miércoles, 3 de enero de 2018

Funes en los portales (hace 30 años)


(Incluído en mi "Rumor de inventario")
 
De “Funes, en los portales” (1988)

[Más de diez años me tomó volver con énfasis a la prosa (de fines de los 70 a fines de los 80), en gran parte porque el discurso poético, en mi caso, estaba agotado. En mi primer viaje a Nueva York (1988), escribí fragmentos que no supe encasillar pero que eran importantes para mí: una manera de verme diariamente en una rutina de la cual luchaba por escapar con la imaginación y mi corta estadía en el Monasterio de Bellefontaine (Francia), con la comunidad cisterciense. Impactado por un Dios que no conocí sino hasta muchos años después, estos fragmentos fueron publicados en una edición de 50 o 100 ejemplares. Creo las siguientes partes pueden ser provisionalmente salvadas del fuego.]


Ayer

Para los espiritualistas orientales, los seguidores de Dios deben ser fuertes, constantes y tener como único fin el triunfo de esa magna idea que llaman El Pre-Existente. En casa, durante largos períodos, yo también trataba de ganar una forma de disciplina ligada a una intención desconocida. A eso de las tres de la madrugada, totalmente despierto y con ganas de practicar la vigilia, me levantaba. Escribía y oraba. Ponía mi habitación en orden. Luego me instalaba en el escritorio con la Biblia frente a mí. Leía pasajes y proverbios una y otra vez. Lentamente, como quien inicia una larga travesía por el mar. Iba del Génesis al Eclesiastés y luego saltaba a Jonás. Yo era ese hombre atrapado en tres días de eterna oscuridad. Mi vida era el gran y temible Leviatán del cual no podía escapar. Un animal huidizo cuyo sentido perseguía desde hacía siglos, desde mis otras vidas. En cada uno de esos momentos, la privacidad, el monólogo, las confesiones hechas a seres amados, todo era un abanico que se abría y buscaba con afán explicaciones a los momentos desconocidos.

De regreso al mundo de los muertos, nuevamente en mi habitación, cerraba el libro sagrado. Esperaba la inmediata claridad del día, quería terminar el combate contra las tinieblas. A eso de las seis venía la luz. El cielo era de un azul intenso, violeta, turquesa, celeste, y las primeras nubes se distinguían en lo alto. Mi corazón seguía vacío pero podía escuchar y disfrutar del canto de los pájaros, de la tibieza de la mañana ecuatorial. Cuando la claridad invadía todo, me daba cuenta de que también luchaba contra ella y mi metamorfosis interior. Tendía a ser otro pese a guarder la calma. El enfrentamiento no era contra la dispersion sino contra lo pagano y lo vulgar que estructuraba el mundo y las acciones de los hombres. Veía gente vacía, falsa. Hombres que hablaban de cosas que no sabían ni sentían pero que les reportaban réditos y el temible reconocimiento público. Sus palabras eran remedo de un discurso muy distante de Dios. Durante el día podía hacer cualquier cosa, cualquier intento de rectificación de mi propia vida. A menudo terminaba bebiendo en suburbios y cantinas margianles, en casas ajenas. O arrimado a árboles y portales. Esperaba la noche hasta que el mareo apareciera. Y, como el más elemental y común de los mortales, regresaba a acostarme y dormir. En el fondo, no pasaba de ser un hombre corriente con largos ratos de contemplación, con silencios ayudados de imágenes y citas. Era un tipo viviendo en medio del transcurrir de los días. No estaba preparado para ir más lejos. A lo mejor no lo estaría nunca. Mi situación, eso que llaman “el aceptarse tal como uno es”, era un asunto doble: el paganismo diario y una subversión pecaminosa de todo orden personal.


Hoy

Es probable que también lleves en tu vida un gran dolor, un asunto pendiente y grave del cual no puedes desprenderte. Sin embargo, llega un día esplendoroso en que tienes en la cabeza sonidos e imágenes que se repiten y fluyen como un caudaloso río que desemboca en el océano. Así, aparecen viejas escenas…

* * *

En la tierra hay diminutos pedazos de madera. El río se va con un cerro de balsa. Los barcos cambian de posición con la marea. Cruza un hombre como un espectro. Pasa lento, hunde el remo en el agua y la barca se desliza con suavidad. Me ve, hace un saludo con la mano y se pierde en los muelles inservibles. George Séferis habla de ese hombre que vemos desnudo a media noche frente al espejo, del reflejo o sombra que se apropiará algún día de nuestro cuerpo. Mi cuerpo y mi alma verdaderos están libres y aún me pertenecen. Y, no obstante, buscan otra dimensión para unir el trabajo, la necesidad de vivir y la pasión por la vida. Hay una separación irremediable entre el mundo, Dios y el hombre. Esa trilogía, si alguna vez existió, ya está más. Por lo tanto: jodámonos o alegrémonos. Segunda reflexión simple…

* * *

Un líquido lubrica la matriz, los pétalos de esa rosa delgada y profunda se abren poco a poco. El olor es una mezcla de miel, sal y ostras. Es hermoso el cántaro protegido por arbustos oscuros y claros. El bosque encantado que tiene un recipiente en el cual el hombre bebe hasta olvidarse y el gran dolor comienza a pasar. Una marejada que desciende y deja la orilla descubierta, sucia y llena de residuos. La tranquilidad inicia su regreso. Echas una piedra al río haciendo un círculo en la superficie. La orilla de enfrente, la isla, está muy distante. Es difícil verla con claridad.

* * *

Después de leer un cuento de Borges tuve un sueño obsesivo: era un tigre que estaba enjaulado. Una extraña fuerza me impedía luchar contra ese encierro. No intenté saber qué significaba el sueño. Comencé a leer todo lo que podía y me llevaría al mundo onírico, al lugar sin repeticiones. Quizá esté imitando a ese tigre extraño y fantástico y un día me apropie de él, aunque sin tener nada original que añadir. He unido felízmente el gusto con el grado superior de la imitación, con la asunción total de la otra identidad. A lo mejor luego acepte que después de esta etapa de climax en el reconocimiento de uno mismo, viene la verdadera madurez. Pero, por ahora, no tengo el más mínimo interés en llegar a ese momento. Nada interesante encuentro en jugar a entenderlo todo. No he tenido nunca identidad, ni vida autónoma ni original. Por la calle lo que camina es la sombra de ese muchacho que creció en la Ciudadela 9 de Octubre. Mi antiguo cuerpo yace en el corazón de una muchacha o en las líneas de libros no vendidos…

* * *

Strinberg sueña con dragones y lenguas de fuego que surgen en medio del carbón de su cocina. Yo era Strinberg mientras escribía mi diario oculto, mi libro negro. Queriendo mostrar una pretendida pluralidad, nunca salí de las frases ampulosas, de los lloriqueos confesionales en los que repetía una y otra vez que algo me faltaba. Paris también se podía ir a la mierda. Volvía en esos momentos a mi número favorito, al legendario cero y sus variables: cero a la izquierda, cero tachado, cero mejor no escribo, cero no vale nada, etc. Retomo la marcha y busco el bar de Rumichaca y Ayacucho para escuchar algo de Benny Moré…

* * *

¿Qué sentido tiene buscar en la infancia las cosas gratas? Si sacamos bien las cuentas, hay más cosas tristes por decir. Debe haber algo, aunque sea ficticio, que nos ayude a creer que ese tiempo fue de felicidad, porque el otro, el que uno arrastra consigo mientras crece, está lleno de desconfianza o exceso de conciencia, o de desiluciones, que son la forma más contundente de la tristeza…

* * *

Cuando el amor llegaba con el paso de los primeros días no sabía quién era yo. Me diluía completamente en el otro cuerpo. No era yo sino otro el que estaba allí. Fabricaba un lenguaje distinto, más real y abierto, un nuevo contacto con el cosmos. Podía percibir claramente el universo. Las vibraciones de las personas que se acercaban a mí me parecían buenas, excelentes, porque el amor es una droga que provoca lucidez: Toda mujer resume a esa muchacha de la infancia que desaparece en medio de un tiempo que nos da largos descansos, hasta que después de varios años surge nuevamente, con el impetu del sol o de las primeras lluvias de Enero.

* * *

Llueve aún. La lluvia también nos pone tristes. Pero si hay a tu lado una mujer con quien puedas caminar por las calles, ese momento es toda la gloria. Y la lluvia es como una capa que Dios envía a sus hijos para que protejan lo más hermoso de sí mismos, para que mantengan el reencuentro con ese ser perdido en la prehistoria. Si esa mujer te habla y da lo que ella es, y si por acaso aquellos coincide con lo mejor que te ha pasado en el día, la lluvia será un gran tiempo festivo, la dignificación de la especie. Pero solos, así como estamos y vivimos, la lluvia es nada más que un montón de agua que jode y llena las calles de lodo y basura y trae mosquitos y enfermedades y todo apesta. Tú apestas, la vida y la ciudad entera apestan.


Ayer

Con todo el tiempo de ocio a mi favor solía abrir mi imaginación por caminos que nada ni nadie podían destruir. Pensaba en ballenas grises y azules, podia tocar los enormes cetáceos mientras se formaban olas gigantescas en la superficie y el chorro de agua surgía de sus prominentes lomos. Un cuerpo descomunal se deslizaba como si fuera una frágil hoja que cae y es llevada por la corriente. Veía a un hombre escribiendo una novela en un papel interminable, la historia del género humano, de tribus precolombinas y dialectos mayas, de fragmentos por ordenar y escrituras de otras épocas. La historia deslizándose apacible o cruentamente a través del tiempo, cruzando los límites de la razón y los géneros literarios. Yo estaba nuevamente ahí, viendo al hombre que se deslizaba como el gran Leviatán del que nos habla la Biblia.

Con ese tiempo de ocio descubría también que estaba aplazando algo. Sentía a veces un oleaje que empezaba a tomar fuerza y me podía hacer cometer actos bárbaros, realmente idiotas o intrépidos. Un oleaje que disminuía cuando volvía la calma, cuando tenía el cuerpo de una mujer frente a mí y entraba en él, o cuando el sol y la brisa de la tarde caían sobre mí como un baño de naturaleza y divinidad.

Ese algo desconocido me remitía a anécdotas inconclusas, al temor de verme nuevamente con los fantasmas de otras épocas. No, es mejor destruir las cartas de amor pasados los primeros meses, cuando la fantasía se termina y adviene el tiempo de la conciencia y el hastío.


Ayer, después

Pasado el tiempo de histerias y caminatas en búsqueda de mí y del otro que fui, pasado el lapso del reconocimiento de los colores del cielo, de la caída del sol en dirección al mar, pasados los días de cicatriz y nuevas heridas, como un demente que necesita salir a encontar otras palabras, llegué a Nueva York, the Big Apple, the other hole of the world, la casa de mi hermana y su familia. Sí, estaba en Nueva York…

Sin embargo, no aparecían nuevas historias. No veía a Henry Miller por ningún lado. Lo busqué en los muelles, en los interminables edificios de ladrillo, y nada. Se había mudado, supe que lo había hecho y para siempre, según sus palabras. Me decían que estaba en California o en Grecia, pero yo intuía que había vuelto a Francia, que a esas horas estaría dándose un paeo en bicicleta por Avignnon, Place de Clichy o por los canales de Jaurés, encontrándose con Alfred Perles, Cendrars o algún hindú que lo hubiera reconocido por la calle.

Lo veía otra vez sentado en La Coupole, tomándose un trago con Marlon Brando. Un Brando herido, repitiendo mágicos monólogos de Apocalipsis Now o The Last Tango in Paris. Podía escuchar sus palabras, sus ironies acerca de la literature y su eternal pobreza. Lo veía entrar a Villa Seurat y perderse en la multitud que invadía los boulevares. Lo veía inclusive en California, sentado en un bar con una cantante japonesa. Pero nunca en Nueva York. El viejo Miller había vuelto a ua vida sin responsabilidades, a un tiempo que lo santificaba todo.


Ayer

Pasaban meses lenta y duramente y yo seguía ahí. Cada mañana deseaba que ese día transcurriera pronto, lo más pronto possible. ¿Qué hacía? Lo mismo: leía, escribía, trabajaba (o a la inversa). Recibía correspondencia del país invisible, de Paris y de otros lugares remotos. Ya no podía estar en Nueva York, ya no quería estar y no sabía a qué lugar ir. Pensaba en Australia, en Moscú o en alguna aldea rusa, en los monasterios del Tíbet y en la selva amazónica. Tal como estaba, era capaz de amar, de encantarme por la forma de un clavo o por el recorrido acuático de una tortuga.


Hoy

No hay portales. El caudal del Hudson me regresa al Puerto Invisible. Un río recorre el alma de los hombres, un poema hermético que no puede ser descifrado sino expuesto como jeroglífico milenario en paredes, como quipus o palimpsestos sobre los cuales caen el sol y la memoria fragmentada y todo se escribe nuevamente.

Aún “el río se emborracha con aceite” y sigue el hombre saludándome con la mano mientras hunde el remo en el agua.