miércoles, 21 de agosto de 2019

De Woodstock al barrio (Memorias de "Los patriotas del sur")


De lo que pasaba en la Casa Parroquial
Después de verlo en fiestas, de esas con luces negras y rojas, chalecos hippies y música rockera, se había comenzado a hablar de él. Pero ¿quién era el flaco de Mapasingue? Era un puto flaco de pelo largo que había adoptado la bandera de Estados Unidos como vestimenta. Llevaba un pantalón de estrellitas blancas y rayas azules y rojas. Parecía un fantasma sacado del litoral ecuatoriano, de una leyenda de abuelos. Tenía dos metros de alto y el pelo hasta los hombros, y hablaba reposada y tranquilamente. Cuando aparecía en las fiestas se confundía con las sombras de los rincones. Hablaba inglés muy bien. Tenía algunos amigos en el barrio, Galleta era uno de ellos. De repente desaparecía y no se volvía a saber de él hasta la siguiente fiesta. Bailaba durísimo y también metía duro la mano cuando había bronca, como ocurrió un día en la Casa Parroquial.

A principios de los 70, la Casa Parroquial era el centro de actividades sociales. Había cursos de música, funciones de teatro y un jardín de infantes. Estaba obviamente junto a la iglesia de Monserrat y junto a una escuela donde aguantábamos más palo del esperado, más allá del Eloy Alfaro (o más acá, según por donde se venga). Los domingos, la iglesia se llenaba hasta el tope y afuera vendían canguil y otras delicias. Nosotros íbamos más por ver a las chicas que por rezar. Mientras el cura decía la misa, una virgen negra miraba tranquila desde lo alto, y nosotros decíamos cinco padrenuestros y cinco avemarías por habernos portado mal. Durante la semana, la iglesia era el lugar donde nos reunían a cantar himnos religiosos a punta de santo látigo mientras decíamos en coro por mi culpa/ por mi culpa/ por mi grandísima culpa. Nunca hacíamos nada malo pero había que pagar alguna culpa por lo que fuera, pero culpa al fin y al cabo. A un costado de la iglesia, una vez por semana, aparecía un carro de la Pepsi y proyectaba películas de Jorge Negrete y el Cine de Oro mexicano, y la gente se abultaba, cada uno con su banquito, a sentarse a ver las maravillosas imágenes en blanco y negro de los amores imposibles.

En la Casa Parroquial organizaban conciertos de rock que terminaban en pelea. La bronca siempre comenzaba porque Galleta se emplutaba y le mandaba la mano o buscaba pelea a Carlos Taboada. Taboada, aparte de mover el trasero con su taconeo en la tarima, no era pendejo. Cuando se arrechaba se lanzaba desde lo alto, como en película de vaqueros, y caía sobre algún rival para agarrarse a puñetes. Entre sus pasos estaban el del trompo y el paso gitano. Con el primero daba vueltas y vueltas mientras hacía piruetas con las manos, como esas bailarinas sobre el hielo; con el segundo palmoteaba, caminaba rápidamente por la tarima y se amarraba la camisa a la cintura mientras los pantalones acampanados flotaban con la música. Con Taboada venían también los fumones del norte. Pero el flaco de Mapasingue, que los conocía y no se llevaba bien con ellos porque no era aniñado, se venía con la gente del barrio.

Mientras todos se retorcían frenéticos, Héctor Napolitano tocaba melodramáticamente la guitarra a lo Jimy Hendrix y Los Apóstoles hacían sonar los instrumentos entre tanto Jinsop decía I wanna know/have you ever seen the rain. Los Sobre Ruedas, que era el grupo de Cachato, el viejo Icaza y el loco Roberto, cantaban canciones de Los Náufragos, Fórmula V, Los Mitos y Los Tíos Queridos, voy a pintar/ las paredes con tu nombre mi amor/para que sepas/ que te quiero de verdad, o el himno de los borrachos que decía de boliche en boliche/ me gusta la noche/ me gusta el bochinche/ soy un caso perdido/ me meto en el ruido y no puedo parar, o “El extraño de pelo largo” que era una canción casi mística y que describía a los salvajes que llevábamos dentro vagando por las calles/ mirando la gente pasar/ el extraño de pelo largo/ sin preocupaciones va/ hay fuego en su mirada/ y un poco de insatisfacción/ por una mujer que siempre quiso/ y nunca pudo amar. Hasta aquí el decorado auditivo, ahora viene la historia.
 
Decía que Taboada en cada paso se inclinaba al suelo. Corría, se agachaba y se paraba enseguida, sonreía y ocultaba la sonrisa detrás de un abanico, en tiro Raphael Martos de España ¿De dónde mierda sacaba el abanico? Nadie lo sabía. En una de esas, Galleta, ya entrado en biela, se inclina y le toca la nalga. Taboada, maricón o no, se ofendió con el toqueteo, sacó la pata con fuerza y le dio un plataformazo en la cara. Galleta, arrecho y recuperado, se subió a la tarima, lo agarró del pelo, lo estrelló contra el piso y entre ambos se dieron una divina puñetiza mientras volaban sillas y botellas por la pista. Se armó el coge-coge. La gente de Taboada le cayó en gajo a Galleta y todos hicieron ruma, unos encima de otros dándose con lo que estuviera a mano. El flaco de Mapasingue y los panas del barrio se metieron también a repartir y aguantar cocacho mientras las mujeres corrían despavoridas de un lado a otro, menos, claro, la que sería con los años la famosa Banda de las Bajacierre (llamado en los 80 El Cartel de la Ciudadela). El cura, micrófono en mano gritaba ¡compórtense!, ¡compórtense!, tarea de salvajes. Coge-coge del bueno. Al final, un poco tranquilizados los ánimos, la compostura quiso ser establecida pero ya quedaba poca gente. Otro conjunto, Los Pasos, el más turro de todos, por ahí dejaba oir unas notitas moribundas de dos tambores y una guitarra eléctrica. Ante el abandono del ring por parte de los músicos, el cura se acercó a Rockolita y le pidió que cantara.
 
La gente del barrio le decía no Rockolita no cantes, esos manes tocan turro y te van a desprestigiar frente a las peladas. Pero fue inútil. A la voz de quieres cantar el man ya estaba rumbo a la tarima, guitarra en mano. Pero ocurrió el milagro.

Rockolita tomó el micrófono y, a lo Daniel Santos, mirando fijamente a los músicos, taconeó la pierna y dijo, un, dos, un, dos, tres, yo no he visto a Linda/ parece mentira.../ yo no he visto a nadie. Nos quedamos mirando entre todos, casi felices. El Cuervo dijo este Rockolita es un chucha. Qué hijueputa, acotó Chocoto, y nos dimos un trago de aguardiente. Luego siguió con un bolero de Alberto Beltrán: Yo no sé/cómo puede la luna brillar/cómo pueden las aves cantar/si ya no me amas tú. Y luego otro, esta vez de Ismael Rivera, que dice si te contara mi sufrimiento/ si te dijera la pena tan grande/ que llevo muy dentro/ la triste historia/que noche tras noche/de dolor y pena/ llegó a mi alma/ surgió en mi memoria/como una condena. Y así continuó el resto de la noche.

lunes, 12 de agosto de 2019

"Funes, el memorioso"-fragmento (incluído en mis "Papeles olvidados")

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Un texto literario puede ser leído con la ayuda de diversas escuelas críticas, incluyendo la semiótica. Pero también puede ser abordado por un punto de vista no necesariamente tecnificado. Esta segunda posibilidad se incluye en el diálogo entre filosofía y literatura. A este hecho, de práctica corriente en el lector común, le añadimos la noción de "lectura" en tanto práctica que organiza las relaciones y niveles ocultos en el texto, sea a nivel de significados o de acciones narrativas. Esta noción de "lectura" podría estar contenida en las palabras de Derrida, en su De la Gramatología, esto es: como un ejercicio que puede quedar inacabado y que escapa a limitaciones de los modelos analíticos en boga. Así, el riesgo de que la lectura del texto se transforme en simple paráfrasis o remetaforización textual (algo bastante común en la academia estadounidense) amenaza dicho esfuerzo. En With the compliments of the author, Fish propone un conjunto de pares que oreganizarían una taxonomía universal (1990). De éstos, en mi lectura de Funes, usaré los siguientes: lenguaje literal vs lenguaje metafórico; discurso objetivo vs discurso subjetivo; gente real vs gente ficticia; percepción vs interpretación; experiencia real vs experiencia estética. Empecemos.

Lenguaje literal vs lenguaje metafórico

         "Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... "

En el párrafo de apertura sobresale un tono evocador. Mas, una vez que terminamos el cuento, vemos que el inicio es en realidad introducción y concentración de elementos que serán distribuídos a lo largo de las páguinas siguientes. La primera lectura del párrafo nos da un lenguaje directo, percibido quizá en sus bondades estéticas y retóricas como exagerado o embellecedor del personaje. Mirar con agudeza un simple objeto llama la atención, es casi pintoresco, es lenguaje metafórico de una realidad cierta. Sin embargo, en una segunda lectura de esas mismas líneas sabemos que lo que se cuenta no es exageración ni adorno estético, sino que Funes, de verdad, veía como nadie más podía ver. Así, el supuestamente exagerado del personaje es real y lo que hace tiene sentido literal; y se opone a lo que el mismo Borges, con delicadeza alegórica en el prólogo de Artificios, llama: "una larga metáfora del insomnio".

Este juego de lo literal y lo literario, el narrador de Funes lo ahonda al divertirse con entradas y salidas del texto y recordarnos que el personaje excepcional "era también un compadrito de Fray Bentos". Es decir, lo extraordinario resulta vivir en lo normal.