martes, 12 de junio de 2018

Requiem por Anthony Bourdain

Murió hace pocos días en una ciudad de Francia. La fecha y los detalles de cómo terminó su vida son de dominio común. Aquí quiero valorar al ser humano que fue, al mismo tiempo, personaje de su propia obra.


A pesar de que se trata de un escritor culinario y de ficción, Bourdain fue mundialmente conocido por sus programas de televisión filmados en lugares poco frecuentados. Para él, disfrutar platos nacionales era adentrarse en la vida del ciudadano común y del país anfitrión. Los ingredients usados, el proceso de cocción, los comensales y las conversaciones eran su fuerte y la base para crear cercanía con el público. Impecablemente producidos, sus programas también dejaron ver las hendijas del existencialismo de un hombre calmado y reflexive pero listo para el combate verbal (y físico acaso, por aquello de que era devoto practicante del ju-jitsu). Conocedor de sí mismo y sus demonios, alerta al día a día, Bourdain siempre tuvo una posición democrática, realista y dinámica. Para él, el mejor escenario para afianzar el contacto humano era sentarse a la misma mesa y compartir. En ese sentido, Bourdain era como esos personajes que menciona Machado: "donde hay vino beben vino, donde no hay vino agua fresca".
Era un trotamundos. El gringo que el mundo forja y desea ver en los habitantes del país del norte: amigable, informal, inteligente, cosmopolita y honesto. Quizá por eso detestaba al gobierno de Trump, tan ocupado en destruir el sistema social de EEUU a la par que profesa una superioridad étnica que expone la ideología de un gobierno populista y fascista.
Bourdain era también "humano, demasiado humano". Sus primeros años como aprendiz de chef -en realidad lavaplatos- en un pueblo pesquero de Massachussets, fueron su primera experiencia a fondo en el mundo del carpe diem, las drogas (heroína y marihuana, sobre todo), el movimiento hippie y la lucha política. Esta información, no condensada aún dado su sorpresiva muerte, se la puede rastrear a lo largo de su obra (me refiero a los episodios televisivos, la magna y real obra de Bourdain, en donde es autor y personaje).


El activismo político tampoco le fue ajeno: en las calles, junto a  su padre, protestó por la injusticia en su país. Y últimamente, se involucró con férrea solidaridad con el movimiento feminista que lucha contra el acoso y la violación sexual. En su ensayo seminal sobre el mundo de la cocina y restaurantes en EEUU, dice que ese mundo es como un submarino, pues quienes allí trabajan lo hacen a todas horas, de manera incansable y nadie siquiera sabe o se pone a pensar que todo funciona por gente como ellos. Menciona en más de una ocasión el aporte de ecuatorianos, salvadoreños y mexicanos a ese submarino urbano y culinario que Bourdain habitaba.


Anoche escuché a un comentarista radial de Artes Marciales Mezcladas (MMA) que era su amigo: "Fue en Montana. Estábamos de cacería, y matamos un reno. Tony lo preparó de manera exquisita y lo comimos con gusto. Bebimos whisky en abundancia y él , ya rumbo al fondo, preguntó: ¿"en dónde está la yerba?". Como muchos saben, alcohol y otras drogas son patrimonio cultural e individual, aunque también rasgos de generaciones artísticas e intelectuales.
Sea desde la perspectiva que uno lo quiera tomar, Bourdan puede ser entendido como miembro de cualquier grupo. Y ese es su valor universal. Cuando estaba en la mesa, era uno más, y su ofrenda eran su amistad y su palabra. Era como en la canción "El Viejo", del primer Hugo Idrovo: "y me dijo que en los viejos días fue el dueño de toda la región / y de un castillo dentro de la montaña / custodiado por un perro y un querubín / que era suyo y de todo aquel / que gustara charlar y de un aguardiente".



Bourdain anduvo por Ecuador. Me interesa su paso por la playa y Guayaquil. En la primera disfrutó del esplendoroso localismo de los pescadores, de un plato exclusivamente preparado en un pequeño restaurant a nivel del mar. En Guayaquil, paladeó encebollados, cangrejos y cerveza Club.


Luego vendrían muchos episodios más. De ellos, hay tres que sobresalen: el que graba en Hanoi, con mi presidente Obama como compañero de mesa, el que graba de regreso a su lugar de inicio profesional (del cual dijo: "Yo sabía que de cada cinco heroinómanos solo uno sobrevive. Y ese era yo"), y el episodio grabado en la cruel Rusia de Putin.


Para muchos, Bourdain era un antropólogo, un ciudadano del mundo, un artista, un intelectual. Algunos creen que era un chef (y lo era, aunque nunca se promocionó como tal cuanto como comensal) pero su fama y seguidores nunca lo buscaron por eso sino porque destilaba curiosidad y honestidad existencial.
Ha muerto Bourdain y aún nadie sabe exacatmanete por qué. Todos suponen una depresión repentina, enmarcada en el cuadro de acelerada vida, aunque esto contradice una afirmación radical que él mismo hizo: "Mi mayor felicidad es ir a ver a mi hija a la escuela". Pero uno nunca conoce los vaivenes de la depresión, esa ola que cae repetidamente en arrecifes.
Ha muerto Anthony Bourdain y hay un vacío en la televisión y en la cultura de Estados Unidos. Es una pérdida irreparable. Yo diría: histórica, pues augura tiempos peores.
Le he preguntado a Fabiola si ha vuelto a ver alguno de sus episodios, y me dice que no, que no está preparada para hacerlo mientras sus ojos se llenan de lágrimas.