que hacían. Ojos que no ven, corazón que no siente, me dijo El Uruguayo.
Alausí. Pueblo de mis amores. Ahí también vi a las muchachas tumbar corazones. Caminando sobre la hierba, en el campo andino, se iban a escondidas mías as besarse. Y de pronto, en el campo andino digo, yo que era un niño todavía, vi a la niña más hermosa del mundo caminando por los prados, el páramo y la plaza. La vi sonreirme, correr, desaparecer en las escaleras de la iglesia. La vi en su uniforme y la fui a buscar por las ventanas de su escuela. Las muchachas se besaban y yo pensaba en la niña que había corrido veloz, sonriente, con la frente limpia y veloz, a  mi lado.
En Las Tierras del Nuaymás había un hombre. Apareció y desapareció. Hoy nadie lo nombra, los que se acuerdan se hacen los pendejos y cambian la conversación. Yo les puedo decir en primera persona: chuchesusmadres: Jorge Rivadeneira es el autor de Las Tierras del Nuaymás, la mejor novela que se escribió en este país de juguete en los últimos 70 años.
Silencio.
Se han molestado.
No sé si por la verdad o por la puteada. Así son. Así caminan y así hablan guevadas. Longos a la verga. Que solo son, al final, a la verga, porque para ser longos de verdad, deben ser primero chagras, arrechos, de pueblo, no coloraditos cagones de colegios pelucones (digo, los que tienen plata, porque hay esos chiros y mentalmente esclavos que sin empleo creen de viejos aún tener lo que papi les dio en adolescencia). Pero no aspiro a una diatriba anti-longa: Si la calidad  de este borrón se implanta, no habrá necesidad de llamar burros a los burros. Sigamos.
Prima Nelly, ¿qué carajo haces besándote con ese hijo de puta? Piedras al hijueputa. Voy donde los cholos de la esquina: muchachos, cargar piedras, tenemos una misión. Sir Dángala, que ya se había puesto una bandana sobre la frente, dijo: dónde y cuándo. Allá estaban besándose aún los enamorados.
Prima Nelly, grité desde lejos, hazte a un lado. Ella, como buena muchacha de pueblo, se dio cuenta de lo que pasaba y salió corriendo. Piedras llovieron sobre la humanidad de ese gusano. Medio longo era. Longo hijo de puta, besar a mi prima Nelly, de Puerto Bolívar. Longo chuchetumadre.


miércoles, 21 de agosto de 2019

De Woodstock al barrio (Memorias de "Los patriotas del sur")


De lo que pasaba en la Casa Parroquial
Después de verlo en fiestas, de esas con luces negras y rojas, chalecos hippies y música rockera, se había comenzado a hablar de él. Pero ¿quién era el flaco de Mapasingue? Era un puto flaco de pelo largo que había adoptado la bandera de Estados Unidos como vestimenta. Llevaba un pantalón de estrellitas blancas y rayas azules y rojas. Parecía un fantasma sacado del litoral ecuatoriano, de una leyenda de abuelos. Tenía dos metros de alto y el pelo hasta los hombros, y hablaba reposada y tranquilamente. Cuando aparecía en las fiestas se confundía con las sombras de los rincones. Hablaba inglés muy bien. Tenía algunos amigos en el barrio, Galleta era uno de ellos. De repente desaparecía y no se volvía a saber de él hasta la siguiente fiesta. Bailaba durísimo y también metía duro la mano cuando había bronca, como ocurrió un día en la Casa Parroquial.

A principios de los 70, la Casa Parroquial era el centro de actividades sociales. Había cursos de música, funciones de teatro y un jardín de infantes. Estaba obviamente junto a la iglesia de Monserrat y junto a una escuela donde aguantábamos más palo del esperado, más allá del Eloy Alfaro (o más acá, según por donde se venga). Los domingos, la iglesia se llenaba hasta el tope y afuera vendían canguil y otras delicias. Nosotros íbamos más por ver a las chicas que por rezar. Mientras el cura decía la misa, una virgen negra miraba tranquila desde lo alto, y nosotros decíamos cinco padrenuestros y cinco avemarías por habernos portado mal. Durante la semana, la iglesia era el lugar donde nos reunían a cantar himnos religiosos a punta de santo látigo mientras decíamos en coro por mi culpa/ por mi culpa/ por mi grandísima culpa. Nunca hacíamos nada malo pero había que pagar alguna culpa por lo que fuera, pero culpa al fin y al cabo. A un costado de la iglesia, una vez por semana, aparecía un carro de la Pepsi y proyectaba películas de Jorge Negrete y el Cine de Oro mexicano, y la gente se abultaba, cada uno con su banquito, a sentarse a ver las maravillosas imágenes en blanco y negro de los amores imposibles.

En la Casa Parroquial organizaban conciertos de rock que terminaban en pelea. La bronca siempre comenzaba porque Galleta se emplutaba y le mandaba la mano o buscaba pelea a Carlos Taboada. Taboada, aparte de mover el trasero con su taconeo en la tarima, no era pendejo. Cuando se arrechaba se lanzaba desde lo alto, como en película de vaqueros, y caía sobre algún rival para agarrarse a puñetes. Entre sus pasos estaban el del trompo y el paso gitano. Con el primero daba vueltas y vueltas mientras hacía piruetas con las manos, como esas bailarinas sobre el hielo; con el segundo palmoteaba, caminaba rápidamente por la tarima y se amarraba la camisa a la cintura mientras los pantalones acampanados flotaban con la música. Con Taboada venían también los fumones del norte. Pero el flaco de Mapasingue, que los conocía y no se llevaba bien con ellos porque no era aniñado, se venía con la gente del barrio.

Mientras todos se retorcían frenéticos, Héctor Napolitano tocaba melodramáticamente la guitarra a lo Jimy Hendrix y Los Apóstoles hacían sonar los instrumentos entre tanto Jinsop decía I wanna know/have you ever seen the rain. Los Sobre Ruedas, que era el grupo de Cachato, el viejo Icaza y el loco Roberto, cantaban canciones de Los Náufragos, Fórmula V, Los Mitos y Los Tíos Queridos, voy a pintar/ las paredes con tu nombre mi amor/para que sepas/ que te quiero de verdad, o el himno de los borrachos que decía de boliche en boliche/ me gusta la noche/ me gusta el bochinche/ soy un caso perdido/ me meto en el ruido y no puedo parar, o “El extraño de pelo largo” que era una canción casi mística y que describía a los salvajes que llevábamos dentro vagando por las calles/ mirando la gente pasar/ el extraño de pelo largo/ sin preocupaciones va/ hay fuego en su mirada/ y un poco de insatisfacción/ por una mujer que siempre quiso/ y nunca pudo amar. Hasta aquí el decorado auditivo, ahora viene la historia.
 
Decía que Taboada en cada paso se inclinaba al suelo. Corría, se agachaba y se paraba enseguida, sonreía y ocultaba la sonrisa detrás de un abanico, en tiro Raphael Martos de España ¿De dónde mierda sacaba el abanico? Nadie lo sabía. En una de esas, Galleta, ya entrado en biela, se inclina y le toca la nalga. Taboada, maricón o no, se ofendió con el toqueteo, sacó la pata con fuerza y le dio un plataformazo en la cara. Galleta, arrecho y recuperado, se subió a la tarima, lo agarró del pelo, lo estrelló contra el piso y entre ambos se dieron una divina puñetiza mientras volaban sillas y botellas por la pista. Se armó el coge-coge. La gente de Taboada le cayó en gajo a Galleta y todos hicieron ruma, unos encima de otros dándose con lo que estuviera a mano. El flaco de Mapasingue y los panas del barrio se metieron también a repartir y aguantar cocacho mientras las mujeres corrían despavoridas de un lado a otro, menos, claro, la que sería con los años la famosa Banda de las Bajacierre (llamado en los 80 El Cartel de la Ciudadela). El cura, micrófono en mano gritaba ¡compórtense!, ¡compórtense!, tarea de salvajes. Coge-coge del bueno. Al final, un poco tranquilizados los ánimos, la compostura quiso ser establecida pero ya quedaba poca gente. Otro conjunto, Los Pasos, el más turro de todos, por ahí dejaba oir unas notitas moribundas de dos tambores y una guitarra eléctrica. Ante el abandono del ring por parte de los músicos, el cura se acercó a Rockolita y le pidió que cantara.
 
La gente del barrio le decía no Rockolita no cantes, esos manes tocan turro y te van a desprestigiar frente a las peladas. Pero fue inútil. A la voz de quieres cantar el man ya estaba rumbo a la tarima, guitarra en mano. Pero ocurrió el milagro.

Rockolita tomó el micrófono y, a lo Daniel Santos, mirando fijamente a los músicos, taconeó la pierna y dijo, un, dos, un, dos, tres, yo no he visto a Linda/ parece mentira.../ yo no he visto a nadie. Nos quedamos mirando entre todos, casi felices. El Cuervo dijo este Rockolita es un chucha. Qué hijueputa, acotó Chocoto, y nos dimos un trago de aguardiente. Luego siguió con un bolero de Alberto Beltrán: Yo no sé/cómo puede la luna brillar/cómo pueden las aves cantar/si ya no me amas tú. Y luego otro, esta vez de Ismael Rivera, que dice si te contara mi sufrimiento/ si te dijera la pena tan grande/ que llevo muy dentro/ la triste historia/que noche tras noche/de dolor y pena/ llegó a mi alma/ surgió en mi memoria/como una condena. Y así continuó el resto de la noche.

lunes, 12 de agosto de 2019

"Funes, el memorioso"-fragmento (incluído en mis "Papeles olvidados")

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Un texto literario puede ser leído con la ayuda de diversas escuelas críticas, incluyendo la semiótica. Pero también puede ser abordado por un punto de vista no necesariamente tecnificado. Esta segunda posibilidad se incluye en el diálogo entre filosofía y literatura. A este hecho, de práctica corriente en el lector común, le añadimos la noción de "lectura" en tanto práctica que organiza las relaciones y niveles ocultos en el texto, sea a nivel de significados o de acciones narrativas. Esta noción de "lectura" podría estar contenida en las palabras de Derrida, en su De la Gramatología, esto es: como un ejercicio que puede quedar inacabado y que escapa a limitaciones de los modelos analíticos en boga. Así, el riesgo de que la lectura del texto se transforme en simple paráfrasis o remetaforización textual (algo bastante común en la academia estadounidense) amenaza dicho esfuerzo. En With the compliments of the author, Fish propone un conjunto de pares que oreganizarían una taxonomía universal (1990). De éstos, en mi lectura de Funes, usaré los siguientes: lenguaje literal vs lenguaje metafórico; discurso objetivo vs discurso subjetivo; gente real vs gente ficticia; percepción vs interpretación; experiencia real vs experiencia estética. Empecemos.

Lenguaje literal vs lenguaje metafórico

         "Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... "

En el párrafo de apertura sobresale un tono evocador. Mas, una vez que terminamos el cuento, vemos que el inicio es en realidad introducción y concentración de elementos que serán distribuídos a lo largo de las páguinas siguientes. La primera lectura del párrafo nos da un lenguaje directo, percibido quizá en sus bondades estéticas y retóricas como exagerado o embellecedor del personaje. Mirar con agudeza un simple objeto llama la atención, es casi pintoresco, es lenguaje metafórico de una realidad cierta. Sin embargo, en una segunda lectura de esas mismas líneas sabemos que lo que se cuenta no es exageración ni adorno estético, sino que Funes, de verdad, veía como nadie más podía ver. Así, el supuestamente exagerado del personaje es real y lo que hace tiene sentido literal; y se opone a lo que el mismo Borges, con delicadeza alegórica en el prólogo de Artificios, llama: "una larga metáfora del insomnio".

Este juego de lo literal y lo literario, el narrador de Funes lo ahonda al divertirse con entradas y salidas del texto y recordarnos que el personaje excepcional "era también un compadrito de Fray Bentos". Es decir, lo extraordinario resulta vivir en lo normal.


 

martes, 9 de julio de 2019

Deadwood de David Milch y literatura de vaqueros

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Amplia es la literatura de vaqueros, tanto como su marginalidad del canon del "buen gusto". Pero más amplia y de mayor aceptación es su producción cinematográfica. En ambos casos, la academia ha tardado mucho en reconocer sus valores: la construcción imaginaria del Oeste de EEUU, el solitario personaje central que, con su reconocible sombrero, pistolas, caballo y a veces un poncho, al final de la obra se pierde en el horizonte, el ideal de justicia que lo enarbola y su opción por defender al desvalido, entre otros. Pero, como ocurre la mayoría de las veces, el público sigue lo que los "profundos" rechazan. La cultura del vaquero, en el gran país en donde se origina, ha gozado desde siempre de una gran recepción popular y dado antológicos resultados; algo similar a lo ocurrido con la literatura detectivesca o pulp fiction. Por suerte, hace no muchos años se empezaron a registrar diálogos intertextuales tanto en el cine como en la literatura, así como el auge de obras paralelas o que se desprendían del tronco norteamericano: Borges y el gaucho (ese vaquero argentino), Kurosawa traducido en the Magnificent Seven y, en los últimos tiempos, The Hateful Eight del talentoso y sorprendedor Quentin Tarantino.

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Parte de esa asunción y homenaje a la literatura de vaqueros, a la unión de alta y baja cultura, a la recuperación de un género venido a menos y a la enmarcación histórica de una obra de arte, en un tiempo y espacios concretos, es la serie televisiva Deadwood, del gran David Milch, escritor y creador de NYPD Blues, transmitida por HBO hace diez años y cuya finalización recién se materializa en una película.
Considerada por muchos, hasta hoy la mejor serie de TV (superior a la universal Game of Thrones), Deadwood es la historia de un pueblo que existió en la realidad, con sus personajes, problemas y encrucijadas ciertas y verificables. Milch hizo la investigación requerida y fue muy exhaustivo tanto en el proceso de recopilación de datos como en el producción de la obra: Cuentan los actores que Milch estaba siempre en el momento de la filmación, en el pueblo que habían construido, y que participaba en cada escena. Riéndose, confiesan que a veces estaba todo listo y que Milch se aparecía con un nuevo libreto porque había pensado mejor la escena. Así, todo el proceso fue de una gran intensidad, más aun porque el lenguaje era una mezcla de elevado inglés (comparable con el de Shakespeare) junto a los más rudos, brutales y sofisticados insultos a la madre y partes de cuerpo que uno se puede imaginar, todo con un tono de sostenido realismo y verosimilitud. El elenco estaba maravillado del diario desafío. Como es de esperar, la obra se sostiene por grandes bloques: el bien vs el mal, lo bueno vs lo malo, el amor vs el odio, la fidelidad vs la traición, etc. Sin embargo, como ocurre en toda obra clásica (pienso en El Quijote y Gargantua y Pantagruel), tan pronto como se constituye el binarismo, a un nivel inmediatamente superior se lo disuelve y se comprueba que los personajes son seres mucho más complejos y que el dogmatismo solo conduce a la negación y entrampamiento de soluciones menos trágicas (Chejov, aquí).

Deadwood, tanto la serie como la película, fueron básicamente teatro filmado. Es decir, es una serie de tv, pero detrás de las cámaras el espacio es mínimo (mucho ocurre en las cantinas, oficinas, cuartos, almacenes, etc) lo cual creó un ambiente de intimidad entre los personajes.

Esa intimidad llega a su fin con la película, filmada 10 años después de la serie (la quedó trunca por los problemas de siempre). Para ese momento de cierre, Milch estaba ya muy enfermo y se había reconciliado con la muerte. Lo que vemos en la película es un homenaje a la vida, a la madurez, al cierre de conflictos, a la identidad de una comunidad que siente ansiedad social y resiste el cambio porque quiere morir frente al desafío de la Modernidad (el teléfono llega al pueblo), semejante a la voz de los que ya fallecieron en Spoon River de Edgar Lee Masters: Llegan los personajes a celebrar la fundación del pueblo, su integración a Dakota del Sur, y también a atar los cabos sueltos y ajustar cuentas pendientes.

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Para algunos, el final es de reconciliación y por eso bailan, como se baila antes, durante y después de la muerte, como la celebración que vemos en El séptimo sello de Bergman. Para otros es solo el cierre de un capítulo, algo de alguna manera normal. Deadwood, tanto la serie de tv como la película, es una obra maestra que he visto ya varias veces, y siempre me anima a encontrar algo nuevo, un detalle, una expresión que se escapó pero ahora revela otro mundo (es el talento de Milch, que es como el de Cervantes). Es un canto a la vida y a la aceptación de la muerte porque lo inevitable es siempre una puerta a la siguiente etapa.


sábado, 22 de junio de 2019

Un adiós sin razones

El partido se venía grave, de clasificación, de vida o muerte. Lo jugaríamos en el estadio Capwell. Estuvimos toda la semana entrenando, trotando y corriendo hacia el Puerto Marítimo, desafiando autos y volquetas por la 25 de Julio, jugando partidos y afinando la técnica. Pero no había mucho que decir: 4-2-4 y punto. Yo en la media, aguantando. La Huasa, organizando. En el arco: Ceviche. En la defensa: El cholo Cepeda marcando la izquierda, Manuelón saliendo de back centro con llegada al arco, complementado con Raffo y Pinina de marcador derecho. Arriba: Verruga, Virguito, Magali y el Oso. Al cambio: Sir Dángala, Pastora, Bazurco, Vladi por Ceviche, Chocoto y el Lobo. Estábamos listos.

Llegó el sábado. Partido nocturno. Por primera vez vimos las luces del estadio desde la cancha y no desde las gradas. El cielo estaba azul oscuro y nosotros brillantes, fuertes pero con temor. Conaviro era un buen equipo, el mejor decían ellos, pero ya nos habíamos bajado a Barcelona y a Elías Wated. Luego de Conaviro nos quedaría solo Vulcano, nombre sin identidad barrial, como corresponde a todo equipo de aniñados. Salimos a la cancha.

El balón se dominaba bien de ambos lados pero la pierna se imponía fuerte en cada jugada y poco a poco se fue convirtiendo en un festival de patadas. Siento un chancletazo fuerte en la pantorrilla pero el árbitro no se da por enterado. Llega un tiro libre. Lo cobra Manuelón. Ponen la barrera y él sin dudar la patea por encima y al ángulo. Vanos fueron los esfuerzo del arquero para llegar. Corrimos contentos a festejar el gol aunque a partir de ese momento la cosa se pondría más dura. Voy cerrando al delantero que corre detrás del balón y en la corrida le pego un sonoro puñete en el pecho. Tan sonoro que esta vez el árbitro se da cuenta, nos queda mirando a ambos y en una especie de ataque infantil se pone a gritar en la cancha: “Se largan de aquí ahora mismo, se largan, se largan” a la par que sacaba una tarjeta roja del bolsillo. Salimos expulsados con la cabeza gacha, mirando el cesped. Pero el partido seguía, eran los minutos finales y Conaviro se lanzó con todo y Ceviche volaba como Superman defendiendo la portería, quemaba tiempo, hacía pases cortos, le devolvía el balón a Raffo y se la pasaba a Pinina y otra vez a Raffo hasta que la bola salía disparada hacia adelante procurando el contragolpe, especialidad de Verruga y Virguito. Final del partido. Corrimos hacia mitad de la cancha a celebrar y salimos contentos a la calle, a ver quién nos llevaría de regreso al barrio. 

Pasa un camión de plataforma rumbo al sur. Le hacemos seña. El chófer para y grita: “Suban muchachos” y saltamos raudos al abordaje, sudados y descubiertos a la cálida noche invernal del trópico luego del triunfo.
Pero el triunfo no me quitó la tristeza del adiós. Con Machucagente y el cholo Cepeda fuimos a la casa de los almendros y pedimos dos cervezas. Nos sentamos en las pequeñas cercas del jardín y comenzamos a beber y en la grabadora de Machucagente sonaba a volumen bajo Michelle de los Beatles, What a fool believes de los Doobbie Brothers y baladas de cantantes argentinos y españoles. Y noté que al triunfo del partido lo había seguido la tristeza del adiós. Ella estaba en todas las canciones, en todos los chistes, en las burlas que me hacían: “Por ahí la vieron con otro” me decían riéndose. “No, tranquilo, era una amigo nomás. Jajajaja”. “Noooo, era un primo que la estaba visitando”. Esa noche todas las canciones eran para ella. La garúa de esa noche era para ella, los altos almendros y las lejanas nubes eran para ese amor que terminaba. Pon algo que se entienda, le dijo el cholo Cepeda a Machucagente, ese cassette de Julio Jaramillo o Los Panchos.

Pasaron las semanas y ya no hubo partidos ni campeonato ni nada. Careplato, que era el delegado del equipo, dijo que lo habían suspendido sin dar razones. “Te salvaste Vulcano, aniñados hijos de puta” dijo la Huasa molesto. Pasaron las semanas, terminó el invierno del trópico y comenzaron las clases y los entrenamiento de volleyball. La dictadura militar ya estaba  instalada con fuerza en el país y yo empezaba 5to año de colegio y primero de absoluta soledad.





martes, 21 de mayo de 2019

Adiós "Juego de Tronos", regreso a Jorge Luis Borges



Pasada la 4ta temporada de esta serie de TV que conquistó a millones en todo el mundo, empezaron los problemas con la notoria baja calidad del entramado, el guión y la concepción general del proyecto: hasta esos momentos, todos se habían basado en los 5 libros publicados por el escritor George RR Martin; pero luego no tendrían la materia prima para seguir sacando ideas y libretos para la adaptación. Así, como es de esperar, las nuevas temporadas fueron un paso al abismo al crear expectativas no satisfechas, reducir la importancia de los personajes más fuertes (como Tyrion Lannister), negar el peso de lo que ellos mismos crearon y dejar al descubierto inconsistencias básicas. Empecemos por el final.

En un episodio, uno de los compañeros le dice a Jon Snow: "Si lo matas a él, matas a todos" (se refería al Caballero de la Noche). Y Snow le contesta: "No comprendes", suguriendo que el asunto era mucho más complejo, que aunque matándolo los zombies y su guardia militar no iban a morir, etc. Pero al final, en un sorpresivo ataque, Arya mata al Caballero de la Noche con una daga y, así, destruye a todos los que estaban bajo su mando.  ¿Entonces? ¿Por qué Jon Snow hizo esa categorical afirmación?

En las últimas temporadas, la serie creó dos polos de irremediable enfrentamiendo: Jon Snow vs el Caballero de la Noche. Inclusive se elucubraba de que el enfrentamient era entre el joven héroe y un ancestro. Pero, al final, no es el héroe vs el anti-héroe sino resolución del conflictoa través de un tercer personaje (Aryia). ¿Para qué? La respuesta parece ser: facilismo, pues era mucho más difícil lograr que, en condiciones coherentes con la batalla, el joven venciera a la leyenda. Así, optaron por una especie de "deus ex-machina". Este recueso, imposible en la lógica de muchos, sin embargo, aparece en el cuento de Borges "El hombre de la esquina rosada" y supongo en pocos más.

En la temporada final, en el episodio 4, Bran, aquél que sentado en una silla de ruedas es una especie de "Funes, el memorioso", "Libro de arena" y "Aleph" (otra vez Borges), al proponérsele ser el Rey de los 7 Reinos afirma no estar interesado en eso. Pero, en el capítulo siguiente, en otra de las tantas forzadas escenas, se le propone nuevamente el reinado y afirma esta vez: "¿Por qué crees que estoy aquí? Hay muchos otros ejemplos de inconsistencias y descuidos inclusive en la edición final de los capítulos, como aquel vaso de café de Starbucks que aparece sobre la mesa, cerca de la Madre de los dragones; o la botella de agua detrás de la pierna de Samuel Tarly. ¿Dos años de espera para esto? Es la pregunta de todos.



Quizá el absurdo narrativo mayor de la temporada final fue crear dos guerras entre tres ejércitos, una luego de otra, cuando la contradicción (guerra) principal ya había sido resuelta. O sea, luego de la Gran Guerra entre vivos y muertos, una guerrita más entre vivos ambiciosos. Veamos.

En otra pirueta narrativa, esta guerrita la presentan ahora como la verdadera Guerra de Guerras (vivos vs vivos) en la cual los vencedores podrían ser destruídos, dada la organización militar y estratégica que Cersei (la reina mala) había mostrado. Del lado de los buenos se reune el Consejo de Guerra con Jon Snow y la Madre de los dragones y, en una mesa con mapa frente a ellos, evaluan las fuerzas del enemigo (Cersei), establecen quiénes y en dónde están pero, de la manera más precipitada, quien hasta ese momento había sido el personaje femenino más fuerte y atractivo (la Madre de dragones), decide exponer sus diezmadas fuerzas a una nueva guerra. Pero eso no es lo peor.

Lo peor es que sale inmediatamente al frente de batalla sin guardias, sin tanteo del terreno, metiéndose en la boca del lobo. Uno se pregunta, ¿cómo pudo haber obtenido victorias militares una persona así? Ya, debido a otra clara falta de previsión militar, había perdido a un dragon a manos del poderoso Caballero de la Noche. Ahora, en el mar abierto, pierde al segundo dragón por un ataque sorpresivo con gigantes flechas. Obviamente, para estas alturas, la decepción mundial era notoria y la petición para que HBO filmara nuevamente la última temporada se había formalizado (¡ya ha pasado más del millón de firmas!). No se trata de que el público no reciba lo que quiere, pues el de GOT (Game of Thrones, en su nombre original) sabe desde hace años que no son historias felices las que se cuentan. Pero también sabe lo que es calidad artística y lo que es apresuramiento, superficialidad y falta de rigor en el detalle. Alejado el autor George RR Martin de la producción, la responsabilidad cayó y cae en David Benioff y D. B Weiss.

Preguntados éstos dos últimos sobre este error, uno de ellos respondió: "Ella -la Madre de los dragones- como que más o menos se olvidó de que el enemigo la podía estar esperando". Frase que ha sido motivo de decenas de videos y miles de burlas en el internet. Las inconsistencias y los errores de la úutliam temprada simplemente consolidan la decandencia de la serie a manos de dos inexpertos. Y ya es muy tarde para cambiar la historia.



El episodio final de "Juego de Tronos" no fue tan malo. "Pudo haber sido peor", como muchos dicen. Para el recuerdo quedan las magistrales actuaciones del elenco, algunos diálogos certeros y tremendos y la combinación de motivos medievales en una trama que nos recuerda el presente: el sentido del honor y la importancia de la familia (Ned Stark), el tener todo y perder todo, el cambio de vida, el rechazo al poder y el deseo de poder, etc. Los recursos técnicos y la cinematografía tuvieron largos momentos de esplendor y delicadeza. Algunos personajes se quedarán con nosotros (Arya, Tyrion... cada uno tiene su propia lista). Para el olvido quedan el apresuramiento, el crear y desarrollar expectativas que al final fueron mandadas al tacho de basura. Pero eso ya es problema de HBO y de los que se animen a contratar a Benioff y Weiss, quienes claramente demostraron que no son capaces de continuar o mejorar una obra ya establecida en el imaginario del público.

En lo personal, prefiero olvidarme de la caída, volver a Borges y esperar que no suceda lo mismo con mi querida "Deadwood", vieja y corta serie de TV que al fin se concretó en una película (HBO, estreno a fines de Mayo). Por suerte, en esta ocasión, han mantenido a David Milch, su autor original.





viernes, 3 de mayo de 2019

¿Quién era Lady Ballesteros?

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Cuando salió el buque me despedí nuevamente. Mi viejo me hacía de la mano y mi madre sonreía, igual Efraín. Ir a las Galápagos era un escape para mí y un alivio para ellos. Efraín, que había crecido en el Cerro con mi viejo, para pagar una tarifa baja declaró que yo era su sobrino. Era marino, de los viejos. Llegaba a casa cada sábado en su bicicleta a visitarnos. No sé cómo salió la idea del viaje. A lo mejor porque no era caro o porque andaba triste esas semanas. ¿Qué hace este muchacho en vacaciones? Debe haberse preguntado mi madre. Yo, que había pasado el año anterior religiosamente dedicado a los estudios, al deporte y a estar con ella, de repente me vi solo y con el corazón partido. Olvídala, anda con otro, por ahí la vieron del brazo, se me reían en la esquina. Oh dolor, me dije. Galápagos, ahí vamos.
Iba recreando en mi mente lo que había pasado mientras el buque empezaba a navegar lento por el estuario rumbo a las Islas Encantadas. ¿Cuántos íbamos en el barco? La tripulación y una extraña fauna: cuatro aniñados del Javier, un colombiano de Manizales que vestía con ropa folklórica. La Madama, una señora muy mayor, blanca, rubia y de ojos azules, que pronto se convirtió en la abuela de todos. Tres enfermeras (una de ellas con un cuerpo de diosa), tres noruegos fotógrafos y un gringo de bigote largo y ensortijado en las puntas, de esos del siglo pasado, que sonreía a todos. Iban también varios estudiantes de la Universidad Luis Vargas Torres, de Esmeraldas, comandados por Bonelli, un profesor argentino, sin duda huido por la violencia política de su país y, con ellos Lady Ballesteros, que se robaba las miradas de todos.
Al llegar al estuario, en pronta salida al mar,  íbamos montados en los cañones, mirando invencibles desde la proa el horizonte. El sol golpeaba y todos, sin conocernos, habíamos aceptado tácitamente un pacto de silencio. Eramos inmóviles bucaneros viendo la espuma del mar y otros barcos que saludaban a la distancia.
A la hora del almuerzo, algunos comenzaron a sentir los estragos del mareo. Sentados frente a frente, en la larga mesa de acero, veía los platos deslizarse  de un lado a otro con el vaivén de las olas. La Madama, sin embargo, parecía inmune y conversaba lentamente con El Paraguayo, uno de los marinos que ya se había declarado su hijo y guardián. Paraguayo, le decía ella en firme tono matriarcal, debes portarte bien con tu novia. Claro Madama, contestaba afanoso.
Antes de terminar el primer día, para sorpresa de todos. sonaron repetidos cañonazos y vimos a los marinos vestirse de guerra, apertrecharse detrás de los cañones y disparar al cielo y a las olas.


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[Te escribo esta carta porque es la primera vez que estoy lejos de ti. El mar abierto es hermoso y la olas que estallan en la proa son como tu sonrisa. Hace sol pero no quema y no hay corriente del Niño. Llegaremos en dos días a las Galápagos. Me traje el librito que una vez te mostré: De vuelta al paraíso. El año pasado, cuando el profesor de literatura se enfermó, envió a Velasco Mackenzie de reemplazo. Cuando llegó no nos dio la clase que debía pero nos habló de James Joyce, de Leopoldo Bloom, Dublín y el Ulises. Y al poco rato, emocionado ya de su propia historia, contaba que Bloom, que era el Ulises de Joyce y estaba en una cantina, se había amarrado no al palo mayor del barco sino a un barril de cerveza porque las mujeres de la vida lo llamaban con sus cantos. Otro día, Velasco llevó sus libritos en un paquete. Lo abrió y nos lo vendió. Firmó autógrafos y todos nos quedamos contentos. Pero se fue como apareció y luego tuvimos al mismo profesor de siempre. Nunca aprendimos nada con el mismo profesor de siempre. ]

martes, 19 de marzo de 2019

Crónica de viejos asaltos



El primero es más detallado y ocurre en un pasado reciente.
Hace unos cinco años, frente a mi casa en Bellavista, mientras cuidaba a Fabiana y conversaba con Setsuko Hara, noté que en la casa esquinera, aquella de largas palmeras que se pueden ver desde lo bajo de la loma, se detuvo un BMW rojo. Se bajaron tres jóvenes, incluyendo a una chica, mientras otro esperaba al volante. Entraron a la casa por la puerta delantera. Seguí conversando con Setsuko mientras distraía a Fabiana que estaba molesta quizá por el coche o el calor de la tarde, y uno de ellos, robusto y de gorra, salió de la casa, pasó junto a nosotros y siguió hacia la esquina. A los pocos segundos, el BMW rojo partió por la misma. Vi con extrañesa que iba lleno de ropa y un televisor grande. Al minuto salió la dueña gritando me robaron me robaron. Se acercó desesperada y nos contó que habían entrado los ladrones y una chica la había resguardado mientras los otros buscaban el imaginado tesoro. Ella le dijo a la chica eres muy joven para estar en esto, no lo hagas, te vas a arrepentir. Pero la chica no respondió nada. Los otros regresaron preguntando por la caja fuerte. La mujer les dijo nunca tenemos nada aquí, ni dinero ni joyas, nada; además, no hay caja fuerte, pueden revisar todo. Frustrados, la bandita decidió llevarse un televisor, ropa y cualquier cosa de humilde valor. Le contamos a la mujer lo que habíamos visto pero no le interesó.
A los minutos llegó la policía y una comisaria, los guardias privados de la ciudadela y gente del Comité de vivienda. Acordonaron calles, pusieron conos fosforescentes y las patrullas encendieron sus luces. Así estuvieron dos días y dos noches, no sin algunos sobresaltos y falsas alarmas. Los guardias privados estaban molestos porque los acusaban del asalto, la mujer no les había pagado en seis meses y su sobrino armaba escandalosas fiestas con drogas y sexo hasta la mañana siguiente. Varias veces me había tocado lidiar con los fiesteros quienes, oh coincidencia, eran del partido del gobierno y trabajaban en el Registro Civil.
Ni a Setsuko ni a mí, únicos testigos presenciales del robo, nos pregunaron nada. Con el tiempo, la casa fue vendida y así desapareció el ruido. Hacía pocos meses, el dueño de casa, conocido como El Cubano, había muerto. Era un viejo flaco que siempre vestía pantalones cortos y mocasines, muy conversador y directo. Millonario pero se iba a pie hasta su oficina. Millonario y le traían en moto el almuerzo de una fondita sucia y en la misma moto se lo llevaban a la ciudad.
La comisaria, meses después, apareció en todos los diarios y canales de televisión de la ciudad, acusada de desfalco, tráfico de influencias y abuso de autoridad, por lo que perdió su empleo. Me dicen que ahora anda en las cantinas y tiene un programa radial de música salsa. Los nuevos dueños de la casa son gente tranquila.



El segundo asalto tiene lugar a fines de los ochenta.
Día lunes, mañana fresca, rumbo a mi trabajo.
El bus "solo sentados" se desplazaba por el paso a desnivel que está frente al cementerio. Desde el fondo salió un joven bajo, cholo y moreno con cara de amanecido. Se levantó la camisa y sacó una escopeta que parecía arcabuz y comenzó a insultar mientras desvalijaba selectivamente a los pasajeros. Me miró y dijo tranquilo, nada contigo. A una chica que iba adelante: dame esa cadena, y se la arranchó. A otro que iba más adelante: el reloj el reloj hijueputa. Llegado cerca del chofer, lo apuntó con el arcabuz y le dijo para o te pego un tiro. El del volante obedeció. El joven ladrón bajó y caminó en sentido contrario a la ruta del bus. Fin de asalto. Día lunes, mañana fresca.



El tercer asalto es de años antes, pero aún en los ochenta.
Dejamos con El Conde la cantina del mellizo, un veterano colorado, bajito y callado, de los viejos del Cerro Santa Ana, allá por Imbabura, en lo que hoy es el barrio bohemio de Guayaquil. Caminábamos hacia el parque San Agustin a tomar la furgoneta del sur. A la altura de la iglesia, siento una mano agarrándome la camisa. Pensaba que era El Conde ebrio pero, al virarme, vi una pistola que me apuntaba y una voz que decía dame el reloj. El Conde, salido de la embriaguez, reclamó diciendo pero nada de violencia pana, por lo cual se ganó una respectiva puteada con la obvia amenaza y la pistola hacia su cuerpo.
Me saqué el reloj y se lo di. El nocturno ladrón lo tomó sin revisarlo. Se lo guardó, nos apuntó de nuevo y nos despidió con otro insulto. Dimos unos pasos y, al voltearnos para conocer el rumbo del asaltante, éste salió de detrás de una columna, nos miró y nos apuntó con las manos mientras flexionaba sus piernas. Corrimos, nos reímos y montamos la furgoneta rumbo al sur.


El asalto final (que en realidad es el primero en la cronología) debió haber ocurrido hacia fines de los setenta, cuando terminaba el colegio.
Viajaba en uno de esos grandes buses de madera que se mecían como barcos en las calles del viejo Guayaquil. Iba al sur por la García Moreno. A la altura de Gomez Rendón, dos ladrones, al viejo estilo de películas del Oeste, gritaron nadie se mueva, esto es un asalto, y procedieron a desvalijar a los pasajeros, con excepción mía, pues naturalmente era un joven sin dos reales y se me notaba en la cara. A la bajada, noté que un flaco alto, de bigotito, lentes y pelo rizado, se levantó heroico para enfrentar a los malvivientes. Así, al bajar el segundo ladrón del bus con su largo y afilado cuchillo aun en la mano, recibió una buena patada en la nalga de parte del flaco. Sorprendido y casi humillado, mientras el bus partía lentamente, le alcanzo a gritar vas a ver flaco chuchetumadre, yo te conozco.



Los demás asaltos, según dicta el recuerdo, son de bandas desplazándose en el sur, sentados en baldes de camionetas y portando metrallas, robos de ropa tendida en el patio de mi casa, peleas de bravos de barrio y aspirantes de matones, alguna muerte expuesta al público ya sin espanto (lo que quedó del cerebro de una víctima de tránsito, por ejemplo), las caravanas de ladrones que llegaron de toda la ciudad la noche de la explosión de la Shell Gas y extorsiones de profesores que nos obligaban a comprar caramelos en la escuela.


miércoles, 6 de febrero de 2019

Los patriotas del norte


Ha llegado la nieve, tiempo de refugio interior, las calles blancas y frías obligan a que la vida siga puertas adentro. Algo sí va reflexionando Stevens mientras da vueltas a la pista del gimnasio. Yo lo oigo, camino detrás suyo y no siempre logro entender lo que me dice. Cerca de nosotros pasa corriendo la muchacha de cuerpo esbelto y se pierde rauda en la curva. Más adelante, casi topándoles los talones, la pareja del Sintra azul también conversa, aunque ella luego sigue su camino heroica mientras él se esfuerza en mantener el ritmo. Lo pasamos.
Abajo, en las canchas de basketball, varios grupos juegan tenis. Han puesto las pequeñas redes en el medio y golpean alegremente las pelotas con sus raquetas de madera. Gritan, se emocionan, se desafían, se hacen bromas. Stevens me dice que todos son jubilados, jóvenes aún, enfatiza riéndose. Otra mujer mayor, delgada, pelo rizado y lentes de profesora antigua, nos saluda amablemente, algo le dice a Stevens y sigue a paso rápido. Lleva un blujeans azul y un buzo verde. Paso constante lleva lejos, reflexiono. Stevens me dice que va a descansar un rato, que las piernas aún no se reponen de la operación. Yo sigo. A diferencia de los demás, no oigo música desde mi celular (lujo innecesario) sino desde una radio diminuta que compré en al supermercado. Las noticias van primero. NPR, la radio más decente. Emisión de la BBC de Londres. El mundo sigue igual. El pronóstico del tiempo augura más nieve, una semana de vórtice polar y luego temperaturas altas, las más calientes en 100 años. ¿Habra nieve en Navidad? me pregunto.
Sigo dando vueltas, distraído, acaso mirando a los tenistas desde arriba, imaginando cómo eran de jóvenes, en qué guerra pelearon, si en Vietnam, acaso Corea o Afganistán. Junto a mí pasa veloz un bombero. Hace años lo vi. Luce igual: el mismo bigote, la misma caminada de loco, moviendo los brazos a los costados, como queriendo bailar, la misma barriga pronunciada. No habla con nadie. Como muchos, vive en su propio mundo.
Stevens ha regresado al círculo. Camina esta vez un poco lento. Me dice que habló con su hija, que lo visita más desde que murió su esposa. ¿Y tu esposa? me pregunta repentinamente. En casa, le digo, ella hace sus ejercicios en casa, tiene una máquina. Ah, exclama, y repite lo de siempre: uno de estos días voy por tu casa a saludarlos. ¿Y las niñas? pregunta otra vez. En la escuela, le digo. Quiero seguir a paso más rápido. El corazón puede ser un cazador solitario pero el mío es un ante todo corazón viejo que necesita oxígeno, funcionar mejor no por amores muertos sino cuentas por pagar. Stevens está ahora cansado, se le nota en la cara. Suficiente, me dice. Nos vemos otro días. Nos damos un abrazo y se va.
Sigo dando vueltas en la pista del gimnasio. La muchacha de cuerpo esbelto sigue corriendo. Los viejos tenistas han cambiado de parejas y de canchas, están terminando también esta jornada. La radio del gimnasio siempre tiene música de los 70s, a veces de los 80s. Y en cada canción viene un recuerdo lejano, muy lejano. Se repite en espiral, en vértigo imaginario. Y luego aparece otro recuerdo. ¿Qué hay del presente? ¿Qué hace uno con los recuerdos? Va llegando la hora de terminar la caminata de hoy. Luego, salir a la nieve y al frío. La nieve es hermosa y temible. De pronto, mientras cambio de zapatos y me pongo los abrigos, aparece el sol y entra por los ventanales.
Regresaré el sábado, voy pensando rumbo al carro.  Sábado día de fiesta, cuando hacen torneos y celebran cumpleaños y hay niños corriendo abajo, saltando en las torres y juegos inflables. Sábado de gloria, me voy diciendo camino a casa.

 
 

martes, 8 de enero de 2019

Días y noches de invierno en el trópico (de "Los patriotas del sur")



DÍAS DE INVIERNO EN EL TRÓPICO


          Cuando terminaban las clases empezaba la estación de la lluvia, nuestro invierno tropical, el tiempo inaugural de libertad y un extraño espíritu labrado en medio de los rayos y truenos y el aguacero torrencial que caía en las planicies del sur. Muy temprano en la mañana, sin embargo, toda la Ciudadela entraba en frenesí, pues no había agua y cada uno rompía las tuberías para instalar bombas de succión, lo cual no siempre resultaba en mayor armonía. Si en invierno demoraba la lluvia, las peleas entre familias eran mayores. Otras veces, cuando la mañana venía con una garúa, su frescura se prolongaba hasta casi el mediodía. Y si había lluvia, aprovechábamos para llenar todo lo que pudiese contener agua: cisternas, tanques, baldes, ollas, tazas, cucharas, la boca abierta, todo. La tarde, en cambio, era un infiernillo o la puerta para nuevas lluvias. Cuando sentíamos las primeras gotas sacábamos una pelota de cualquier lado y jugábamos hasta más no poder. Y luego procedíamos a vagar por los lejanos terrenos baldíos que se abrían más allá de las pocas fábricas, mirando hacia el Puerto Marítimo.

            A veces, cuando el clima era más benigno, nos quedábamos jugando partidos de volleyball en la calle, o les quitábamos las cuerdas de saltar a Linda, Brenda, Nina o la Chocota y nos poníamos de pura joda a saltarla a voz de “Monje/ viudo/ soltero/ casado” lo que se transformaba rápidamente en femenino mientras no dejábamos salir de la cuerda al que saltaba. O armábamos orquetas, rifles y pistolas de balsa para tirarnos piedras o lanzar flechas de caña y tapillas de colas.

            El invierno era nuestro y también nos aventurábamos hacia las balseras o hacia la misma ría. Ibamos en medio de la maleza y los árboles que crecían tupidamente, esquivando iguanas y culebras, matando avispas y mosquitos. Un día nos llegó la noticia que el menor de los Santa Cruz se había ahogado. Fuimos todos como en desesperada caravana, saltando troncos y sorteando riachuelos que se formaban con el agua. Cuando llegamos sólo vimos a los hermanos del desaparecido en la orilla. La ría seguía ancha y abruptamente rumbo al océano. Desde allí podíamos ver con temor los pequeños remolinos que se formaban, pues uno de ellos había mandado al fondo al fallecido.

            Era invierno también cuando jugábamos los mejores partidos de fútbol en la canchita que quedaba frente al salón del negro Robledo, detrás de la Sherwin-Williams. O nos poníamos los guantes de béisbol y nos largábamos a batear una pelota que siempre terminaba perdiéndose entre los matorrales. Y era invierno cuando salíamos a recoger residuos de latas en el Guasmo.

           En el invierno también supimos lo que era el amor y la tristeza del amor: Nuestras hermanas crecieron y nuestros irremediables celos también. Yo sacaba a piedra limpia de mi casa a Gorilón, que por esa época andaba husmeando por allí. Por las tardes, como salidas de revistas y programas de televisión, veíamos a Cleotilde Cárcamo, con el vestido ceñido a su espléndido cuerpo, a Maritza Romero y Anabelle Morales, bailando afuera de sus casas. Dejaban el uniforme colegial para volverse hermosas y tiernas a la vez. Y en el invierno también se tejieron sus historias, esas que no conocimos o que percibimos lejanamente y no comentábamos porque eso era traicionar al amigo, al pana del barrio, y es mejor no hablar mal de las mujeres. Y así, mientras todos crecíamos, en vez de encontrar un puente con ellas, lo que encontramos fue más distancia. Buscábamos el amor y tardaba en llegar.

          Poco tiempo después los días de invierno comenzaban a volverse una competencia de quién tenía la mejor bicicleta. A la distancia y con odio veíamos a los aniñados en bicicletas nuevas, patinetas, motos y hasta carros, que pasaban haciendo ruido por la esquina, mientras nosotros seguíamos sembrados en el Cementerio de Autos. Por eso, lo que nos quedaba era el deporte y, en cada campeonato, la oportunidad de romperles las canillas.

          Una vez pasó Ruilova, alias Pelo de Chancho, tiradito a aniñado también, pero sin pinta. Le habían comprado una moto y era la única manera de que lograra levantarse una pelada. Pasaba cada cinco minutos con la maldita moto hasta que una tarde decidimos gritarle su apodo cada vez que pasara. Y así lo hicimos. Al paso de la moto se sumó el grito colectivo de Pelo de Chancho, cosa que, para abreviar, hizo que el pobre se apeara a reclamarnos. Manuelón, que siempre fue bueno para la pelea, lo miró, se le rió en la cara, le dio una patada en la canilla, le pateó la moto y le dijo con calma: “Te puteo, te pateo y te culeo”. A lo cual Pelo de Chancho, simplemente, optó por una vergonzosa aunque sabia retirada.

          A Pelo de Chancho lo sucedió Ladilla, un flaquito que vino del otro lado de la Ciudadela a parar en el barrio. Le decían así porque jodía mucho y siempre, tanto que un día lo amarraron al poste con el pantalón abajo. Eso se le acabó cuando le compraron una moto. Con ella se dedicó a espantar a todo el mundo: transeúntes, vigilantes de tránsito, peloteros. La agarraba, hacía estruendosamente run-run-run y se largaba a buscar que los vigilantes lo persiguieran en un juego en el que los gatos nunca cogían al ratón. Y eso también acabó cuando se enamoró. Al principio andaba con su novia atrás, en la moto, y a alta velocidad se besaban al frente de todo el mundo, como en una película. Y eso también se acabó cuando se hizo más grande y se casó. Fin de Ladilla.


NOCHES DE INVIERNO EN EL TRÓPICO


Cuando terminaba el ciclo escolar empezaba la estación de la lluvia, el invierno del trópico, con sus mosquitos, inundaciones, grillos y humedad aplastante. El combate con la intranquila y extraña noche se iniciaba con el humo de palo santo que cubría los callejones y las casas como una olorosa y cálida niebla. Llegados todos los patriotas del sur a la esquina del Callejón E y la 7ma, decidíamos si apearnos hasta el futbolín de Don Franco, perseguir muchachas que en la noche saldrían a comprar a la tienda mientras nosotros, verdaderos forajidos, iríamos detrás de ellas a la carrera, a manosearlas vilmente como una desbocada piara, o iríamos a esperar que salieran otros a ofrecernos el mismo amor del otro lado de la línea, o veríamos a Trompo Loco, desde la parte baja de una atalaya imaginaria que resultaba la vereda cuando nos agachábamos en la calle.

          Trompo Loco era un muchacho callado, de piel oscura y ojos grandes. Nadie sabía su nombre. Era casi hermético, a diferencia de su hermano que, de cuando en cuando, se paraba a reirse con nosotros. El cholo Cepeda había traído la novedad pero no podía contársela a todo el mundo, so pena de armar un alboroto y perdernos la escena. Callados, Manuelón, Ceviche, Careplato, el Cholo Cepeda y yo, nos íbamos casi a escondidas, al descuido de los demás, a ver a Trompo Loco. Llegados a la esquina de su casa esperábamos pacientemente hasta ver cómo él, sin saberse observado, apagaba las luces y dejaba prendida sólo una lámpara en el piso. Abría los brazos como en crucifixión y daba vueltas y vueltas en el silencio de la noche mientras nosotros veíamos la sombra de sus brazos en el techo y las paredes, como si fuera un helicóptero atrapado en una casa. Maravillados, veíamos riéndonos y codeándonos para no hacer ruido, cómo Trompo Loco giraba y caía derrotado en ese vuelo imaginario y nocturno del cual nosotros también éramos partícipes. Otras noches, más calladas que de costumbre, cuando ya no salía nadie o se empezaba a hacer tarde, nos sentábamos en el balde de la camioneta de Don Absalón, el papá de Pinina.

          La noche siempre callada era interrumpida por Pinina que, de la nada se ponía a cantar, imitando el twist de Rolando La Serie: “Mentirosa/ mentirosa/ si no vuelves conmigo/Di que alguna vez tú sufriste por mí/la mitad de lo que yo sufrí por ti”. Allí, sentados, casi en la oscuridad, nos reíamos de la gente que pasaba mientras les gritábamos apodos, hacíamos cháchara de cualquier cosa y decíamos que las candelillas eran mosquitos con linterna. De repente, nuevamente como de la nada, Pinina abría la boca y voz en cuello se lanzaba una de Ismael Rivera: “La otra noche/cuando pasé por tu casa/sabiendo que allí estabas/te negaste a contestar. Lo escuchábamos hasta que llegaba Don Absalón y nos dejaba quedarnos en el balde y partía rumbo al Guasmo que, por esos años, era sólo un terreno inmenso poblado por iguanas, bichos y culebras que salían del suelo cuarteado de tanto sol y lluvia.

          Siempre me pareció extraño ese viaje, quizá porque no era un viaje de placer sino que iban a recoger al personal de fumigación. Así, dejábamos el territorio patrio e íbamos a otro barrio y luego hasta la Cartonera, ubicada kilómetros adentro del Guasmo. Si el infierno tenía varios caminos, ese por lo menos era uno de sus senderos, territorio de selva oscura, fango y humedad. Don Absalón recogía a dos empleados y ellos se bajaban en silencio, cargando pesados tanques de insecticidas, para salir horas después con lodo hasta las rodillas, terminada la jornada.

          Por la noche hacíamos grandes grupos para jugar a la guerra. O encontrábamos, en terreno neutral, a gente de otro barrio y se armaba la pelea. O buscábamos el mismo amor. No sé si por miedo, inseguridad, rabia o rechazo a los días en que transcurríamos, lo cierto es que tampoco dejábamos pasar cualquier encuentro de bestialismo. Así, cualquier perra, gallina, vaca o burra llevaba las de perder. Quizá nunca habría mencionado esto si no hubiera visto la gran y triste película Padre Padrone, de los hermanos Taviani. Quizá por esa película pude empezar a comprender la brutalidad de lo que yacía debajo de todos nosotros, los patriotas del sur. La violencia diaria era nuestra carta de presentación, nuestros amores negados sólo fueron posibles con amores con el hombre mayor que pasaba en un carro de lujo, un hombre que treinta años más tarde moriría asesinado a puñaladas por el odio de un amante enloquecido.

         En la historia de los amores negados aparece La Caballo, una muchacha que trabajaba en una casa y por las noches salía de compras sólo para encontrarse con uno de nosotros y nos pegaba a la pared a darnos furiosos besos porque, de alguna manera, como nosotros, ella también vivía en la tristeza y la soledad de la adolescencia. El mismo amor también ocurría con el muchacho que quería besarnos y resistía el embate mientras caía la lluvia, como si el cielo mismo estuviera cayéndose a pedazos.

         Son las 8 p.m., llega Mirada de Longo y nos dice que el sastre no le ha entregado el pantalón y que quiere que le demos una piedriza. Sin pensarlo dos veces nos armamos de las susodichas rústicas armas y dejamos el terreno patrio, nuestros callejones. Mirada de Longo entró firme a reclamar su pantalón mientras lo esperábamos en la esquina. Salió al rato con las manos vacías, diciéndonos que no había problema, que le darían el pantalón muy pronto, que ya estaba casi terminado. Pero los patriotas ya estaban armados y el ataque fue inevitable. Así, desde la esquina le dimos al techo del sastre una gloriosa piedriza mientras pegábamos la carrera porque la víctima, un veterano de metro y medio, machete en mano, iniciaba el contra-ataque, una cacería de patriotas, buscándonos por horas de horas por las calles y callejones.

          Es noche nuevamente. La luna llena, grande y amarilla ha salido entre las nubes. El invierno pronto terminará. La luna grande y amarilla es cortada por las nubes como en una escena de Buñuel. La luna grande y amarilla está sobre el río Guayas que, pocos kilómetros más adelante, se abre al Pacífico. Una leve brisa llega del lejano estero. Estamos todos los patriotas sentados en los fierros, bancos y juegos infantiles del parque, callados, hipnotizados mirando la luna, como jaguares en descanso, como adivinando que esa luna ya es nuestra para siempre, así, inmensa y amarilla, como una preñada venus Huancavilca que dora las aguas del río que nos vio crecer.

          Es de noche nuevamente y yo estoy nuevamente con los patriotas del sur.