La primera es aquella de que el fútbol no tiene lógica. Todo tiene lógica o, más exactamente dicho: su propia dinámica. Los que afirman semejante barbaridad no quieren recordar que se trata de actividades físicas humanas y que las variantes se evidencian sólo en los momentos de la práctica misma: por eso un partido siempre es diferente a otro y, por ponerlo de manera exagerada, el mismo equipo es otro semana a semana. Lo "accidental" (el estado de preparación mental y física y la aplicación de técnica, por ejemplo) en realidad alteran "lo estable" (el pedigree de los jugadores, por ejemplo).
La segunda afirmación es aquella de que la mujer es un misterio. Como soy enemigo de jueguitos verbales y abstracciones, anoto solamente lo que Mariana Gómez escribió al respecto: "Sólo a los que no saben leernos les resultamos un misterio".
La tercera es que Dios no existe. Los que se afanan en "demostrar" que Dios no existe por el simple hecho de que "no se lo ve" son los mismos que aún reflexionan si el amor existe. No entro en discusiones sobre si debe durar mucho o no, ni sobre los tipos de amor, sólo anoto un paralelo. Dios es una realidad mental, emocional y simbólica. Existe porque lo sentimos, lo soñamos, lo imaginamos y lo necesitamos. Esto lo saben las personas desde hace muchos siglos, sea en su manifestación rústica como ingobernable fenómeno natural o en su versión privada más controversial: la de los "raptos" que ocurren siempre a los santos... y a varios millones cuando se quedan mirando fijamente al horizonte. Pedirle a la Ciencia que explique la existencia de Dios es pedirle al vecino que cancele lo que le debemos al banco. Sin embargo, debo recordar que solamente el ser humano tiene la capacidad de generar desde sí mismo un sentimiento hacia Dios... Pero no abundemos tampoco en asuntos en los cuales la ciencia está en veremos.
La última de las afirmaciones mentirosas es menos conocida y más especializada, otro flaco invento de algunos despistados (ah, estos escritores del tercer mundo, creyéndose la mamá de Tarzán). Hace unos veinte años mi sobrina Katiuska (ayer Simisterra hoy Scoggin) me preguntó en una entrevista universitaria qué le enseñaba la literatura al periodismo. Me reí y le dije que era lo contrario, aquí resumo mi respuesta: 1- Los periodistas deben escribir, es parte de su trabajo, no necesitan "inspirarse" (como los escritores) sino redactar una noticia/reporte/artículo; es decir: enseñan disciplina y a luchar contra el tiempo y el espacio para las palabras; 2- Los periodistas salen a buscar la noticia, no se sientan como vagos a esperar que los pajaritos les susurren al oido sobre qué escribir; 3- Los periodistas tienen un lector concreto a quien le escriben: el gran público (con nivel social e intelectual específicos), contrario a los folklóricos escritores que se inventan o sueñan con un "lector ideal" y por ahí mismo las más disparatadas "teorías de la recepción"; 4- Los periodistas viven en un medio laboral de tensiones pero, al final del día, deben salir airosos de esa batalla para llevar pan a la mesa, deben haber producido lo demandado porque tienen que pagar sus cuentas, contrario a "los escritores" que, por lo general, viven evadiendo responsabilidades de adultos. Y basta. Prefiero leer una buena noticia publicada, digamos, en el New York Times (o el New Yorker) que una larga y aburrida novela "bien escrita" por algún ávido empeñoso que quiere demostrar que el sol no sale de día.
miércoles, 28 de mayo de 2014
miércoles, 14 de mayo de 2014
Un recital de poesía en Plattsburgh
En general, no me gusta dar recitales, tampoco asistir a ellos. Me aburro por el largo tiempo que demoran. Sin embargo, como parte de una deuda que Alexis Levitin y yo teníamos con nuestro libro de poesia ecuatoriana traducida al inglés (Tapestry of the Sun), aceptamos una invitación de la Galería Rota, un grupo de Plattsburgh, ex-estudiantes del Dto de Inglés de la universidad (uno de ellos ahora da Composición). Jueves 8 de Mayo del 2014.
El local era pequeño y dio cabida a unas 15 o 20 personas. La noche estaba hermosa: cálida, silenciosa y con un cielo muy azul. Conversé con unos jóvenes que llegaron con anticipación, saludé con dos conocidos e intercambié frases con otros asistentes. Alexis leyó en inglés y yo en español y contamos breves anécdotas de los poetas y el proceso de traducción. La lectura propiamente duró unos 45 minutos. Al final nos hicieron preguntas, sobre todo acerca los poetas jóvenes de Guayaquil y Ecuador. Luego se dio paso al público, micrófono abierto, para que leyeran sus poemas. Y ahí aparecieron los anónimos poetas locales que se encuentran en cualquier parte del mundo: un joven tenía una serie de poemas irónicos cuya palabra principal era "Strawberries", otro más joven aún leyó con una voz casi apagada dos poemas cortos, el segundo en español, y sonaban como baladas; luego leyó un hombre serio, alto, flaco, en jean y camiseta blanca y una gorrita. Con Alexis coincidimos en la bondad de su último poema, cuya línea principal decía "I didn't agree with the death of my mother..." (No estuve de acuerdo con la muerte de mi madre...)
Ya eran las 9:30 pm y había sido suficiente. Quería regresar a casa (a esas horas duermo). Me despedí mientras seguían leyendo, salí a la noche encantadora y encendí mi van. Pero tan pronto como lo hice sentí un olor que no era el del transporte y el trajín diarios sino el de una noche antigua en Guayaquil. Automáticamente recordé las veces en que tomaba la van de mi hermano, allá por el 80, y, junto al Conde Martillo, conducía por un Guayaquil de sueños rotos y cansancio. Recordé cuando sacábamos el vehículo del parqueadero, tomábamos la Domingo Comín rumbo al norte, pasábamos por el Malecón y doblábamos por el Cerro hasta llegar al Cementerio y de allí nuevamente al sur, con una parada definitiva en el King, cantina de todos los triunfos y derrotas de esos años. Mientras regresaba a casa en Plattsburgh, cosa de cinco minutos más, escuchaba en la radio las viejas canciones con las que crecí y fui el joven poeta de veinte años, tan joven como los muchachos de pelo largo que leían sus poemas en Plattsburgh.
Ya en casa me quedé pensando, inquieto, atento a lo que sentía en ese momento. Reviví los recitales, la tarde interminable del verano pretérito que se repite en el norte, a tanta luz y tiempo de distancia, y lo que acababa de ocurrir en la Galería Rota: los jóvenes irreverentes, tímidos, vestidos como visten los de su tiempo, preguntando por otros poetas en otra parte del mundo, si acaso viven de la poesía, si acaso escriben lo mismo que ellos, si acaso son felices o trabajan...
Y luego dormí con el peso de una nostalgia viva, de algo inacabado que me estaba llamando, quizá sea el poema que aún me busca para escribirlo o quizá la vida misma revisada.
El local era pequeño y dio cabida a unas 15 o 20 personas. La noche estaba hermosa: cálida, silenciosa y con un cielo muy azul. Conversé con unos jóvenes que llegaron con anticipación, saludé con dos conocidos e intercambié frases con otros asistentes. Alexis leyó en inglés y yo en español y contamos breves anécdotas de los poetas y el proceso de traducción. La lectura propiamente duró unos 45 minutos. Al final nos hicieron preguntas, sobre todo acerca los poetas jóvenes de Guayaquil y Ecuador. Luego se dio paso al público, micrófono abierto, para que leyeran sus poemas. Y ahí aparecieron los anónimos poetas locales que se encuentran en cualquier parte del mundo: un joven tenía una serie de poemas irónicos cuya palabra principal era "Strawberries", otro más joven aún leyó con una voz casi apagada dos poemas cortos, el segundo en español, y sonaban como baladas; luego leyó un hombre serio, alto, flaco, en jean y camiseta blanca y una gorrita. Con Alexis coincidimos en la bondad de su último poema, cuya línea principal decía "I didn't agree with the death of my mother..." (No estuve de acuerdo con la muerte de mi madre...)
Ya eran las 9:30 pm y había sido suficiente. Quería regresar a casa (a esas horas duermo). Me despedí mientras seguían leyendo, salí a la noche encantadora y encendí mi van. Pero tan pronto como lo hice sentí un olor que no era el del transporte y el trajín diarios sino el de una noche antigua en Guayaquil. Automáticamente recordé las veces en que tomaba la van de mi hermano, allá por el 80, y, junto al Conde Martillo, conducía por un Guayaquil de sueños rotos y cansancio. Recordé cuando sacábamos el vehículo del parqueadero, tomábamos la Domingo Comín rumbo al norte, pasábamos por el Malecón y doblábamos por el Cerro hasta llegar al Cementerio y de allí nuevamente al sur, con una parada definitiva en el King, cantina de todos los triunfos y derrotas de esos años. Mientras regresaba a casa en Plattsburgh, cosa de cinco minutos más, escuchaba en la radio las viejas canciones con las que crecí y fui el joven poeta de veinte años, tan joven como los muchachos de pelo largo que leían sus poemas en Plattsburgh.
Ya en casa me quedé pensando, inquieto, atento a lo que sentía en ese momento. Reviví los recitales, la tarde interminable del verano pretérito que se repite en el norte, a tanta luz y tiempo de distancia, y lo que acababa de ocurrir en la Galería Rota: los jóvenes irreverentes, tímidos, vestidos como visten los de su tiempo, preguntando por otros poetas en otra parte del mundo, si acaso viven de la poesía, si acaso escriben lo mismo que ellos, si acaso son felices o trabajan...
Y luego dormí con el peso de una nostalgia viva, de algo inacabado que me estaba llamando, quizá sea el poema que aún me busca para escribirlo o quizá la vida misma revisada.
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