I.
De pronto se hizo el día. La
mañana estaba húmeda, las veredas del parque limpias y la estatua de la madre
blanca, delgada y alta. Cruzamos hacia el Alfaro, rompimos las cadenas de la
puerta y entramos. En el taller de mecánica estaban Bone y
Yagual, riéndose de sus maldades. Los vimos tomar los palillos de soldadura y
pegárselos en el trasero a los que por ahí pasaban. Luego apareció Vives, el profesor, y les dijo dejen de
molestar. Ellos agacharon la cabeza pero lo miraban con el rabito del
ojo, hasta que se fue. Otra vez volvieron a sus maldades en el taller de
mecánica. A un costado, en el de ebanistería, estaba Valeria. Le decíamos así por Muchacha italiana viene a casarse pero no se llamaba Valeria ni
era mujer ni meco. Sólo se dejaba caer un largo mechón de pelo sobre el
rostro. Valeria cepillaba madera y
mostrando un trapecista de balsa lo hizo girar mientras
apretaba la mano. Por ahí viene Payasito, dijo, y se puso a arremedarlo con una
voz de gallina espantada. Valeria también vivía en sur, frente al Camal. Le
gustaba leer y a veces nos quedábamos conversando de lo que se podía conversar
a los 13 años, edad de patriotas. También estaba Soria, que era un cholo
fuerte y alegre. Soria una vez dejó las clases por dos semanas. Se había con su padre en el barco pesquero a alta mar. Era
temporada de pesca y había que ayudarlo. Con Soria a veces íbamos a casa y
comíamos algo que preparaba mi vieja. Igual con Patrel, un muchacho flaco,
blanco, con el pelo rizado corto y ademanes de mayor… Pasó el tiempo
y nunca supe de ninguno de ellos.
Fabia, Fabiana:
las escenas se suceden como en un rollo de película mirado a contraluz: el día
del examen de matemáticas que tenía que repetir. Nadie entendía qué eran las
matemáticas porque nadie nos las había explicado. De repente, aparecía un sabio y se
ponía a dibujar números y rayitas en la pizarra. Otras veces, mezclaba letras y
números, y otras añadía figuras geométricas. Nadie sabía que cada letra era sólo
un valor por descifrar, que
había un solo camino y una sola llegada. Nadie sabía eso. Ni Moreano ni yo ni
nadie de los que estábamos pasando vergüenza. Pero el profesor nos dio una oportunidad más. A la
postre, fue igual que pedirnos sumar 2+2, pero muchos ya no entendían nada y se quedaban helados, inmóviles, como muertos. Y así, esa
mañana húmeda de Abril y de estudiantes aplazados, mis
compañeros salieron con sus padres con la cabeza baja, vencidos por los números y
el sistema. No los volví a ver tampoco nunca más en mi vida. El colegio era el inicio de un viaje sin retorno. Agunos tomaban un camino, otros otro, pero
nunca nadie regresaba. Era imposible detener el tiempo y eso lo comprendimos
en ese instante de silencio y temor. Pocos días después terminó la cruel estación de la lluvia y
volvimos al colegio, a un nuevo año de uniformes nuevos y libros nuevos y
zapatos nuevos. Los problemas serían los mismos, o quizá más graves. Cuando uno
crece, crecen también los problemas. Ese fue, a fin de cuentas, el viaje que
cada uno de nosotros realizó en alta mar, en la noche negra y
peligrosa de oleajes. Nosotros éramos Soria, Patrel, Bone y Yagual y Valeria…
Al año siguiente fuimos menos inocentes.
III.
En un bus viajamos a la fría capital. Nos tomamos una foto debajo de la inmensa e inacabada estatua de la virgen, una mujer callada que nunca escuchó nuestros
rezos. Prometí que las cosas serían diferentes. Y vino ese año y el amor por una niña que desapareció y cuando la volví a ver llevaba todo el tiempo del
mundo sobre sus hombros. En ese remoto pasado oigo su risa, siento sus
labios y estudio mucho y hago deportes y siento que voy siendo otro, más
cercano a quien quería ser. Y pasó un año así, rápido, y yo entusiasmado por cualquier cosa mientras
las huelgas colegiales y la dictadura militar copaban el tiempo. Y luego
llegó diciembre y todo terminó y mis viejos me mandaron de vacaciones en un barco de guerra a
las Galápagos. Y vi las islas Santa Cruz y Floreana con sus leyendas de alemanes
locos y perdidos, y el volcán con su laguna marina en la San Cristóbal, y vi
que en pocos minutos el terreno daba mangos y guayabas y en lo alto uvas y
duraznos. Vi las inmensas tortugas, los piqueros patas azules, los lobos
marinos, las focas y los pingüinos. Y en el mar un pez que se inflaba para
ahuyentar a los peces más grandes. En el barco estaban los estudiantes de la universidad
Vargas Torres de Esmeraldas. Y una hermosa muchacha estaba junto a ellos y conversamos mucho. Con los estudiantes armamos un equipo y jugamos contra los marinos en la Isla de Baltra. Los
goleamos de lo lindo y nos hicieron caminar largos kilómetros de regreso al
buque. Fabia, Fabiana: hay algo extraño en esa gente, deben andarse con cuidado. En el viaje iban también un profesor argentino que me habló de Cortázar y me dijo serás escritor, y cuatro aniñados de colegios religiosos que con los
años volví a ver de pasada, y un colombiano de Manizales que resultó ser muy
buena nota (¿debo contarles que se hicieron arquitectos de la Católica?)
IV.
Cuando regresé a
Guayaquil, luego de pasar meciéndome tres días en medio de gigantes olas en el
océano, ya era otro. Recordaba a la niña de repente, pero más a la chica de
Esmeraldas. El tio Kukuku, que siempre viajaba a la provincia verde, una vez le
llevó una carta mía y me trajo una de ella. Pero todo se perdió en la
distancia. Y cuando empezaron las clases nuevamente, solo pero invencible, fui
a ver todas las películas francesas que llegaron a Guayaquil, fui a todos los conciertos de música
clásica y leí todos los libros que cayeron en mis manos. En Comala, un hijo
desesperado busca a su padre en la ventisca y el terreno seco. En Macondo, la
bella Remedios se va al cielo y hay mariposas amarillas cuando aparece Mauricio
Babilonia, y hay fiestas en mi casa cada fin de semana y bailamos cumbias y música de la
Motown, y en París muere Rocamadeur y la Maga le escribe una larga carta, y
Oliveira no sabe qué hacer (nunca supo qué hacer), y Traveler regresa a una
ciudad llamaba Montevideo (¿o era Buenos Aires?) y yo soy Michel Piccoli y busco
a esa mujer vestida de azul en las calles de Paris, que
se enamoró de un policía que fingía de banquero sólo para apresar a una pequeña
banda de ladrones. Yo era otro y el pasado ya no existía. Al menos, eso pensaba…