I. “Nieto, dales algo de leer a los muchachos”
A fines de los setenta Ecuador vivía los últimos años de la dictadura militar. Estábamos por terminar la secundaria cuando apareció Gaitán Villavicencio a dictar un seminario de Metodología. Gaitán había llegado recién de Louvain y su tio, que contradictoriamente era el rector del colegio puesto por la dictadura con un sobrino comunista, tuvo el acierto de confiar más en los beneficios académicos que en sectarismo político.
Gaitán, que había leído nuestros poemas en el
periódico mural del curso, nos invitó a una reunión de Sicoseo, taller
literario del que él formaba parte. Yo tenía dieciseis años y empezaba a vivir
el fascinante mundo de las letras. Contentos pero con temor, esperamos
pacientemente el sábado para ir a Sicoseo.
Cuando llegamos nos presentaron a los integrantes. El
mayor era Hugo Salazar Tamariz, hombre de gran experiencia política,
inteligente y de sorprendente calidez, con una voz baja y profunda que
impactaba a cualquiera, uno de los mejores poetas de su generación (podría
ahora mismo recitar muchos de sus versos). Entre los demás, la memoria destaca con afecto
a Solón Villavicencio, “un hombre hermoso”, como lo describían las mujeres, muy
diestro en el comentario y el humor. Gaitán, su hermano y anfitrión. Jorge
Velasco, a quien ya había conocido en el colegio Eloy Alfaro, cuando reemplazó
al profesor de literatura y vendió con nuestra ayuda algunos ejemplares de su
primoso libro de cuentos De vuelta al paraiso. Fernando Artieda y Edwin
Ulloa, que escribían usando un lenguaje literario con fuerte basamento en el
habla guayaquileña; Héctor Alvarado, cuyo humor y chispa en la conversación contagiaban
a cualquiera. Estaba ese día, creo, también uno de los tantos visitantes que aparecían
intermitentes por Sicoseo: Hipólito Alvarado.
Sentado en una esquina de la sala se encontraba
Fernando Nieto Cadena, el gordo, como le decían. Usaba ya gruesos lentes y un
poco de melena. Era rápido, sencillo y creativo en la conversación. Habló brevemente
con nosotros algo que ya no recuerdo y preguntó, concitando el interés de todos
por la respuesta, qué escritores leíamos. Nos pusimos pálidos, nos quedamos
callados y desde la derrota inquisitorial contestamos casi aullando: David
Ledesma, El Conde de Montecristo, Los que se van. Gaitán, que se
dio cuenta de por dónde iba la cosa, solamente dijo: “Nieto, dales algo de leer
a los muchachos”. Y, partir de ese momento, empezaron a caernos libros nunca
imaginados que devoraba con impaciencia.
Las reuniones de Sicoseo, del cual ya era
miembro, ocurrían cada sábado, a las 6 de la tarde. Luego de conversaciones, debates
y planes para el siguiente número de la revista, caminábamos todos hacia la
Casa de la Cultura y el pequeño bar que quedaba junto al parqueadero. El
notable impacto que tuvieron esas reuniones, la amistad iniciada con aquellos escritores
que nos dieron fraternalmente su mano y el acceso a un mundo letrado diferente,
cambiaron mi vida. En cada una de esas conversaciones, reuniones, fiestas y
tertulias que ocurrían con frecuencia, siempre estaba Fernando Nieto Cadena. Era
él quien realmente articulaba a Sicoseo y le daba filosofía, identidad,
organicidad. Su poesía y personalidad imponían el estilo pero de manera
callada, sutil, sin proclamas ni vanguardismos.
Siendo Hugo Salazar Tamariz el mayor y poeta más
consolidado de Sicoseo, era tratado por Nieto y todos con admiración,
cariño y respeto. Seguíamos su dirección afectiva, la cual nunca fue en
desmedro de la orientación del grupo ni de las expresiones poéticas más diversas,
privadas y personales que se mostraban en las reuniones. Pero era Nieto el que
con su poesía, calidad humana, ideas y empatía concentraba al grupo. Y por eso
mismo, resultaba aleccionadora su tranquilidad y sencillez, su gran sentido de
humor y su profundo conocimiento literario, siempre a la mano, ausente de poses
y de la vanidad que tanto daño le han hecho a escritores e intelectuales de
América Latina.
Los “demonios interiores” de Nieto, acaso secretos o
privados, aparecían no obstante con furor en el mundo construido en su poesía,
en ese Guayaquil que tanto amaba y conocía y que nutría su palabra. Sus
dilemas, crisis y esperanzas se contextualizaban socialmente en sus obras. De
alguna manera, para mí, el Nieto de los 70s era la continuación de la leyenda
del Medardo Angel Silva de arrabales, tugurios y lecturas abundantes. Por
ejemplo, sus libros a la muerte a la muerte a la muerte y de buenas a
primeras no solo abrieron el lenguaje de los guayaquileños a la poesía (y
viceversa) sino que le dieron a Ecuador un gran empuje en términos del
desarrollo de la lengua poética de ese país y región (es sabido que el habla tropical
de Guayaquil se nutre de varios contribuyentes nacionales e internacionales) y
la ponía al día con sus similares latinoamericanas.
Ya he publicado varias páginas sobre la poesía de
Nieto, a la cual siempre consideré de la más alta calidad expresiva, emocional,
intelectual y humana. Y no creo equivocarme ahora al decir que su valor como
artesano del lenguaje va de la mano con su valor como amigo y maestro (los
buenos amigos siempre son nuestros maestros a su manera). De hecho, de su
generación hasta el presente, no conozco en poesía otra voz más original, mejor,
más sincera y real que la suya, acaso compitan con él los llorados Agustín
Vulgarín o Hipólito Alvarado. Pero volvamos a Sicoseo y a los 70s para
ilustrar esta afirmación.
Trabajamos mucho en esos meses contra la dictadura y
en puertas a las nuevas elecciones. Pintamos carteles y escribimos poemas
cuando asesinaron a los indios en el ingenio azucarero Aztra. Empecé,
sin el permiso de Nieto, una militancia de izquierda que ahora la veo como un
tiempo perdido. Pero seguí leyendo y escribiendo lo que salía del alma. Personalmente,
me sentía un Fernando Nieto Cadena a mi manera, haciendo poemas que buscaban el
lenguaje de la calle, aunque a veces eso terminaba en panfleto por la
interferencia del izquierdismo en arte. Yo
quería ser él. Era a lo mejor el mismo romántico colegial, pero esta vez estaba
más cerca de mí mismo. Y andaba con sus libros por todos lados. Me sabía de
memoria sus poemas. Puedo decir que otros empezaron también el juego de
escribir como Nieto pero sin leerlo, solo porque tenía su público. Pero puedo
decir también que otros sí se encontraban, se reconocían en sus líneas. Mi
hermano, por ejemplo, tan alejado de las letras como yo del cielo, andaba enamorado
de una hermosa mulata de Esmeraldas y cada viernes se llevaba mi librito de
poemas de Nieto para leerlo en el autobus mientras iba a los brazos de su amada.
El primer amor que tuve fuera del colegio leía conmigo los poemas de amor de
Nieto (tengo una novela inacabada sobre el tema). Un amigo, que ahora vive en
Puerto Rico, en el colegio se salvó de repetir el año gracias a haber declamado
en público uno de sus poemas. O sea, Nieto se iba regando de a poco en momentos
concretos de la vida de la gente, casi como los santos, para satisfacer deseos
concretos.
Mas, a esa etapa de ilusión en pos de la democracia
ecuatoriana, la siguió el vacío. El Guayaquil de esos años -que acaso la
película Roma (Cuarón) reproduce con fidelidad aunque se deba a otra
geografía- empezó a cambiar, es decir a morir en muchos sentidos.
Después de haber compartido conversaciones y recitales
con Nieto (hay uno muy gracioso que ocurrió en Yaguachi: cuando él leía sus
poemas de putas y cantinas, en una sala llena de gente del campo, al fondo uno
de los asistentes, semioculto, decía: “esha e la plena, esha e la plena”
mientras hacía amagues y fintas de fútbol), después de haber conocido el Villa
Cariño y sus vedettes y sentir que pertenecía a un grupo, que tenía amigos,
hermanos mayores en la poesía, de repente ese mundo desapareció: Nieto se fue a
México y Sicoseo se acabó.
Recuerdo con extrema claridad el día en que lo hizo.
El durante y el después. Me veo aun corriendo con Martillo, Ulloa y Alvarado hacia
la terraza del aeropuerto, a ver el avión que se llevaba al que tanto
queríamos. Ahora que lo escribo, siento que quien se fue era nuestro hermano
mayor. Así, nos quedamos solos. Imagino ahora el mismo avión, la misma mañana de
sábado y el mismo aeropuerto que ya no existen.
A esa pérdida que no entendía y para la cual estaba
muy ocupado (recordar: un militante nunca tiene tiempo), la sucedió, de pronto,
un descanso, una sorpresa: Nieto regresaría por breves días a Guayaquil a un
encuentro de escritores. Mi hermano (el que leía sus poemas en el bus) tenía ya
funcionando la primera salsoteca de Guayaquil, El pez que fuma, en homenaje
a la película venezolana. Cuando nos vimos nuevamente con Nieto, nos fuimos
allá a beber y a escuchar salsa dura. Luego de las primeras cervezas y chismes,
me preguntó, como retándome: ¿a qué hora vas a poner a los clásicos? Lo cual me
obligó a hacer sonar Para componer un son, Yiri Yiri Bom, Todo
tiene su final, entre tantas otras que bebimos con cariño y entusiasmo.
Esta anécdota se cierra de dos maneras: cuando mi hermano (el dueño de la
salsoteca) entró y le presenté al gordo y se abrazaron como si se hubieran
conocido toda la vida; y cuando regresamos al centro de la ciudad -él tenía que
asistir a una mesa redonda- solo para que Nieto, mientras se mecía detrás de una
mesa, le preguntara a Fernando Artieda: “¿Ronco, en dónde la seguimos?”.
En ese regreso de pocos días, Nieto fue el mismo de
siempre. Navegó vestido de blanco una
noche en los bravos barrios del sur. Bailó y enamoró a una negra alta y hermosa
en el cabaret El King, y grabó el último cassette para alguno de sus
amigos con música de Bola de Nieve.
Pero hay otro tiempo y espacio, a lo mejor imaginario para muchos, en el cual siguió transcurriendo su existencia intelectual. Veamos.
II. Castellano, qué bueno baila usté
Celebrado en ausencia, tanto Nieto como su poesía se
hicieron famosos en el medio. En Quito, ciudad irremediablemente centralista y polo
opuesto a Guayaquil, lo miraban con recelo, a la distancia, derrotados por su creatividad
y originalidad. A veces, para no ser apabullados, solo decían que Nieto había
nacido en la capital, cosa que él detestaba porque lo entendía como un mero
accidente (como decir que Calvino era cubano) ya que, varias veces lo comentó:
su fuero de hombre era de guayaquileño, del trópico, del Caribe y, luego,
obviamente mexicano, pero de Villahermos o ciudad del Carmen, que es también
una isla.
Entre amigos, en Guayaquil su poesía era citada, sus
libros nombrados, pasados de mano en mano porque ya no había dónde encontrarlos.
Se los fotocopiaba. Los literatos hablaban de Nieto como si lo conocieran. Contaban
anédotas ciertas, inventadas o modificadas, cual Julio Jaramillo barrial y
poeta. Yo me seguía valiendo de sus poemas para enamorar damas de clase media.
Y entre tanta lectura a la que estaba sometido, Nieto se me iba pareciendo cada vez
más a Cabrera Infante. Así, pasé de su poesía a la militancia política ida y vuelta,
cosa que él no veía con buenos ojos aunque la respetaba. A veces, en el fragor
del activismo, pintábamos carteles mientras escuchábamos la voz de Cortázar en
la Rayuela y los poemas de Nieto en un LP de la Universidad de Babahoyo.
Ambos eran de ambientación perfecta para el activismo y los afanes amatorios
con las compañeras.
En una larga aunque desconocida entrevista que le hice
en mi casa, ya estando de U Católica (1981 acaso), desarrolló ampliamente sus
conceptos sobre literatura y habla popular. Mientras su poesía ganaba adeptos,
su discurso teórico propiamente era una incógnita, salvo generalidades
referidas a la política. Hasta hoy, no se conoce un texto ejemplar que él haya
escrito al respecto. La razón quizá es que sus líneas teóricas se funden y
confunden con las poéticas, sobre todo a partir de los 90s, en que hay frases,
definiciones e interpretaciones metalinguísticas incrustadas en sus poemas o
asumidas por su hablante lírico, muchas veces para burlarse de ellas o mantenerlas
como referencias importantes de su
identidad. Así, nombres como Lacan o Marx aparecen junto a Celia Cruz o
la Fania. Menciones a Ezra Pound o Allen Ginsberg no se contradicen con comentarios
sobre Olimpo Cárdenas o Benny Moré, pues son lo que los eruditos llaman “unión
de alta y baja cultura”, tan solo que en el caso de Nieto se trata de un solo
signo, unidad indisoluble, imagen fundida en la moneda.
Una vez que Nieto puso en contacto e intercambio todas sus voces poéticas, llegó al lugar que tanto había buscado. Desde ese momento, su sólida y muy personal base filosófica para interrogarse sobre otras áreas del acontecer humano, estarán maduras y con sello de estabilidad enciclopédica junto a una saludable duda metódica. Nieto será un maestro, a su manera y desde su sitial, para seguir entendiendo el mundo. ¿El resultado? Sus nuevos poemas comienzan a parecerse a los poemas que ya había escrito y publicado. Se repite a propósito, sin verguenza. Su obra va conviertiéndose en un largo poema. Busca los entornos del mismo tema, hurga en algunos detalles, acaso posibles dudas sobre sí mismo (esa vieja manía), a lo mejor un intento de reafirmación, pues el sentido de la vida debe ser más allá de lo que uno vive o se imagina. Nieto, cual agnóstico terrenal, explicará este momento cumbre de su vida y su persona de la manera siguiente:
“La verdad es que desde Los des(entierros) lo que escribo es un solo texto con algunas estaciones para hacer una pausa en pos de apoyo logístico. Quienes dicen que me repito tienen razón; sí, me repito, ¿y qué?”.
Para fines de 1984 yo estaba en Paris. Nos escribimos
varias veces para ponernos al día, siempre con el mismo tono y la misma
frescura del inicio. Sus cartas eran deliciosas, agradables, chispeantes,
sentimentales. En ellas respondía mis preguntas y aclaraba incógnitas (evito repetición
de mucho de este material pues ya lo he publicado y es de libre acceso en el
internet).
Nieto siempre estaba escribiendo un libro, siempre. Ahora sabemos que esos varios libros, incluyendo los que quedaron inéditos, son en realidad la unidad de su vida literaria, acaso la única que vivió a plenitud. Su caso es como el de otros artistas (pintores, directores de cine) que siempre giran en torno al mismo cuadro y a los mismos actores. La primera parte de su poesía (hasta fines de los 80s) es un proceso vertical, por así decirlo, de su búsqueda, y va desde sus primeros poemas hasta Los (des)entierros del caminante. La segunda etapa, es un proceso horizontal de escritura, pues para ese momento él ya tiene el dominio artesanal de la palabra que trabajó y la erudición almacenada de tanta vida y lectura. Nieto es ya, para ese libro y los posteriores, una especie de Zaratustra de sí mismo (Nieto-Nietszche), contemplando desde lo alto la vida que yace.
Desde la despedida en Guayaquil, allá por 1982, nunca
más volví a ver a Fernando Nieto. Estuve a punto de visitarlo por el 2003, pues
tenía dinero, tiempo y papeles en regla para ir a México (cosa que siempre he querido hacer; además, ya prometí que nacería mexicano en mi próxima
reencarnación), pero el destino me llevó por otros rumbos y luego ya las cosas
cambiaron.
Me escribí siempre con él. Cuando no lo hice fue por
esos olvidos o distanciamientos, también frecuentes entre los amigos. Hasta el
día en que supe nos había dejado para siempre.
De manera íntima, si le abro las puertas al recuerdo, me
duele su muerte. Pero me alegro más de haberlo conocido, haber leído y vivido
su poesía, tenerlo aún como una gran influencia. Me molesta que él siempre haya
estado abierto a todos, al menos en Ecuador, pues la burocracia literaria extrae
todo lo que puede de los artistas sin nunca dar nada. Y a él nunca lo trataron
como se merecía. Por ejemplo, debería ser un escándalo que todavía no exista
una re-edición de su poesía completa, ni en Quito ni en Guayaquil. (He visto hace poco una antología de la PUCE, antojadiza en comentarios, sesgada, queriendo meter gato por liebre). Pero nada pasa. Nadie
dice nada en tierras del nuaymás. Me molesta que quienes no lo conocieron, ahora se
llenen la boca nombrándolo y publiquen sus obras (no las de Nieto) refiriéndose a él. Los mismos
que viven del usufructuo literario que él tanto aborreció, se aprovechan de
su imagen y su nombre. Me molesta no tener dinero y publicar yo mismo una
edición completa de su poesía (yo, que ahora tengo prioridades familiares).
Pero lo que es hoy, digo firme: Fernando Nieto Cadena,
presente en mi mente y mi corazón.