viernes, 3 de mayo de 2019

¿Quién era Lady Ballesteros?

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Cuando salió el buque me despedí nuevamente. Mi viejo me hacía de la mano y mi madre sonreía, igual Efraín. Ir a las Galápagos era un escape para mí y un alivio para ellos. Efraín, que había crecido en el Cerro con mi viejo, para pagar una tarifa baja declaró que yo era su sobrino. Era marino, de los viejos. Llegaba a casa cada sábado en su bicicleta a visitarnos. No sé cómo salió la idea del viaje. A lo mejor porque no era caro o porque andaba triste esas semanas. ¿Qué hace este muchacho en vacaciones? Debe haberse preguntado mi madre. Yo, que había pasado el año anterior religiosamente dedicado a los estudios, al deporte y a estar con ella, de repente me vi solo y con el corazón partido. Olvídala, anda con otro, por ahí la vieron del brazo, se me reían en la esquina. Oh dolor, me dije. Galápagos, ahí vamos.
Iba recreando en mi mente lo que había pasado mientras el buque empezaba a navegar lento por el estuario rumbo a las Islas Encantadas. ¿Cuántos íbamos en el barco? La tripulación y una extraña fauna: cuatro aniñados del Javier, un colombiano de Manizales que vestía con ropa folklórica. La Madama, una señora muy mayor, blanca, rubia y de ojos azules, que pronto se convirtió en la abuela de todos. Tres enfermeras (una de ellas con un cuerpo de diosa), tres noruegos fotógrafos y un gringo de bigote largo y ensortijado en las puntas, de esos del siglo pasado, que sonreía a todos. Iban también varios estudiantes de la Universidad Luis Vargas Torres, de Esmeraldas, comandados por Bonelli, un profesor argentino, sin duda huido por la violencia política de su país y, con ellos Lady Ballesteros, que se robaba las miradas de todos.
Al llegar al estuario, en pronta salida al mar,  íbamos montados en los cañones, mirando invencibles desde la proa el horizonte. El sol golpeaba y todos, sin conocernos, habíamos aceptado tácitamente un pacto de silencio. Eramos inmóviles bucaneros viendo la espuma del mar y otros barcos que saludaban a la distancia.
A la hora del almuerzo, algunos comenzaron a sentir los estragos del mareo. Sentados frente a frente, en la larga mesa de acero, veía los platos deslizarse  de un lado a otro con el vaivén de las olas. La Madama, sin embargo, parecía inmune y conversaba lentamente con El Paraguayo, uno de los marinos que ya se había declarado su hijo y guardián. Paraguayo, le decía ella en firme tono matriarcal, debes portarte bien con tu novia. Claro Madama, contestaba afanoso.
Antes de terminar el primer día, para sorpresa de todos. sonaron repetidos cañonazos y vimos a los marinos vestirse de guerra, apertrecharse detrás de los cañones y disparar al cielo y a las olas.


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[Te escribo esta carta porque es la primera vez que estoy lejos de ti. El mar abierto es hermoso y la olas que estallan en la proa son como tu sonrisa. Hace sol pero no quema y no hay corriente del Niño. Llegaremos en dos días a las Galápagos. Me traje el librito que una vez te mostré: De vuelta al paraíso. El año pasado, cuando el profesor de literatura se enfermó, envió a Velasco Mackenzie de reemplazo. Cuando llegó no nos dio la clase que debía pero nos habló de James Joyce, de Leopoldo Bloom, Dublín y el Ulises. Y al poco rato, emocionado ya de su propia historia, contaba que Bloom, que era el Ulises de Joyce y estaba en una cantina, se había amarrado no al palo mayor del barco sino a un barril de cerveza porque las mujeres de la vida lo llamaban con sus cantos. Otro día, Velasco llevó sus libritos en un paquete. Lo abrió y nos lo vendió. Firmó autógrafos y todos nos quedamos contentos. Pero se fue como apareció y luego tuvimos al mismo profesor de siempre. Nunca aprendimos nada con el mismo profesor de siempre. ]