jueves, 2 de marzo de 2017

Eloy Alfaro bajo la lluvia


I.
De pronto se hizo el día. La mañana estaba húmeda, las veredas del parque limpias y la estatua de la madre blanca, delgada y alta. Cruzamos hacia el Alfaro, rompimos las cadenas de la puerta y entramos. En el taller de mecánica estaban Bone y Yagual, riéndose de sus maldades. Los vimos tomar los palillos de soldadura y pegárselos en el trasero a los que por ahí pasaban. Luego apareció Vives, el profesor, y les dijo dejen de molestar. Ellos agacharon la cabeza pero lo miraban con el rabito del ojo, hasta que se fue. Otra vez volvieron a sus maldades en el taller de mecánica. A un costado, en el de ebanistería, estaba Valeria. Le decíamos así por Muchacha italiana viene a casarse pero no se llamaba Valeria ni era mujer ni meco. Sólo se dejaba caer un largo mechón de pelo sobre el rostro. Valeria cepillaba madera y mostrando un trapecista de balsa lo hizo girar mientras apretaba la mano. Por ahí viene Payasito, dijo, y se puso a arremedarlo con una voz de gallina espantada. Valeria también vivía en sur, frente al Camal. Le gustaba leer y a veces nos quedábamos conversando de lo que se podía conversar a los 13 años, edad de patriotas. También estaba Soria, que era un cholo fuerte y alegre. Soria una vez dejó las clases por dos semanas. Se había con su padre en el barco pesquero a alta mar. Era temporada de pesca y había que ayudarlo. Con Soria a veces íbamos a casa y comíamos algo que preparaba mi vieja. Igual con Patrel, un muchacho flaco, blanco, con el pelo rizado corto y ademanes de mayor… Pasó el tiempo y nunca supe de ninguno de ellos.
II.
Fabia, Fabiana: las escenas se suceden como en un rollo de película mirado a contraluz: el día del examen de matemáticas que tenía que repetir. Nadie entendía qué eran las matemáticas porque nadie nos las había explicado. De repente, aparecía un sabio y se ponía a dibujar números y rayitas en la pizarra. Otras veces, mezclaba letras y números, y otras añadía figuras geométricas. Nadie sabía que cada letra era sólo un valor por descifrar, que había un solo camino y una sola llegada. Nadie sabía eso. Ni Moreano ni yo ni nadie de los que estábamos pasando vergüenza. Pero el profesor nos dio una oportunidad más. A la postre, fue igual que pedirnos sumar 2+2, pero muchos ya no entendían nada y se quedaban helados, inmóviles, como muertos. Y así, esa mañana húmeda de Abril y de estudiantes aplazados, mis compañeros salieron con sus padres con la cabeza baja, vencidos por los números y el sistema. No los volví a ver tampoco nunca más en mi vida. El colegio era el inicio de un viaje sin retorno. Agunos tomaban un camino, otros otro, pero nunca nadie regresaba. Era imposible detener el tiempo y eso lo comprendimos en ese instante de silencio y temor. Pocos días después terminó la cruel estación de la lluvia y volvimos al colegio, a un nuevo año de uniformes nuevos y libros nuevos y zapatos nuevos. Los problemas serían los mismos, o quizá más graves. Cuando uno crece, crecen también los problemas. Ese fue, a fin de cuentas, el viaje que cada uno de nosotros realizó en alta mar, en la noche negra y peligrosa de oleajes. Nosotros éramos Soria, Patrel, Bone y Yagual y Valeria… Al año siguiente fuimos menos inocentes.
III.
En un bus viajamos a la fría capital. Nos tomamos una foto debajo de la inmensa e inacabada estatua de la virgen, una mujer callada que nunca escuchó nuestros rezos. Prometí que las cosas serían diferentes. Y vino ese año y el amor por una niña que desapareció y cuando la volví a ver llevaba todo el tiempo del mundo sobre sus hombros. En ese remoto pasado oigo su risa, siento sus labios y estudio mucho y hago deportes y siento que voy siendo otro, más cercano a quien quería ser. Y pasó un año así, rápido, y yo entusiasmado por cualquier cosa mientras las huelgas colegiales y la dictadura militar copaban el tiempo. Y luego llegó diciembre y todo terminó y mis viejos me mandaron de vacaciones en un barco de guerra a las Galápagos. Y vi las islas Santa Cruz y Floreana con sus leyendas de alemanes locos y perdidos, y el volcán con su laguna marina en la San Cristóbal, y vi que en pocos minutos el terreno daba mangos y guayabas y en lo alto uvas y duraznos. Vi las inmensas tortugas, los piqueros patas azules, los lobos marinos, las focas y los pingüinos. Y en el mar un pez que se inflaba para ahuyentar a los peces más grandes. En el barco estaban los estudiantes de la universidad Vargas Torres de Esmeraldas. Y una hermosa muchacha estaba junto a ellos y conversamos mucho. Con los estudiantes armamos un equipo y jugamos contra los marinos en la Isla de Baltra. Los goleamos de lo lindo y nos hicieron caminar largos kilómetros de regreso al buque. Fabia, Fabiana: hay algo extraño en esa gente, deben andarse con cuidado. En el viaje iban también un profesor argentino que me habló de Cortázar y me dijo serás escritor, y cuatro aniñados de colegios religiosos que con los años volví a ver de pasada, y un colombiano de Manizales que resultó ser muy buena nota (¿debo contarles que se hicieron arquitectos de la Católica?)



IV.
Cuando regresé a Guayaquil, luego de pasar meciéndome tres días en medio de gigantes olas en el océano, ya era otro. Recordaba a la niña de repente, pero más a la chica de Esmeraldas. El tio Kukuku, que siempre viajaba a la provincia verde, una vez le llevó una carta mía y me trajo una de ella. Pero todo se perdió en la distancia. Y cuando empezaron las clases nuevamente, solo pero invencible, fui a ver todas las películas francesas que llegaron a Guayaquil, fui a todos los conciertos de música clásica y leí todos los libros que cayeron en mis manos. En Comala, un hijo desesperado busca a su padre en la ventisca y el terreno seco. En Macondo, la bella Remedios se va al cielo y hay mariposas amarillas cuando aparece Mauricio Babilonia, y hay fiestas en mi casa cada fin de semana y bailamos cumbias y música de la Motown, y en París muere Rocamadeur y la Maga le escribe una larga carta, y Oliveira no sabe qué hacer (nunca supo qué hacer), y Traveler regresa a una ciudad llamaba Montevideo (¿o era Buenos Aires?) y yo soy Michel Piccoli y busco a esa mujer vestida de azul en las calles de Paris, que se enamoró de un policía que fingía de banquero sólo para apresar a una pequeña banda de ladrones. Yo era otro y el pasado ya no existía. Al menos, eso pensaba…