Ocurrió una noche, cuando fuimos en procesión desde mi casa hasta la zona del Rodillo. La casa esquinera no tenía verja y la amplia pared servía de telón para proyectar las películas. ¿Cuál era? ¿Marcelino, pan y vino? ¿El monstruo de la laguna negra? ¿El pantano de los cuervos? No importaba la película tanto como el rito y la aventura de sentarse a un lado, tirarse en cualquier parte de la calle o mirar desde el fondo las imágenes sucediéndose en la pared.
Esa misma aventura la repetíamos en la sala de casa, en un imaginado cine diminuto en donde los vecinos llegaban con almohadas y se acostaban en el suelo para desde ahí ver la televisión que nos enviaba series en blanco y negro, películas y programas de noticia.
A la par que esperábamos ansiosos el nuevo episodio semanal de Johnny Yuma, el rebelde, Maverick, La rubia peligrosa, Marcado, Cita con al muerte, Los intocables y los ya viejos capítulos de Cruz Diablo, aplacábamos la espera con los diarios capítulos de las telenovelas mexicanas: Rubí, Renzo el gitano, Muchacha italiana viene a casarse.
Las películas de Guayaquil eran en realidad los cines de Guayaquil. De ahí tomaban su sello, su importancia, su caché. El Presidente, por ejemplo, era de la vieja oligarquía y gente mayor. El Victoria, en cambio, a pocas cuadras y bordeando la zona candela del centro, era para el pueblo sediento de pornografía. El Guayaquil y su cafetería Pacha eran sinónimo de elegancia. El resto tenía una historia menor ya en los 70s: el gran Olmedo iba desapareciendo poco a poco, igual el Apolo, Metro, Fénix y el 9 de Octubre. Al mismo tiempo, otros aparecían, como el cine Inca, al sur de la ciudad.
El cine era lugar preferido de los enamorados, parejas que tibiamente se tocaban o se besaban esquivando la atenta mirada chaperona o la linterna de los guardias que acababan con el embeleso; rito romántico que pasaba a la carnalidad más brusca, por ejemplo en el Victoria o el Porteño, a veces el Quito.
Con la adolescencia, el cine se convirtió en regla forzada de la ceremonia de crecimiento urbano. Las películas seguían siendo de EEUU o México, raramente de Europa. Pero no importaba. Uno no iba a realmente a ver la película sino a pasarla bien con los amigos, a gritar, comprar algo para comer, buscarse con chiflidos en la oscuridad cuando se llegaba atrasado. Y hasta para llorar, como ocurría viendo películas largas, tristes y casi absurdas, como Joker, una película hindú que hizo llorar a César Noblecilla y Charles Mayorga en el Fénix mientras yo les veía las lágrimas chorrearles por las mejillas desde la fila de atrás.
Pero el cine era también interactivo: la gente, contenta o enojada, establecía un diálogo directo con los actores, como si estuviéramos en el estadio viendo un partido de fútbol. Insultos, risas, preguntas, todo aparecía mientras duraba la película. Recuerdo que a causa de la censura contra la pornografía, en un cine porno decidieron pasar Más allá del bien y del mal, de Liliana Cavani. A los pocos minutos, el público frustrado y enardecido comenzó a gritar en trailers trailers trailers y a tirar botellas a la pantalla. Luego, en un momento de respiro, mientras Dominique Sanda se desnudaba frente a su esposo, alcanzaron a verle el no muy pronunciado miembro viril a lo cual alguien gritó: "mira ese huevito" y todos se rieron y otra vez gritaron trailers trailer trailers y a tirar botellas.
Era en el cine también que encontrábamos a nuestros lejanos, cercanos o imposibles amores, en la complicidad de la penumbra que no revelaba el rostro y fomentaba ilusiones de belleza y coqueteo. Y afuera del cine se sellaba el encuentro con nombres, número de teléfono, con suerte una cita. O también con una pelea contra los del barrio local que había hecho del cine su punto de encuentro: Machucagente sacándole la madre al tristemente célebre Karate, un boxeador enanito belicoso del barrio Cuba que defendía a los aniñados del Centenario.
Para los solitarios, entrar al cine era entrar a una región de libertad mental interminable. Y así mismo, salir al terminar la función era volver a un mundo caótico y vulgar, con un exceso de luz que no servía para nada. El cine era el espacio para ser auténtico de muchas maneras. (El gran Medardo Angel Silva ha escrito de manera insuperable sobre esos detalles).
En Guayaquil, ya para fines de los 70s, el cine había dejado de ser punto de reunión principal, aunque se mantenía gracias a los grandes éxitos comerciales. Los gustos habían cambiado. Y en ese cambio la encantadora oscuridad de la sala se fue perdiendo, la costumbre de llegar a tiempo a una función, pensar si los trailers valían o no la pena, si la segunda película sería tan buena como la primera, se vieron desplazados por los temas y contenidos de las películas europeas e independientes que empezaron a llegar en festivales, funciones sabatinas (cine forum, entrada gratuita) o algún programa cultural de consulados o academias de lengua extranjera, como en las noches de verano en el patio de la Alianza Francesa, mientras pasaban L'homme qui aimait les femmes.
En los 80s, esa reducción o desarticulación de este fundamental espacio urbano en la historia de la cohesión social de Guayaquil, la sucedió la llegada de los videocassettes que ofrecían más variedad pero también obligaban al gran público a desaparecer y reducirse a pequeños grupos. Ya no habría más aquellos gritos desaforados que se oían en los cines, ni las risas o comentarios por algún chiste u ocurrencia del público. No habría intermedios para comprar hamburguesas o sorbetes, canguil o refrescos.
Lo que se vive hoy es una prolongación de esa dinámica de los 80svía internet, pero de manera más radical y amenazante: hay más recursos para producir y consumir películas de toda índole y desde cualquier lugar del mundo, de gran o pésima calidad, como siempre. Pero no hay el bullicio, el movimiento humano tan propio del siglo anterior. Lo de hoy es más un acto privado que descarta diálogos o comentarios, bromas o risas. Es la muerte de la sala de cine propiamente. Y en ese cambio del gentío al sujeto solitario, sin duda mucho fuimos perdiendo. Hoy, acaso con suerte un fin de semana, la función ocurre en una casa, de manera discreta, entre pocos amigos, en donde, olvidándose de la película propiamente, uno se dedica más a disfrutar de la compañía de otros sin importar el resto.