Llegó el sábado. Partido nocturno. Por primera vez vimos las luces del estadio desde la cancha y no desde las gradas. El cielo estaba azul oscuro y nosotros brillantes, fuertes pero con temor. Conaviro era un buen equipo, el mejor decían ellos, pero ya nos habíamos bajado a Barcelona y a Elías Wated. Luego de Conaviro nos quedaría solo Vulcano, nombre sin identidad barrial, como corresponde a todo equipo de aniñados. Salimos a la cancha.
El balón se dominaba bien de ambos lados pero la pierna se imponía fuerte en cada jugada y poco a poco se fue convirtiendo en un festival de patadas. Siento un chancletazo fuerte en la pantorrilla pero el árbitro no se da por enterado. Llega un tiro libre. Lo cobra Manuelón. Ponen la barrera y él sin dudar la patea por encima y al ángulo. Vanos fueron los esfuerzo del arquero para llegar. Corrimos contentos a festejar el gol aunque a partir de ese momento la cosa se pondría más dura. Voy cerrando al delantero que corre detrás del balón y en la corrida le pego un sonoro puñete en el pecho. Tan sonoro que esta vez el árbitro se da cuenta, nos queda mirando a ambos y en una especie de ataque infantil se pone a gritar en la cancha: “Se largan de aquí ahora mismo, se largan, se largan” a la par que sacaba una tarjeta roja del bolsillo. Salimos expulsados con la cabeza gacha, mirando el cesped. Pero el partido seguía, eran los minutos finales y Conaviro se lanzó con todo y Ceviche volaba como Superman defendiendo la portería, quemaba tiempo, hacía pases cortos, le devolvía el balón a Raffo y se la pasaba a Pinina y otra vez a Raffo hasta que la bola salía disparada hacia adelante procurando el contragolpe, especialidad de Verruga y Virguito. Final del partido. Corrimos hacia mitad de la cancha a celebrar y salimos contentos a la calle, a ver quién nos llevaría de regreso al barrio.
Pasa un camión de plataforma rumbo al sur. Le hacemos seña. El chófer para y grita: “Suban muchachos” y saltamos raudos al abordaje, sudados y descubiertos a la cálida noche invernal del trópico luego del triunfo.
Pero el triunfo no me quitó la tristeza del adiós. Con Machucagente y el cholo Cepeda fuimos a la casa de los almendros y pedimos dos cervezas. Nos sentamos en las pequeñas cercas del jardín y comenzamos a beber y en la grabadora de Machucagente sonaba a volumen bajo Michelle de los Beatles, What a fool believes de los Doobbie Brothers y baladas de cantantes argentinos y españoles. Y noté que al triunfo del partido lo había seguido la tristeza del adiós. Ella estaba en todas las canciones, en todos los chistes, en las burlas que me hacían: “Por ahí la vieron con otro” me decían riéndose. “No, tranquilo, era una amigo nomás. Jajajaja”. “Noooo, era un primo que la estaba visitando”. Esa noche todas las canciones eran para ella. La garúa de esa noche era para ella, los altos almendros y las lejanas nubes eran para ese amor que terminaba. Pon algo que se entienda, le dijo el cholo Cepeda a Machucagente, ese cassette de Julio Jaramillo o Los Panchos.
Pasaron las semanas y ya no hubo partidos ni campeonato ni nada. Careplato, que era el delegado del equipo, dijo que lo habían suspendido sin dar razones. “Te salvaste Vulcano, aniñados hijos de puta” dijo la Huasa molesto. Pasaron las semanas, terminó el invierno del trópico y comenzaron las clases y los entrenamiento de volleyball. La dictadura militar ya estaba instalada con fuerza en el país y yo empezaba 5to año de colegio y primero de absoluta soledad.