lunes, 5 de enero de 2015

Los Ensayos de Montaigne y el marxismo de Terry Eagleton



La edad y el tiempo siguen siendo benignos conmigo y mantienen vivo mi interés por la lectura: he terminado, luego de varios años de ir de tranco en tranco, el Volumen II de los Ensayos de Montaigne, en la antigua edición de Garnier Hermanos (quiero pensar que el Volumen I, en la edición original francesa de Garnier, descansa en mi biblioteca en Guayaquil). La apretada y menuda letra en tan reducido espacio nunca fue atractiva pero siempre secundaria comparada con la pluma del gran autor. El resultado es constatación, asombro, interrogación personal y, de alguna manera, recordatorio.
Constato el tremendo peso del clasicismo greco-latino en la obra de los renacentistas: todo es citas y reflexión sobre lo escrito por Homero, Séneca, Tucídedes y Tácito. Todo es ellos ya lo dijeron y yo, acaso, lo amplifico de manera innovadora (Teoría de la preponderante Imitatio), si el destino lo resuelve de esa manera. Constato que Montaigne conocía al dedillo a esos autores y cotejaba sus enseñanzas con la vida diaria del siglo que le tocó. Es en ese diálogo entre su presente y la herencia de siglos que se fragua, construye y estructura la identidad del "hombre de letras", abierto a la diversidad y buscando siempre, afanosamente, llegar a nuevo puerto. Los Ensayos abrazan todo tema y se muestran como guías de vida, lecciones a seguir o a tomar en cuenta. Y, como dije al principio, a mi edad eso se vuelve mucho más importante que hace treinta años, época en la que tomé en serio la lectura de los clásicos.
El asombro como lector ocurre a diferentes niveles: me abruma tanta sabiduría y facilidad de palabra de Montaigne, su flexibilidad bibliográfica y puesta en escena del conocimiento almacenado. Me asombra que aborde de manera enciclopédica tantos temas y resuelva incógnitas y reflexione meta-teóricamente sobre cómo se originan las preguntas en un texto. En realidad, la abundancia de detalles crea, en determinados momentos, un vértigo intelectual que encuentra sosiego solo cuando cambia de tema o se detiene ex profeso para armar una transición.
Los Ensayos interrogan a cualquier lector de manera doble: directamente, la actualidad de sus temas resulta avasalladora (de alguna manera, seguimos siendo hijos de la Modernidad que inauguró su tiempo); indirectamente, la profundidad de sus reflexiones genera un proceso de aceptación para el procesamiento del material intelectual. Sin embargo, es justo decirlo, sus interrogantes van más allá de lo personal y lo privado y llegan a la discusión social propiamente, no sólo la de su tiempo o la que ocurrió dos o tres siglos más tarde, sino la de hoy, la de estos nuevos días del año 2015.
Leer los Ensayos de Montaigne es un recordatorio de "la insoportable levedad del ser": cuando aparece la llamada de la vida y de la muerte y el francés se interroga sobre el sentido de ambas, de cómo debemos vivir la vida y prepararnos para la muerte. Esto no debería ser mayor dilema si mi lectura (o relectura) no ocurriese ahora, hoy, en estos días, porque a partir de cierta edad se empieza a reflexionar no en el futuro, ni en el pasado, sino en el límite del camino y en el final del viaje. Y a este respecto, sólo incluyo una doble coincidencia: mi lectura de un libro de Taleb (sobre el cual ya escribí algo) y su confesión de que Séneca lo acompaña a todas partes; y el hecho de que en mi oficina los libros de Séneca ya fueron subrayados por un joven ambicioso de conocimiento hace más de treinta años. Así, es como si las coincidencias dejaran de ser tales y todo fuera agarrando forma, sentido, coherencia.

El primer libro que leí este año fue Why Marx Was Right, de Terry Eagleton. Para asombro de muchos, el autor deja su tono sobrio y árido (predominante en su The Ideology of Aesthetics, que empecé hace pocas horas) para captar lectores que se decepcionaron del marxismo o se quieren iniciar en dicha teoría, y ubica su lectura como parte de un esfuerzo idealista -acaso también oportunista, revisionista- aunque intelectualmente honesto. Eagleton debate diez estereotipos endilgados por la derecha, los capitalistas y los ultraizquierdistas (entre otros grupos) a Marx y, a partir de referencias bibliográficas, hechos, circunstancias y anécdotas, nos muestra un marxismo vivo, cercano, disciplinado pero también flexible en sus bases epistémicas que se muestran dispuestas al cambio y a la reinterpretación (algo que vienen haciendo los teólogos del cristianismo desde que éste existe y la teoría civil conoce como Hermenéutica. No rechacemos entonces ese esfuerzo de Eagleton). Pero, ya que escribiendo sobre el renacentista francés di paso a una perspectiva más personal y subjetiva, es legítimo preguntarme: ¿Qué tiene que ver Eagleton con Montaigne salvo el capricho de mi elección como lector?
Mi profesión demanda un mínimo de lecturas actualizadas en el campo de trabajo, es cierto. Pero en ese cumplimiento de tarea trato de relacionar un aspecto con otro: personalmente, Eagleton revisa un cuerpo establecido y asumido de diferentes maneras por millones de personas, muchas de ellas ahora padeciendo de un deprimente desencanto político, mientras que Montaigne hace exactamente lo mismo pero desde el camino opuesto: ambos atacan el tema central pero desde tradiciones opuestas: lo de Eagleton es desde Marx, lo de Montaigne desde muchos autores.
Sin embargo, en ambos se nota un profundo y respetable amor por lo que escriben, un respeto al lector (lo que se llama: solidaridad) porque el autor es, a fin de cuentas, el mismo lector y viceversa. Los dos escritores se ven enfrentados a una distorsión que, de seguir así, entrañará viejos y nuevos peligros, y, por lo tanto, hay que corregir de manera inmediata.
Irónicamente, para hacerlo, Eagleton integra, aunque tardíamente, el concepto del "cuerpo" (muy a la moda desde Barthes y Foucault) y la idea de Dios (un Dios que jamás fue atacado o negado por Marx cuanto la fuerza opresiva de las religiones, "el opio del pueblo", en una sociedad en la cual éstas eran básicamente refuncionalizadas por los poderes de explotación al pobre). Ambos conceptos, en un marxista confeso, llaman la atención pero se explican en los nuevos vientos que se respiran en el mundo.
Montaigne, en cambio, conectado con el poder real (de realeza) y lo más elevado de las autoridades intelectuales de su tiempo, lo hace desde un reposicionamiento de sí mismo no como "autoridad" sino como distribuidor, intermediario, repartidor de ideas, como un ser limítrofe entre el lector de sus años y el pasado remoto que activaba de manera apasionada en sus páginas.
Así, en esta doble lectura singular, tanto Eagleton como Montaigne me devuelven al intercambio informativo y a plantearme nuevamente la idea de que es hora de volver a leer mis libros de Séneca y Tucídedes, tal como lo hice hace más de treinta años. Tal como lo hace Taleb, pues siempre sentimos que nos va llegando la hora de recoger los bártulos.