Amplia es la literatura de vaqueros, tanto como su marginalidad del canon del "buen gusto". Pero más amplia y de mayor aceptación es su producción cinematográfica. En ambos casos, la academia ha tardado mucho en reconocer sus valores: la construcción imaginaria del Oeste de EEUU, el solitario personaje central que, con su reconocible sombrero, pistolas, caballo y a veces un poncho, al final de la obra se pierde en el horizonte, el ideal de justicia que lo enarbola y su opción por defender al desvalido, entre otros. Pero, como ocurre la mayoría de las veces, el público sigue lo que los "profundos" rechazan. La cultura del vaquero, en el gran país en donde se origina, ha gozado desde siempre de una gran recepción popular y dado antológicos resultados; algo similar a lo ocurrido con la literatura detectivesca o pulp fiction. Por suerte, hace no muchos años se empezaron a registrar diálogos intertextuales tanto en el cine como en la literatura, así como el auge de obras paralelas o que se desprendían del tronco norteamericano: Borges y el gaucho (ese vaquero argentino), Kurosawa traducido en the Magnificent Seven y, en los últimos tiempos, The Hateful Eight del talentoso y sorprendedor Quentin Tarantino.
Parte de esa asunción y homenaje a la literatura de vaqueros, a la unión de alta y baja cultura, a la recuperación de un género venido a menos y a la enmarcación histórica de una obra de arte, en un tiempo y espacios concretos, es la serie televisiva Deadwood, del gran David Milch, escritor y creador de NYPD Blues, transmitida por HBO hace diez años y cuya finalización recién se materializa en una película.
Considerada por muchos, hasta hoy la mejor serie de TV (superior a la universal Game of Thrones), Deadwood es la historia de un pueblo que existió en la realidad, con sus personajes, problemas y encrucijadas ciertas y verificables. Milch hizo la investigación requerida y fue muy exhaustivo tanto en el proceso de recopilación de datos como en el producción de la obra: Cuentan los actores que Milch estaba siempre en el momento de la filmación, en el pueblo que habían construido, y que participaba en cada escena. Riéndose, confiesan que a veces estaba todo listo y que Milch se aparecía con un nuevo libreto porque había pensado mejor la escena. Así, todo el proceso fue de una gran intensidad, más aun porque el lenguaje era una mezcla de elevado inglés (comparable con el de Shakespeare) junto a los más rudos, brutales y sofisticados insultos a la madre y partes de cuerpo que uno se puede imaginar, todo con un tono de sostenido realismo y verosimilitud. El elenco estaba maravillado del diario desafío. Como es de esperar, la obra se sostiene por grandes bloques: el bien vs el mal, lo bueno vs lo malo, el amor vs el odio, la fidelidad vs la traición, etc. Sin embargo, como ocurre en toda obra clásica (pienso en El Quijote y Gargantua y Pantagruel), tan pronto como se constituye el binarismo, a un nivel inmediatamente superior se lo disuelve y se comprueba que los personajes son seres mucho más complejos y que el dogmatismo solo conduce a la negación y entrampamiento de soluciones menos trágicas (Chejov, aquí).
Deadwood, tanto la serie como la película, fueron básicamente teatro filmado. Es decir, es una serie de tv, pero detrás de las cámaras el espacio es mínimo (mucho ocurre en las cantinas, oficinas, cuartos, almacenes, etc) lo cual creó un ambiente de intimidad entre los personajes.
Esa intimidad llega a su fin con la película, filmada 10 años después de la serie (la quedó trunca por los problemas de siempre). Para ese momento de cierre, Milch estaba ya muy enfermo y se había reconciliado con la muerte. Lo que vemos en la película es un homenaje a la vida, a la madurez, al cierre de conflictos, a la identidad de una comunidad que siente ansiedad social y resiste el cambio porque quiere morir frente al desafío de la Modernidad (el teléfono llega al pueblo), semejante a la voz de los que ya fallecieron en Spoon River de Edgar Lee Masters: Llegan los personajes a celebrar la fundación del pueblo, su integración a Dakota del Sur, y también a atar los cabos sueltos y ajustar cuentas pendientes.
Para algunos, el final es de reconciliación y por eso bailan, como se baila antes, durante y después de la muerte, como la celebración que vemos en El séptimo sello de Bergman. Para otros es solo el cierre de un capítulo, algo de alguna manera normal. Deadwood, tanto la serie de tv como la película, es una obra maestra que he visto ya varias veces, y siempre me anima a encontrar algo nuevo, un detalle, una expresión que se escapó pero ahora revela otro mundo (es el talento de Milch, que es como el de Cervantes). Es un canto a la vida y a la aceptación de la muerte porque lo inevitable es siempre una puerta a la siguiente etapa.