sábado, 29 de agosto de 2020

Antonio Preciado: Borges en Barrio Caliente


Quiero dejar en claro un par de cosas para establecer la universalidad de la poesía de Antonio Preciado. La primera es el dilema literatura afro vs literatura blanca. Empiezo por nombres.

Varios  son los estudiosos de la obra de este gran poeta ecuatoriano, entre ellos destacan: Michael Handelsman, Rebecca Howes,  Elizabeth Vargas Holguín y José Pabón. Sin excepción, ellos se hacen eco de dos preocupaciones de Preciado: su lugar en la diáspora africana y el cuestionamiento que el mismo poeta hace de la membresía a la tradición literaria afro, la cual es solo una parte de su poesía, la de sus años mozos, cosa común al inicio de una carrera literaria.

Como ocurre en el arte y en la investigación, una tendencia no excluye a otra. En realidad, siempre se pone en perspectiva la obra de un escritor: su generación es marcada por el contexto, su individualidad por los sucesos en su vida privada. Sumar las variaciones a estos dos universos que pasan por varios filtros, etapas y corrientes que fluyen y se redefinen, según lo dicten las circunstancias. Eso en relación al poeta. En lo que concierne al objeto artístico propiamente, el poema, lo más saludable es pelear por su relativa autonomía y leyes internas con lo construyen, y recordar que es al final solo un receptor concreto quien le da o quita validez, y que todo eso se debe nuevamente ver en un contexto histórico. Así, en vez de encerrarse en una posición a favor de una supuesta verdad estética total, lo más apropiado es mantener una mente abierta a las variaciones, las cuales de todos modos tienen un valor relativo. Pongo un ejemplo:

Desde hace algunos años, Preciado viene luchando contra el encasillamiento que se ha hecho y hace de él como representante de la poesía negra, de su pertenencia al movimiento de la negritud y de ser el mejor poeta negro del Ecuador. Es triste que el reduccionismo, que muchas veces pasa como asunto positivo, tenga que ser motivo de aclaración por quien tiene como prioridad la poesía, no las disquisiciones teoréticas que tanto distraen a las mentes lúcidas. Ecuador, como los demás países, tiene también ideólogos del segregacionismo, más o menos sofisticados; esos que creen hacen un favor cuando encasillan. Tener que pelear por la validez de su trabajo, distrae y desvía la atención hacia lo parcial y secundario, y nos hace olvidar lo que ocurre en otras geografías. Amplío abajo.

En Estados Unidos, por ejemplo, la única manera de hacer entrar a escritores y artistas no-blancos y no masculinos en el gran mercado del consumo y la investigación fue a través de políticas institucionales, como la creación de cátedras de Literatura afro-estadounidense (o de hispana, femenina, Queer, etc). Es decir, solo gracias a esta imposición, los escritores de EEUU que pertenecen a dichas comunidades han sido descubiertos, integrados y estudiados para ampliar el concierto las voces literarias. Consecuentemente, se crearon publicaciones, revistas y editoriales que promueven básicamente a autores que se deben a esas poéticas (etnopoéticas o dinámicas de género, como las llaman). Si no lo hacían de esa manera, nada habría cambiado.

Mientras es verdad que, hoy en día, hay un margen mayor para cuestionar los membretes y separarse de éstos, no hay que olvidar que ese derecho solo le pertenece a los artistas que viven en carne propia esas circunstancias. Así que, mientras nadie habla de "literatura blanca" (porque lo que había antes era solo "literatura blanca") es legítimo hablar de literatura afro (o latina, o gay, etc). Lo que Antonio Preciado cuestiona en Ecuador, en ese sentido, en EEUU simplemente no funciona igual porque las circunstancias son muy diferentes. (Y sin embargo, los meses actuales han demostrado el peso de la propaganda racista desde la Casa Blanca y Trump: hoy mismo los miles de simpatizantes del movimiento de lucha de los afroamericanos, Black Lives Matter, se enfrentan en las calles con las milicias y vigilantes racistas blancos, muchas veces apoyados por la policía local). 

La segunda cosa que quiero dejar en claro es que, en arte, lo local nunca se opone a lo universal. De hecho, todo arte que conocemos como tal tiene fuertes raíces socio-históricas, está imbuido del ethos de su tiempo (Bajtin y sus contemporáneos ya lo establecieron). Los crímenes que tanto le dieron a Shakespeare ocurren en Dinamarca o en Venecia, El caballero de Olmedo de Lope de Vega tiene lugar en Medina del Campo (Castilla), el oceánico Don Quijote de Cervantes recorre La Mancha y la geografía catalana, James Joyce nos narra casi en dialecto 24 horas en la vida de Leopold Bloom y Molly en Dublin, y Kafka, que desarrolló sus narraciones en arrabales, hizo que sus personajes caminaran también por tortuosos y muy concretos espacios y arquitecturas agobiantes: un castillo, una corte, una colonia penitencia, una America diferente. Y el bibliotecario del universo, el que se debe a todos, Jorge Luis Borges, monta sus historia en el sur (al cruzar la avenida Rivadavia), en las pampas, en los pueblos, en las vidas de compadritos, cuando el tango se tocaba con guitarra. ¿Todo para qué? Para empotrar en esos lugares escenas que ocurrieron en otras épocas, con otros actores, pues, al final, el tiempo circular al que se refiere es la aventura humana que se repite. Cambian los nombres pero los objetos inanimados cobran vida y nos dan vida. Esos recuerdos almacenados en la memoria de Funes, despiertan a nuestros ancestros. La obra de Antonio Preciado, aún en su filiación juvenil y radical por la poética de la negritud es universal. Y Antonio Preciado, el ser humano de carne y hueso, ese negro jututo de Barrio Caliente, es el mismo Borges visto en otra geografía. No comprenderlo revela solo nuestra falencia, es discriminatorio, teóricamente errado y humanamente torpe. 

Leo a Preciado y encuentro al mejor Lorca del Romancero Gitano que es el mismo Lorca de Poeta en Nueva York. Su prioridad en ese momento es otra, pero sigue siendo el mismo. Encuentro al Vallejo de Trilce pero también al de España, aparte de mi este cáliz, encuentro la Comala de Rulfo. Pero, sobre todo, en lo que Preciado escribe, recuerda y comenta de su entrañable Barrio Caliente, encuentro al Borges que habla de sus abuelos, que escribe sobre los gauchos y su poesía (poesía gaucha, no gauchesca, que es igual a decir poesía negra, no negrista). Preciado es el mismo Borges reconstruyendo la vida de sus amigos y vecinos, nombrando la calidez de la tarde, el amor por los libros y la palabra. Y es también la misma actitud de saber tanto pero sentir que sigue siendo muy poco para sus afanes. La fundación mítica de Buenos Aires es igual a la fundación de un mar en el Chota; y el largo y hermoso poema a Juan García es el mismo tono de elegía en Emma Zunz detrás de la venganza al padre muerto. La divagación y la elucubración metafísicas, tan queridas al argentino, reaparecen en los últimos poemas de Antonio Preciado, que nos hablan de la vida y de la muerte, de su nieta y de la sangre.

Amo lo que ha escrito Borges, tanto como lo que ha escrito Preciado. A ambos les debo mucho, de ambos tengo el olvido.




 





sábado, 8 de agosto de 2020

Libros de una casa vacía y rincón despojado

Vivimos fuera de Ecuador pero, como muchos nacionales, tenemos una casa en Guayaquil. Esta noticia nada extraordinaria, sin embargo, quiebra emociones cuando aparecen fotos de esa casa vacía que a lo mejor es lo único que queda del casi olvidado deseo de volver. 

La última vez que estuvimos allá, cosa de hace cinco años, me traje las fotos de mis hijas pensando que ya no regresaría. Esta vez no iba a dejar sus imágenes encerradas en la vacía soledad del tiempo, error que ya había cometido y me había costado procesar psicológicamente, pues eran, como me hizo ver un amigo "como si las hubiera abandonado". Esas fotos ahora también están con nosotros, colgadas en las paredes de nuestra casa en Plattsburgh, mientras las diablas juegan o descansan en el patio.

Pero, ¿qué queda de una casa que habitamos apenas un mes al año? Recuerdos de los amigos que nos visitaron, la magnífica vista del norte de Guayaquil, los ríos distantes, los cerros, vecinos que apenas saludamos, la breve rutina y los libros.

Tres veces he dejado Ecuador y tres veces he vendido parte de mis libros. Los que hoy quedan en Guayaquil son recientes, muchos ya leídos, pocos por leer, otros de consulta. He tratado infructuosamente de regalarlos o hacerlos circular en manos que aún valoren esas compilaciones de saber y talento. Pero ellos resisten simbólicamente el vaivén de la voluntad y el temor, es como si no quisieran abandonar esa casa en la que han vivido ya por más de diez años, es como si aún esperaran por mí. 

Pienso en mis otros libros ahora, los que tengo en mi oficina (la cual he visitado solo un par de veces en este ciclo de la peste), muchos de los cuales anteceden a mi primer viaje (los poemas monásticos de Ernesto Cardenal, la Regla de San Benito, Aristóteles, las memorias de emperadores romanos, una biblia protestante, los Clásicos Grolier-Jackson que me regaló mi hermano), otros de greco-latinos que compré en Paris, en ediciones de Garnier, muchos ejemplares de bolsillos de escritores del siglo XIX, y los que fui adquiriendo con el tiempo, ya en Estados Unidos. Mis libros me llaman desde una casa lejana y una oficina cerrada. 

Mis libros ya van siendo lo último que me queda del pasado vivido. Hoy, mis libros y mi pasado les pertenecen a mis hijas. Lo sé. (Debo incluir los cds que con ambición comencé a comprar cuando me di cuenta que mis viejos discos del sur y la discoteca de El pez que fuma eran irrecuperables).  

Hablo de mis libros como fundadores de la biblioteca que nunca tuve ni tendré. Mis sueños borgesianos de vivir perdido en laberintos de libros y zaguanes de biblioteca ya los viví en Oregon y en la páginas de El nombre de la rosa. Lo que llamamos "estudio" en una casa, esa habitación llena de libros que es refugio y puerta secreta a otros mundos, es en realidad una visión empobrecida y pequeño-burguesa de lo que el aristocrático Borges vivió en su mente y en sus sueños. Como muchos, yo también tuve ese anhelo y por ello dejé lista la losa para hacerlo en mi casa de Guayaquil. Pero ese afán ya debe también comenzar a ser olvido. 

Escribo estas líneas desde el sótano de mi casa en Plattsburgh. Del nunca terminado estudio en lo alto de Bellavista he pasado a este rincón, el cual mis hijas invaden en el momento menos pensado. He simulado con escaso éxito un lugar ideal para el pensamiento y la lectura, hasta lo he adornado con serigrafías de mi querido y llorado Walter Paez, una edición vieja de Conrad, un libro sobre técnicas de cine, una novela de Vargas Llosa y el magno libro de Hannah Arendt. Pero la empresa es vana pues mis libros aun siguen lejanos y el rincón va saliendo más a cuchitril cervecero o bodega de objetos olvidados.