martes, 23 de diciembre de 2014

Ring Lardner: ideas para escribir nuevos cuentos

La calefacción hace un ruidito medio extraño. Hay mucha nieve aún aunque cae un poco de agua. Las diablas se quedaron jugando en casa con una amiga. No me han llamado. Querían deslizarse en la nieve desde una lomita. Pero no me han llamado. Mejor. Mucho peligro. Debajo de la nieve está el hielo y una caída te rompe un hueso o la cabeza. Suena el teléfono. Es la García Moreno. Que le compre algo a la amiguita, que le trajo un regalo a la diabla mayor y hay que ser recíprocos. Veremos, le dije. Me llamas si se te ocurre algo. Está bien, contestó resignada. 

Terminé el libro de Ring Lardner. Magistral. Es un periodista deportivo que escribía excelentes cuentos, la mayoría muy cortos. Argumentos novedosos pero más me lleva su estilo: suelto, sin pelos en la lengua, con música y humor. Es al final una cuestión de gustos, admito. Pero me aburre la literatura seria tanto como los escritores (en realidad, me aburren más los escritores), me causan bostezo sus puerilidades y su mundo. Y cuando agarran el micrófono, pore favore (dijo Bonafont) no paran de hablar güevadas. Qué manera. Y cuando ganan premios, es peor todavía. Por eso siempre preferí leer a los periodistas deportivos y de crónica roja que los del periódico cultural.

Creo que el teléfono no va sonar por un buen rato. Detrás de mí está el libro de Piketty, Capital in the Twenty First Century. Ahí lo veo parqueado en la biblioteca, con el rabito del ojo nomás. No te entusiasmes Piketty que ya te di brisa. A estas alturas, todo el mundo lo comenta pero dudo que lo hayan leído completo. En estos días de vacaciones agarré el impulso para terminarlo. Gran libro, pero se corre el peligro de que una mano salga con un garrote de las páginas y te deje soñado. Hay que tener mucha valentía y fuerza para terminarlo. ¿Y qué dice? Nada nuevo: que estamos en la damier.  Lo diferente es que tiene prueba en mano: el 1% de la humanidad se lleva el 70% de la riqueza del mundo. Usa declaraciones de impuestos y propiedades de Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Algo dice de Asia pero cuando llega a América Latina se topa con la graciosa sorpresa de que no hay información. El pobre, recién se entera de que allá nadie paga impuestos, y si los pagan es como que les arrancaran las extremidades. Luego de unas páginas, y en un caballeroso y muy francés tono acepta que más o menos la gente hace lo que le da la regalada gana por esos rumbos. Y cuando encuentra información de Colombia y México, simplemente desconfía, huele que algo flota sobre el wáter. Los esquemas, figuritas y fórmulas abundan grafican la condición económica actual para la mayoría mundial: estuvimos, estamos y estaremos en la mierda por algunos cientos de años más, a no ser que todo el mundo pague sus impuestos, que estos sean más altos para los que más tienen y que haya una central mundial que concentre la información para que nadie saque ese dinero de un lado para esconderlo en algún huequito del mundo. Ajá. Esperemos sentados. ¿Chao Piketty? No todavía.

Mientras devoraba el libraco  de Piketty terminaba otro: Tales of Two Cities. Más o menos lo usé, ya en las páginas finales, para comprobar lo que Piketty dice: que el robo es planificado y que en la tan famosa Revolución Francesa hubo cambios sociales, políticos y filosóficos, pero que el dinero, el tuco, el guayabo y la guanábana se quedaron en las mismas manos de antes. Por ahí alguna ratita guillotina en mano logró su tajadita pero el resto nanay.  Piketty es un genio. Cuando leía, en el libro de Dickens, las alegres ceremonias de separación de la cabeza del resto del cuerpo, gracias a la afilada cuchilla que se venía en picada, empecé a imaginarme las escenas como la historia misma. Y terminé deprimido. A mi auxilio vino otro libro, esta vez una novela detectivesca del londinense Mark Billingham (In the Dark). Pero entre toda la vivacidad de los diálogos de los pandilleros asesinos y de los policías, en medio de la descripción de lugares, veía desde Piketty las calles del Londres que caminé hace como treinta años. Fue un día radiante que no describiré. Me preguntaba ¿para qué vivir si al final la miseria será la misma? Ya no importa la respuesta: con las diablas no me puedo dar ese lujo. Hasta ahí llega el existencialismo y la tristeza de ser pobre.


Leyendo a Lardner vienen ideas nuevas y caminos de desarrollo porque toda lectura buena estimula la creatividad. Y estoy seguro de que cualquier persona, por más ignorante, poco educada y hasta medio bestia que sea (que hay muchos de esos) puede terminar escribiendo un gran cuento, a lo Lardner. Sólo es de sentarse, escribir, ordenar las ideas, corregir, volver a darle, pulir la vaina.  Pero eso no es serio, dirán algunos. Eso es plagio. Para nada, les digo. Hay que ir solamente a la calle, encontrar los hechos y escribirlos de manera personal, captar el tufito que hace que los lectores digan: así escribe tal persona (cosa que, en la actualidad, solamente se le puede reconocer al conde Martillo). Hay un payaso longuito que escribe en El Perverso, se hace el cómico los domingos y a la peluconería le gusta porque ridiculiza al mashi (es decir, a Correa, del que dicen anda prendido del poder como garrapata en oreja de vaca). Bueno, este longuito de a risa no tiene estilo, sólo imita lo que se imagina la gente habla en la calle… Como ven, la imitación verdadera es un arte. El plagio es otra cosa. Por ejemplo: plagio es lo que escriben los poetas “malditos” (que el mismo conde Martillo califica de “malitos). Esos agarran un libro famoso y le dan vuelta, se inventan una contra-respuesta, se pegan sus malabares y pajareos verbales y ya: listo el cadáver y agarra lo que puedas.

Con Lardner es diferente: hay buen humor, tragedia, música, realidad literaria (esa hermosa invención de la ficción), hasta unas obritas de teatro y crónicas se hacen posibles leyendo a Lardner. Llegados a este punto, confieso que es mucha mi envidia y falta de tiempo por escribir como Lardner. Así que mejor escribo unas ideas al apuro, a ver si alguien las recoge, antes de que suene el teléfono para que compre algo que las diablas quieren:

1-      Escribir cuentos de personajes secundarios del deporte, la música o la crónica roja, pero desde su punto de vista: el masajista, el médico, el guardián del gimnasio, el que riega la cancha y le pone la cal a las rayas, el que limpia el camerino, el que reproduce cds, el que los vende, el que viaja a una feria de pueblo a vender sus cachivaches… Cualquiera de ellos convertido en voz narrativa o personaje porque tiene una posición privilegiada: tiene acceso a información que otros no, y desde ahí se puede ver la miseria humana. No hay que abrir libros ni cuentas bancarias. Estas ideas salen de “Caddy”, un cuento de Lardner.

2-      Escribir cuentos de personajes callejeros relacionados con la autoridad pero puestos en una situación extraordinaria: Una historia de un Dj que pone música en una salsoteca en  la cual pasa lo bueno y lo malo (te recuerdo querido Camareta del Cabo), conoce amores infieles y sabe quién y cuándo llegan a transar operaciones ilegales (el barman también puede ser usado como personaje, el guardián de carros, el vendedor ambulante). Recuerdo a organizador de ligas barriales, de partidos en canchas polvorientas. Era un viejo y gordo ya mayor, de bigotito. Tenía un amate que lo mató y hasta ahí llegó el cuento. Hay muchas historias así pero nadie las ha escrito con dignidad, a lo más burlándose de las debilidades humanas. Estas ideas salen directo de “Haircut” y de “There are Smiles” de Lardner.

3-      Escribir cuentos de pelucones (pero hay que ser pelucón de verdad o tener acceso a la peluconería para hacerlo). Describirlos en su complejidad y sin resentimientos sociales, que un cuento de amargura personal del autor es siempre una porquería literaria. Cuentos de pelucones y de peluconas. Si lo hace una mujer periodista de crónica roja o deportiva, mucho mejor: entre ladies se conocen mejor los truquitos, no importa la clase social. Hay millares de historia pero son tabú en el medio. De joven me contaron varios casos de peluconcitas que practicaban el libertinaje sexual pero, antes de casarse, se hacían coser el clítoris para pretender ser vírgenes al llegar matrimonio, lo cual en sí es de admirar (la presión del machismo es muy fuerte y hay tantos cerebros masculinos talla small que aún se preocupan de esa pendejada). Cualquiera que sea parte de ese grupo, lea a Lerdner y tenga la verraquera de escribir sobre la trágica ruindad de su propia clase social, venderá más libros que Jaime Bayly, lo cual es un mérito a todas luces (leer a este peruano nunca está de más).

La calefacción nunca dejó de hacer ese ruidito medio extraño. Sigue cayendo agua pero creo que mañana nevará otra vez. Nunca se sabe. La García Moreno no me ha llamado.  Ya está oscureciendo. A ver si a las diablas no se les ocurre ahora querer deslizarse en esa lomita que, como dije, se pueden romper el mate.

Y bueno, por ahí andaría la cosa deportiva y de crónica roja si leen a Lardner y se dejan influir por él de manera actualizada, aplicando su experiencia escritural y su estilo hasta que hallen el suyo propio. O a lo mejor también se aventuran por el lado musical (la literatura ecuatoriana, salvo poquísimas excepciones, no tiene música, aunque el pueblo siempre canta y baila). Lardner también lo hizo. Anoto su “Night and Day”, una deliciosa crónica basada en un juego de palabras sobre la letra de la canción de Cole Porter Despido el año con un abrazo a todos y una de las versiones de Sinatra: