Mi interés por lecturas y autores, en estos años, es de puro gusto estético y curiosidad bibliográfica, pero defiendo la necesidad de que se los tome en serio, pues son parte de la gran literatura ecuatoriana, esa que aun no se lee ni se conoce. Como tantos otros, este autor y su libro jamás fueron tema de estudio en las aulas colegiales o universitarias, lo cual los convierte en una gran pérdida letrada.
Empecemos con una pregunta: ¿Para qué sirve estudiar el siglo XIX? Para encontrarle sentido y detalle al presente, sobre todo en América Latina, en donde el presente es un reflejo de la economía y los moralismos del pasado. La obra de Espinosa se encuadra en una reconstrucción parcial de la naciente cultura urbana y su interacción con el campo y sus manifestaciones existenciales, sobre todo en la verbalización del entramado cultural del agro y en el accidentado y duro cambio de mentalidad de un espacio a otro.
El libro de Espinosa es una caja de reveladoras sorpresas: una recopilación de crónicas periodísticas que nos llevan de la mano por variados temas, y nos asoman a la vida del siglo independentista, tan entreverado como reaccionario. Veamos sus textos.
El primero se llama "El Censo" y es una obrita de tres páginas con ágiles diálogos picarescos sobre la situación familiar y guarda mucha similitud con la pieza del mismo nombre de Emilio Carballido. La coincidencia se fortalece al recordar que México (país de Carballido) es la cuna del periodismo social libertario y que el famoso "Periquillo Sarniento" se nutre de la picaresca española y la adapta a los nuevos tiempos, a la vez que irradia su influencia en los confines hispanoamericanos.
El segundo texto, "Corpus", es una carta de tono directo y apostrofado para invitar a los turistas a la fiesta religiosa y a leer un cuadro de costumbres, delicioso para cualquier investigador de cultura popular: "Pero todavía no hay cosa mejor, y son unos como castillos de frutas, repollos, calabazas, cuyes, y pequeños moharraches de barro. ¿Y esto para qué? dirás tú que no lo has visto, ¿Pues para qué había se ser, sino para solemnizar el Corpus, haciendo que hasta lo más inerte manifestase un espíritu religioso? Además que esta antigua costumbre es causa de regocijo, porque estando en la plaza la Majestad, comienzan los pleitos de los mozos por tomar vez para subir a los castillos; subes los más ágiles y diestros..." (31).
Dado el éxito del género epistolar en el periodismo decimonónico ensayado por Espinosa, se puede concluir que este autor funda un estilo de disfrute diletante y romántico que se desarrollará años después en la pluma de José Antonio Campos, Adolfo H. Simmons y Manuel J. Calle, y con fuerza en la poesía del ignorado Abel Romeo Castillo. Así, encontramos sus: "Al señor don Saturnino de no sé qué- Ambato", "Camino carretero" (indispensable para la documentación de la historia del regionalismo y del centralismo en Ecuador, y gran tema de análisis para cualqier interesado), "Ya no se afeita (carta de Bonifacio a su amigo Rudecindo)", "Otro quemado (carta de Bonifacio a Rudecindo)", "Las literatas (Respuesta de Rudecindo a su amigo Bonifacio)" (ejemplar en el rastreo de la lucha de los sexos), "Reivindicaciones (carta de Rudecindo a los señores redactores de La Verdad)", "A la señora Verónica C. (respuesta de Bonifacio)", "Al señor director de La Revista Literaria", "Hijos de la reina (a Pepe Tijeras)" y "Observación filológica (al señor doctor don Honorato Vásquez)". Para Espinosa, cada carta una excusa para tratar los temas de su época, con tono de burla y punto de vista conservador, como era tradicional en su época.
No obstante la agilidad de su escritura, hay momentos en que Espinosa cede su talento a la diatriba política y, aunque nunca deja de ser un autor que vale la pena promover, se esfuerza más en rechazar e imponer que en elaborar un discurso alternativo, como habría sido ideal en un pensador independiente. Tal caida se afirma en su "Propuesta de matrimonio", las fascinantes "Memorias del niño Santiago Birbiqui", "Sí y no" (importante texto sobre el porqué se escribe)", "Toros", "Policías" "Población", entre otros.
Muchas son las maneras de analizar un texto. Cuando optamos por una de ellas eliminamos otras (tal es el pago por elegir), a lo mejor mucho mejores. Este riesgo de lector principiante que nunca he perdido, me permite optar hoy por ser un poco libresco y menos personal que de costumbre, pues me interesa más que se oigan las palabras originales y menos mis paráfrasis o alabanzas. A este respecto, lamento no tener el tiempo ni los medios para escanear libros que me gustan, como éste, y madarlos al viento muerto del internet para que algún cibernauta se interese. Y, lamentablemente, la pereza de copiar todo mata el deseo.
Añado otro nombre no muy lejano a la Historia de la Negación Ecuatoriana y a mis afanes lectoriles: Alberto Borges, el español de Ecuavisa que deslumbró a sus pocos lectores en las páginas dominicales de El Telégrafo, cuando ahí publicaban los que sabían escribir. Hace muchos años ya de eso.
lunes, 25 de julio de 2016
martes, 5 de julio de 2016
Para no olvidar a Guayaquil
Dos sueños iniciaron mi recaída:
El primero ocurrió hace más de tres meses.
Caminamos tomados de la mano hacia el cine. La mañana terminaba y había sol por todas partes, era sábado. La puerta parecía la entrada a un parque de diversiones. El boletero era Cristóbal Garcés, uno de mis profesores de literatura en el Alfaro. Al vernos le presenté a mi compañía, una mujer del pasado. Entramos, nos sentamos y empezó la película. Luego ella se levantó y no regresó. Ese asiento vacío fue ocupado por un joven que tomó mi mano. Tan pronto como se dieron cuenta de eso, los guardianes se lo llevaron. Mientras lo alejaban en la oscuridad noté que llevaba una herida en la cabeza. Luego una mujer joven, rubia y hermosa, se sentó a mi lado. Me tomó también de la mano y así nos quedamos. Juntó su cabeza y olí la fragancia de su pelo hasta el leve despertar.
El segundo sueño tuvo lugar hace dos noches.
Camino nuevamente un alegre sábado por la mañana. Estoy en la zona de Rumichaca y Aguirre, en donde vendían discos de vinil en medio de interminables ferreterías. Toda la gente que compra es conocida, pero sigue distraída en la ágil actividad mientras el transporte pasa lentamente. Llega una cantante joven y voluptuosa. Está triste. Le digo que ninguna traición merece luto. Mi sobrina Helen aparece y al verla llora de alegría porque es una de sus artistas favoritas. La mañana transitada sigue con el sol en lo alto de Guayaquil.
Al despertar de ambos sueños recordé unos versos que escribí hace mucho, celebrando el pasado, el sol y la mañana en el puerto. Días antes, una amiga me había preguntado si aún escribía, si publicaría algo. Que no le dije, ni lo uno ni lo otro; y proseguí con una queja sobre la pobreza humana en asuntos culturales y mercantiles, sobre todo en Guayaquil. "Pero siempre sale algo", terminé con falso optimismo.
Llamo mi recaída al hecho de pensar con énfasis en un Guayaquil que ya no existe, pues ciertamente el Guayaquil que amo es del pretérito. Y asumo que a eso se refería Fernando Nieto Cadena cuando me describía, hace más de veinte años, su alejamiento de Ecuador. Pero decir y escuchar es una cosa, vivirlo es otra.
El mes de Julio lleva esa tristeza de lo perdido aunque la gente aún festeja, a veces inclusive con residuos de lo que yo mismo viví (el partido de índor en la calle pintada de cal, la carrera de ensacados, el juego del palo encebado), quizá porque la mayoría de sus barrios aún son pobres y no hay manera de escapar. El mes de Julio me resulta cada vez más extraño, por decir lo menos: es el mes del Guayaquil que he perdido y busco en sueños, el de EEUU en su fiesta del 4 de Julio que borra todo lo malo cuando le gente se sienta a ver los fuegos artificiales y es el mes de Francia (Paris) por el 14 de Julio, pues desde esa ciudad y fecha vienen mis recuerdos de los destellos y candelillas lanzadas al cielo de la noche.
Así, el mes de Julio es tres lugares que a veces me son íntimamente ajenos pero que, sin embargo, son lo único que me queda cuando cierro los ojos. En ese mundo, como sabemos, el sueño es realidad, el pasado presente y una geografía la otra. La constante en esa trilogía topográfica son las personas que entran sin pedir permiso. Quizá deba añadir también la de mis tres mujeres que a veces asaltan mi otro mundo, aunque sin ser parte de la herida que llevo dentro.
Sé que volveré a soñar con esos amigos que en la U Católica leían a Freud debajo de una mesa, la montaña que el Conde, el poeta greco-chipriota y yo subíamos cada sábado luego de clases, el día en que terminé el colegio y el cuerpo no aguantaba más trago, los partidos de volleyball, el duro entrenamiento del equipo del barrio bajo la lluvia hasta el Puerto Marítimo, el primer beso detrás de la reja de una casa del sur, los malos y buenos profesores de la escuela Baltazara, el recorrido del bus de la 1, desde la Ciudadela 9 de Octubre hasta el Cerro Santa Ana, los veranos del 87 y 94, la interminable música con Ricardo Maruri y los alegres abrazos con mi olvidado cholo Cepeda...
El primero ocurrió hace más de tres meses.
Caminamos tomados de la mano hacia el cine. La mañana terminaba y había sol por todas partes, era sábado. La puerta parecía la entrada a un parque de diversiones. El boletero era Cristóbal Garcés, uno de mis profesores de literatura en el Alfaro. Al vernos le presenté a mi compañía, una mujer del pasado. Entramos, nos sentamos y empezó la película. Luego ella se levantó y no regresó. Ese asiento vacío fue ocupado por un joven que tomó mi mano. Tan pronto como se dieron cuenta de eso, los guardianes se lo llevaron. Mientras lo alejaban en la oscuridad noté que llevaba una herida en la cabeza. Luego una mujer joven, rubia y hermosa, se sentó a mi lado. Me tomó también de la mano y así nos quedamos. Juntó su cabeza y olí la fragancia de su pelo hasta el leve despertar.
El segundo sueño tuvo lugar hace dos noches.
Camino nuevamente un alegre sábado por la mañana. Estoy en la zona de Rumichaca y Aguirre, en donde vendían discos de vinil en medio de interminables ferreterías. Toda la gente que compra es conocida, pero sigue distraída en la ágil actividad mientras el transporte pasa lentamente. Llega una cantante joven y voluptuosa. Está triste. Le digo que ninguna traición merece luto. Mi sobrina Helen aparece y al verla llora de alegría porque es una de sus artistas favoritas. La mañana transitada sigue con el sol en lo alto de Guayaquil.
Al despertar de ambos sueños recordé unos versos que escribí hace mucho, celebrando el pasado, el sol y la mañana en el puerto. Días antes, una amiga me había preguntado si aún escribía, si publicaría algo. Que no le dije, ni lo uno ni lo otro; y proseguí con una queja sobre la pobreza humana en asuntos culturales y mercantiles, sobre todo en Guayaquil. "Pero siempre sale algo", terminé con falso optimismo.
Llamo mi recaída al hecho de pensar con énfasis en un Guayaquil que ya no existe, pues ciertamente el Guayaquil que amo es del pretérito. Y asumo que a eso se refería Fernando Nieto Cadena cuando me describía, hace más de veinte años, su alejamiento de Ecuador. Pero decir y escuchar es una cosa, vivirlo es otra.
El mes de Julio lleva esa tristeza de lo perdido aunque la gente aún festeja, a veces inclusive con residuos de lo que yo mismo viví (el partido de índor en la calle pintada de cal, la carrera de ensacados, el juego del palo encebado), quizá porque la mayoría de sus barrios aún son pobres y no hay manera de escapar. El mes de Julio me resulta cada vez más extraño, por decir lo menos: es el mes del Guayaquil que he perdido y busco en sueños, el de EEUU en su fiesta del 4 de Julio que borra todo lo malo cuando le gente se sienta a ver los fuegos artificiales y es el mes de Francia (Paris) por el 14 de Julio, pues desde esa ciudad y fecha vienen mis recuerdos de los destellos y candelillas lanzadas al cielo de la noche.
Así, el mes de Julio es tres lugares que a veces me son íntimamente ajenos pero que, sin embargo, son lo único que me queda cuando cierro los ojos. En ese mundo, como sabemos, el sueño es realidad, el pasado presente y una geografía la otra. La constante en esa trilogía topográfica son las personas que entran sin pedir permiso. Quizá deba añadir también la de mis tres mujeres que a veces asaltan mi otro mundo, aunque sin ser parte de la herida que llevo dentro.
Sé que volveré a soñar con esos amigos que en la U Católica leían a Freud debajo de una mesa, la montaña que el Conde, el poeta greco-chipriota y yo subíamos cada sábado luego de clases, el día en que terminé el colegio y el cuerpo no aguantaba más trago, los partidos de volleyball, el duro entrenamiento del equipo del barrio bajo la lluvia hasta el Puerto Marítimo, el primer beso detrás de la reja de una casa del sur, los malos y buenos profesores de la escuela Baltazara, el recorrido del bus de la 1, desde la Ciudadela 9 de Octubre hasta el Cerro Santa Ana, los veranos del 87 y 94, la interminable música con Ricardo Maruri y los alegres abrazos con mi olvidado cholo Cepeda...
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