El primero debe salir de Gruppo di famiglia in un interno, la hermosa película de Luchino Visconti que vi ayer, en la cual Burt Lancaster es un solitario viejo profesor de arte, estadounidense, que vive sus últimos años en un hermoso palacete. Ahí llegan y se insmiscuyen de manera forzada, una familia aristócratica de pasado fascista, cambiando su vida. La parte quizá más conmovedora, que ocurre al inicio, es la destrucción arbitraria de un piso deshabitado, lleno de libros y recuerdos, a manos de la nueva tropa. ¿Por qué esa escena y la misma película? Para los fines oníricos cuenta sobremanera, para la ardua interpretación podría ser un premio. Baste ahora ir directo al sueño.
En una calle cuesta arriba, quizá como la de la subida a la loma de Alausí, en donde pasé vacaciones infantiles, quedaba mi casa. Era antigua, pintada de blanco, en medio de la cuadra. Al entrar noté que las paredes del segundo piso se estaban descascarando. Contraté a los que quedan de mi barrio para que lo arreglaran. Recuerdo al Cacho, al negro Ojito, al longo Emilio, a Galleta y a Niño Tarro, tirando brocha (de esas que parecían escobillas de blanquear canchas de índor).Yo inspeccionaba el área de la escalera, abarrotada de andenes y trastes de pinturas, con toldas cubriendo el piso, mientras discutía precios con los galarifos porque ya llevaban días en la empresa y eso debía ser rápido. Temía que los lagartos me salieran con una cuenta extensa, como la que en realidad ocurrió cuando los pintores de Kumaris se me llevaron tres mil pepas por pintar los exteriores de mi casa de Bellavista.
El segundo sueño ocurre inicialmente en Paris y luego en el viejo Montreal. Lo emparento con esta semana de encierro y frecuentes vistas al canal de TV France 24. Primero entro a un bar pequeño y moderno, casi por accidente. Estoy solo. Cuando salgo, me doy cuenta de que ahora tengo mucho tiempo para leer y me prometo volver cargado de libros. La tarde cae, las calles se están cargando de gente, las calles empedradas buscando levemente una colina. Es quizá el norte del viejo Guayaquil porque es una zona, claramente delimitada, en la que viven los artistas. No me importa, ya no temo sus puerilidades. Camino lentamente, como marcando terreno, haciendo planes. Voy por una calle y noto a varias personas escuchando a una chica tocar el violoncello. Le pregunto si sabe dónde vive Aubrey Plaza, la actirz favorita de mi Fabia, y me señala el fondo.
Llego a una puerta, me detengo, subo la escalera de madera y encuentro a tres actores, a lo mejor Lucho Mueckay, con seguridad Cecilia Caicedo y a un titiritero que usa acento argentino (no pregunto por qué) quien me muestra un manuscrito de la gran actriz negra Octavia Spencer. Me dice que ella lo escribió y que piensa darle la sorpresa actuándolo frente a la autora. Lo felicito y quedamos en vernos.
Cuando salgo de la casa cruzo la calle y camino en sentido contrario. Por la vereda opuesta, me afano al azar para conocer mejor el entorno. Lo hago nuevamente cuadras arriba. Al acercarme a la mujer, ambos vemos y comentamos sobre una bicicleta abandonada, encadenada a un poste. Con alegría reconozco su rostro pero no se lo digo. Hablamos un poco más y le confieso que sé quién es y si en algún momento podríamos encontrarnos, que me gustaría presentarle a mis ladies, que ella es la actriz favorita de mi Fabia. Acepta con gusto. Le digo encontranos otro día, en la casa de unos amigos. Ella los reconoce y me comenta que está trabajando en un manuscrito de Octavia Spencer, aún no publicado. Le cuento que ese texto circula clandestinamente entre varios actores y todos están conmovidos. Ella consiente el comentario. Nos despedimos. Veo nuevamente las calles. Estoy en el viejo Montreal, ahora lo sé.