lunes, 23 de enero de 2023

Y de pronto, se hizo el cine

Ocurrió una noche, cuando fuimos en procesión desde mi casa hasta la zona del Rodillo. La casa esquinera no tenía verja y la amplia pared servía de telón para proyectar las películas. ¿Cuál era? ¿Marcelino, pan y vino? ¿El monstruo de la laguna negra? ¿El pantano de los cuervos? No importaba la película tanto como el rito y la aventura de sentarse a un lado, tirarse en cualquier parte de la calle o mirar desde el fondo las imágenes sucediéndose en la pared.


Esa misma aventura la repetíamos en la sala de casa, en un imaginado cine diminuto en donde los vecinos llegaban con almohadas y se acostaban en el suelo para desde ahí ver la televisión que nos enviaba series en blanco y negro, películas y programas de noticia. 

A la par que esperábamos ansiosos el nuevo episodio semanal de Johnny Yuma, el rebelde, Maverick, La rubia peligrosa, Marcado, Cita con al muerteLos intocables y los ya viejos capítulos de Cruz Diablo, aplacábamos la espera con los diarios capítulos de las telenovelas mexicanas: Rubí, Renzo el gitano, Muchacha italiana viene a casarse


Las películas de Guayaquil eran en realidad los cines de Guayaquil. De ahí tomaban su sello, su importancia, su caché. El Presidente, por ejemplo, era de la vieja oligarquía y gente mayor. El Victoria, en cambio, a pocas cuadras y bordeando la zona candela del centro, era para el pueblo sediento de  pornografía. El Guayaquil y su cafetería Pacha eran sinónimo de elegancia. El resto tenía una historia menor ya en los 70s: el gran Olmedo iba desapareciendo poco a poco, igual el Apolo, Metro, Fénix y el 9 de Octubre. Al mismo tiempo, otros aparecían, como el cine Inca, al sur de la ciudad.

El cine era lugar preferido de los enamorados, parejas que tibiamente se tocaban o se besaban esquivando la atenta mirada chaperona o la linterna de los guardias que acababan con el embeleso; rito romántico que pasaba a la carnalidad más brusca, por ejemplo en el Victoria o el Porteño, a veces el Quito.

Con la adolescencia, el cine se convirtió en regla forzada de la ceremonia de crecimiento urbano. Las películas seguían siendo de EEUU o México, raramente de Europa. Pero no importaba. Uno no iba a realmente a ver la película sino a pasarla bien con los amigos, a gritar, comprar algo para comer, buscarse con chiflidos en la oscuridad cuando se llegaba atrasado. Y hasta para llorar, como ocurría viendo películas largas, tristes y casi absurdas, como Joker, una película hindú que hizo llorar a César Noblecilla y Charles Mayorga en el Fénix mientras yo les veía las lágrimas chorrearles por las mejillas desde la fila de atrás. 

Pero el cine era también interactivo: la gente, contenta o enojada, establecía un diálogo directo con los actores, como si estuviéramos en el estadio viendo un partido de fútbol. Insultos, risas, preguntas, todo aparecía  mientras duraba la película. Recuerdo que a causa de la censura contra la pornografía, en un cine porno decidieron pasar Más allá del bien y del mal, de Liliana Cavani. A los pocos minutos, el público frustrado y enardecido comenzó a gritar en trailers trailers trailers y a tirar botellas a la pantalla. Luego, en un momento de respiro, mientras Dominique Sanda se desnudaba frente a su esposo, alcanzaron a verle el no muy pronunciado miembro viril a lo cual alguien gritó: "mira ese huevito" y todos se rieron y otra vez gritaron trailers trailer trailers y a tirar botellas.

Era en el cine también que encontrábamos a nuestros lejanos, cercanos o imposibles amores, en la complicidad de la penumbra que no revelaba el rostro y fomentaba ilusiones de belleza y coqueteo. Y afuera del cine se sellaba el encuentro con nombres, número de teléfono, con suerte una cita. O también con una pelea contra los del barrio local que había hecho del cine su punto de encuentro: Machucagente sacándole la madre al tristemente célebre Karate, un boxeador enanito belicoso del barrio Cuba que defendía a los aniñados del Centenario.


Para los solitarios, entrar al cine era entrar a una región de libertad mental interminable. Y así mismo, salir al terminar la función era volver a un mundo caótico y vulgar, con un exceso de luz que no servía para nada. El cine era el espacio para ser auténtico de muchas maneras. (El gran Medardo Angel Silva ha escrito de manera insuperable sobre esos detalles). 

En Guayaquil, ya para fines de los 70s, el cine había dejado de ser punto de reunión principal, aunque se mantenía gracias a los grandes éxitos comerciales. Los gustos habían cambiado. Y en ese cambio  la encantadora oscuridad de la sala se fue perdiendo, la costumbre de llegar a tiempo a una función, pensar si los trailers valían o no la pena, si la segunda película sería tan buena como la primera, se vieron desplazados por los temas y contenidos de las películas europeas e independientes que empezaron a llegar en festivales, funciones sabatinas (cine forum, entrada gratuita) o algún programa cultural de consulados o academias de lengua extranjera, como en las noches de verano en el patio de la Alianza Francesa, mientras pasaban L'homme qui aimait les femmes. 

En los 80s, esa reducción o desarticulación de este fundamental espacio urbano en la historia de la cohesión social de Guayaquil, la sucedió la llegada de los videocassettes que ofrecían más variedad pero también obligaban al gran público a desaparecer y reducirse a pequeños grupos. Ya no habría más aquellos gritos desaforados que se oían en los cines, ni las risas o comentarios por algún chiste u ocurrencia del público. No habría intermedios para comprar hamburguesas o sorbetes, canguil o refrescos.


Lo que se vive hoy es una prolongación de esa dinámica de los 80svía internet, pero de manera más radical y amenazante: hay más recursos para producir y consumir películas de toda índole y desde cualquier lugar del mundo, de gran o pésima calidad, como siempre. Pero no hay el bullicio, el movimiento humano tan propio del siglo anterior. Lo de hoy es más un acto privado que descarta diálogos o comentarios, bromas o risas. Es la muerte de la sala de cine propiamente. Y en ese cambio del gentío al sujeto solitario, sin duda mucho fuimos perdiendo. Hoy, acaso con suerte un fin de semana, la función ocurre en una casa, de manera discreta, entre pocos amigos, en donde, olvidándose de la película propiamente, uno se dedica más a disfrutar de la compañía de otros sin importar el resto.  




domingo, 8 de enero de 2023

Radiografía del barrio

No hay historia más complicada que la de nuestras repúblicas latinoamericanas. Parece ser una pieza de teatro en la cual siempre encontramos la dificultad de definirla como comedia, tragedia o drama, pues sus personajes son muchos, variados, contradictorios y cambian de una escena a otra a lo largo de la represetación. Esas fueron, más o menos, las palabras del padre jesuita e historiador Juan de Velasco en el período colonial tardío.

Dicha herencia de organizada rencilla y complejidad la heredamos de España y su agobiante sistema de definiciones de castas, razas y condiciones sociales. La podemos verificar en cualquiera de las tantas crónicas de conquista que describen duelos y discriminación entre gente de una comarca y otra, entre regiones del norte versus del centro o del sur. Nosotros, latinoamericanos herederos de bondades y maldades, a lo largo de 400 años le hemos puesto nuestro sello íntimo y personal. El barrio, ese microcosmos del país, es una muestra de lo que digo arriba. Veamos.


Soy del sur de Guayaquil, de la Ciudadela 9 de Octubre. Pero, como muchos, nací en el norte, en la meternidad que corresponde al cerro Santa Ana, y llegué a los dos años al otro polo de la pequeña ciudad. Ya he dado cuenta de las aventuras que vivimos en nuestra adolescencia en Los patriotas del sur. Quiero volver en este punteado sobre unas lineas esbozadas en El libro del barrio.

Mi barrio no era un barrio sino muchos barrios. Pero a muchos del barrio no les gustaba que así fuera, así como tampoco les gustaba la chabacanería de la palabra, a la cual desplazaban con "la esquina", "el parque", "de la cuadra", "de la manzana" o con el nombre de la tienda más frecuentada. La gente de mi barrio (que en realidad era solo una parte de la Ciudadela 9 de Octubre) era de la tienda La Gloria (equivalemte a La Favorita, que era la tienda los aniñados de otra zona). Todo eso, sin contar con las decenas de grupos menores que se formaban en cada cuadra y no se reconocieron nunca en ninguna descripción ni de aquí ni de allá, mucho menos los solitarios de cada sector, esos jóvenes que andan por las calles hasta encontrar un nicho en donde los aceptaran y fueran ellos como quisieron siempre ser.

Pero a la gente de La Gloria no le gustaba que fueran "a parar" otros que no eran del sector. Los miraban con enojo, celo y recelo, a veces hasta con desprecio, según el dinero que tuvieran (lo mismo ocurría en otros lados). La última generación de La Gloria, sin embargo, no recuerda que antes de ellos  estuvieron los fundadores: el viejo Pombar, Caballón, Pachequito, Gordillo, Huen Huen, Figurita, Suelazo (por los 60s); y que callejones más allá existieron también Bolita, los Monge, Pollo Enano; y del lado opuesto la gente del Rodillo: el negro Mina, el Conejo y Cachete en las filas de Platense que se enfrentaría al King donde jugaban los Martillo que eran de la Ciudadela pero también del Camal. Y también Leoncio Orellana, la gente del negro Georgi, Zapata, ñañito, la Feria, los hermanos Ron, Galo Ullauri.

He incluido otras geografías en el mapa barrial no a propósito sino de manera irremediable: mi barrio era la ciudadela, pero la ciudadela no era mi barrio porque no era mi propiedad sino la de todos: de La Gloria, de la plazoleta, del Rodillo y de La Favorita. En mi barrio también había divisiones de clase social, muchas veces traducida en membretes educativos: los de colegios religiosos (Cristóbal, San José, Javier) se reunían solo entre ellos. Pasaban por encima la amistad con el vecino con tal de mantener relaciones con gente de su nivel. Pero dentro de la misma casa había hijos de colegios públicos, a veces de no gran reputación. (Uno de los problemas de la enseñanza privada es que conduce a la discriminación social, uno de los problemas de la enseñanza pública es su radical mediocridad).

Así, a la falta de memoria y generosidad humana, notoria en los conflictos sociales, no se diga el permanente espíritu de competencia y secretismo propio de la adolescencia, se une el innegociable monopolio de la membresía. Por ejemplo, al fondo de la Calle 7 (sigo en Ciudadela) paraban: Gorilón, Kukuku, Miguel Marino, el negro Ojito, el colorado Benavides, Pajarito, Magoo, el longo Marcelo, el loco Mickey, la Cucufata, Chimbacalle (a veces también el longo Emilio), Frejolito, el flaco Quiroz. Y amigo de ellos era Cucho, que era mucho mayor y en realidad se pegaba más a los fundadores de La Gloria (o sea, la gallada del viejo Pombar). Entrar a cada uno de esos círculos era imposible, salvo afortunadas excepciones.

Pero la época de Cucho y su generación (poco antes de los 50s) fue a fines de los años 60s-principios de los 70s; la de Gorilón y los otros (nacidos por el 54) a mediados de los 70s. La última generación de La Gloria (nacidos por el 57), siendo la menor de todas, existió desde inicios y mediados de los 70s hasta hoy (aunque ya no queda casi nadie).


Si me preguntan cuál era mi barrio, diría los cholos del callejón E. Crecí junto a Manuelón, Monín, Puigoma, Ceviche, el loco Rey, Cuerito, Caimunga, Careplato, Pinina, Mirada de longo, el cholo Cepeda, 15 libras, padre Bazurco, Verruga, Vladi, El Amigo, 5 veces. Debería también decir Pluca, pero Pluca (sí, como la leche) no paraba en la esquina con nosotros. O sea, no era "del barrio". Pero frente a la esquina estaba el parque, en el cual se juntaban los ya desplazados de La Gloria (antes habían parado afuera de la casa de Cachato Jeff, debo enterarme más de los detalles de esos desalojos que los llevó hasta el parque) y algunos de ellos, sobre todo los menores, se juntaban con algunos de nosotros y vice versa. . Nosotros, que éramos menores, de colegios fiscales y callejones con casas pequeñas. Otros, como La Rubia y el Perro Bolivín, don Gachu, desertarían el busca de su propio rumbo popular.

En estas interminables anécdotas de personajes, lugares y aventuras, siempre me he quedado corto con historias ocurridas en otros puntos de la ciudadela (hay tanta vida y tanto por contar), con lo que decían las chicas, cómo vivieron y crecieron puertas adentro. No sé nada de sus amores ni de lo que fue de la hermosa muchacha que vivía junto a la farmacia Atenas, o aquella que andaba en una motoneta y pasaba veloz frente a nosotros. Alguien debería contarnos todo eso.

Con los años, la gente partió hacia otros rumbos (dentro y fuera de Guayaquil), algunos matuvieron el contacto, otros no. Los que se quedaron, asumieron la responsabilidad de mantener vivo el recuerdo de lo que alguna vez fueron o fuimos (no sé cuál es mi lugar ahora en el barrio, pues mis amigos cercanos ya han muerto o no viven ahí) y no es raro ver que ahora se envistan de una autoridad cultural que jamás tuvieron cuando jóvenes pero que el tiempo y el amor por el terruño les dio con justa razón. Tal es el destino humano: al final, los héroes son los que resisten el paso del tiempo, los últimos valientes. Con los años, de esa gran marejada humana que fueron los muchos amigos del barrio, pocos serán los que queden para siempre, o casi siempre. 

Me informaron hace poco que se van a reunir nuevamente, que enviaron una lista de 60 y pico, que no todos han sido invitados y los que han sido aun no han dado la contribución. No terminan de ponerse de acuerdo sobre quién es o no del barrio (o sea, su barrio, sus cuadras). Siendo del sur se reunirán en el norte, por seguridad y comodidad, asumo.  Así se ha fraguado y queda la vida de los que fuimos del sur, allá por los 60s y 70s. No sé quiénes irán finalmente a esa reunión. En todo caso: ¡salud!