(Incluído en mi "Rumor de inventario")
De “Funes, en los portales” (1988)
[Más de diez años me tomó volver con énfasis a la prosa (de
fines de los 70 a fines de los 80), en gran parte porque el discurso poético,
en mi caso, estaba agotado. En mi primer viaje a Nueva York (1988), escribí
fragmentos que no supe encasillar pero que eran importantes para mí: una
manera de verme diariamente en una rutina de la cual luchaba por escapar con la
imaginación y mi corta estadía en el Monasterio de Bellefontaine (Francia), con
la comunidad cisterciense. Impactado por un Dios que no conocí sino hasta
muchos años después, estos fragmentos fueron publicados en una edición de 50 o
100 ejemplares. Creo las siguientes partes pueden ser provisionalmente salvadas
del fuego.]
Ayer
Para los espiritualistas orientales, los seguidores de Dios
deben ser fuertes, constantes y tener como único fin el triunfo de esa magna
idea que llaman El Pre-Existente. En casa, durante largos períodos, yo también
trataba de ganar una forma de disciplina ligada a una intención desconocida. A
eso de las tres de la madrugada, totalmente despierto y con ganas de practicar
la vigilia, me levantaba. Escribía y oraba. Ponía mi habitación en orden. Luego
me instalaba en el escritorio con la Biblia frente a mí. Leía pasajes y
proverbios una y otra vez. Lentamente, como quien inicia una larga travesía por
el mar. Iba del Génesis al Eclesiastés y luego saltaba a Jonás. Yo era ese
hombre atrapado en tres días de eterna oscuridad. Mi vida era el gran y temible
Leviatán del cual no podía escapar. Un animal huidizo cuyo sentido perseguía
desde hacía siglos, desde mis otras vidas. En cada uno de esos momentos, la
privacidad, el monólogo, las confesiones hechas a seres amados, todo era un
abanico que se abría y buscaba con afán explicaciones a los momentos
desconocidos.
De regreso al mundo de los muertos, nuevamente en mi
habitación, cerraba el libro sagrado. Esperaba la inmediata claridad del día,
quería terminar el combate contra las tinieblas. A eso de las seis venía la
luz. El cielo era de un azul intenso, violeta, turquesa, celeste, y las
primeras nubes se distinguían en lo alto. Mi corazón seguía vacío pero podía
escuchar y disfrutar del canto de los pájaros, de la tibieza de la mañana
ecuatorial. Cuando la claridad invadía todo, me daba cuenta de que también
luchaba contra ella y mi metamorfosis interior. Tendía a ser otro pese a
guarder la calma. El enfrentamiento no era contra la dispersion sino contra lo
pagano y lo vulgar que estructuraba el mundo y las acciones de los hombres.
Veía gente vacía, falsa. Hombres que hablaban de cosas que no sabían ni sentían
pero que les reportaban réditos y el temible reconocimiento público. Sus
palabras eran remedo de un discurso muy distante de Dios. Durante el día podía
hacer cualquier cosa, cualquier intento de rectificación de mi propia vida. A
menudo terminaba bebiendo en suburbios y cantinas margianles, en casas ajenas.
O arrimado a árboles y portales. Esperaba la noche hasta que el mareo
apareciera. Y, como el más elemental y común de los mortales, regresaba a
acostarme y dormir. En el fondo, no pasaba de ser un hombre corriente con
largos ratos de contemplación, con silencios ayudados de imágenes y citas. Era
un tipo viviendo en medio del transcurrir de los días. No estaba preparado para
ir más lejos. A lo mejor no lo estaría nunca. Mi situación, eso que llaman “el
aceptarse tal como uno es”, era un asunto doble: el paganismo diario y una
subversión pecaminosa de todo orden personal.
Hoy
Es probable que también lleves en tu vida un gran dolor, un
asunto pendiente y grave del cual no puedes desprenderte. Sin embargo, llega un
día esplendoroso en que tienes en la cabeza sonidos e imágenes que se repiten y
fluyen como un caudaloso río que desemboca en el océano. Así, aparecen viejas
escenas…
* * *
En la tierra hay diminutos pedazos de madera. El río se va
con un cerro de balsa. Los barcos cambian de posición con la marea. Cruza un
hombre como un espectro. Pasa lento, hunde el remo en el agua y la barca se
desliza con suavidad. Me ve, hace un saludo con la mano y se pierde en los
muelles inservibles. George Séferis habla de ese hombre que vemos desnudo a
media noche frente al espejo, del reflejo o sombra que se apropiará algún día
de nuestro cuerpo. Mi cuerpo y mi alma verdaderos están libres y aún me
pertenecen. Y, no obstante, buscan otra dimensión para unir el trabajo, la
necesidad de vivir y la pasión por la vida. Hay una separación irremediable
entre el mundo, Dios y el hombre. Esa trilogía, si alguna vez existió, ya está
más. Por lo tanto: jodámonos o alegrémonos. Segunda reflexión simple…
* * *
Un líquido lubrica la matriz, los pétalos de esa rosa
delgada y profunda se abren poco a poco. El olor es una mezcla de miel, sal y
ostras. Es hermoso el cántaro protegido por arbustos oscuros y claros. El
bosque encantado que tiene un recipiente en el cual el hombre bebe hasta
olvidarse y el gran dolor comienza a pasar. Una marejada que desciende y deja
la orilla descubierta, sucia y llena de residuos. La tranquilidad inicia su
regreso. Echas una piedra al río haciendo un círculo en la superficie. La
orilla de enfrente, la isla, está muy distante. Es difícil verla con claridad.
* * *
Después de leer un cuento de Borges tuve un sueño obsesivo:
era un tigre que estaba enjaulado. Una extraña fuerza me impedía luchar contra
ese encierro. No intenté saber qué significaba el sueño. Comencé a leer todo lo
que podía y me llevaría al mundo onírico, al lugar sin repeticiones. Quizá esté
imitando a ese tigre extraño y fantástico y un día me apropie de él, aunque sin
tener nada original que añadir. He unido felízmente el gusto con el grado
superior de la imitación, con la asunción total de la otra identidad. A lo
mejor luego acepte que después de esta etapa de climax en el reconocimiento de
uno mismo, viene la verdadera madurez. Pero, por ahora, no tengo el más mínimo
interés en llegar a ese momento. Nada interesante encuentro en jugar a
entenderlo todo. No he tenido nunca identidad, ni vida autónoma ni original.
Por la calle lo que camina es la sombra de ese muchacho que creció en la Ciudadela
9 de Octubre. Mi antiguo cuerpo yace en el corazón de una muchacha o en las
líneas de libros no vendidos…
* * *
Strinberg sueña con dragones y lenguas de fuego que surgen
en medio del carbón de su cocina. Yo era Strinberg mientras escribía mi diario
oculto, mi libro negro. Queriendo mostrar una pretendida pluralidad, nunca salí
de las frases ampulosas, de los lloriqueos confesionales en los que repetía una
y otra vez que algo me faltaba. Paris también se podía ir a la mierda. Volvía
en esos momentos a mi número favorito, al legendario cero y sus variables: cero
a la izquierda, cero tachado, cero mejor no escribo, cero no vale nada, etc.
Retomo la marcha y busco el bar de Rumichaca y Ayacucho para escuchar algo de
Benny Moré…
* * *
¿Qué sentido tiene buscar en la infancia las cosas gratas?
Si sacamos bien las cuentas, hay más cosas tristes por decir. Debe haber algo,
aunque sea ficticio, que nos ayude a creer que ese tiempo fue de felicidad,
porque el otro, el que uno arrastra consigo mientras crece, está lleno de
desconfianza o exceso de conciencia, o de desiluciones, que son la forma más
contundente de la tristeza…
* * *
Cuando el amor llegaba con el paso de los primeros días no
sabía quién era yo. Me diluía completamente en el otro cuerpo. No era yo sino
otro el que estaba allí. Fabricaba un lenguaje distinto, más real y abierto, un
nuevo contacto con el cosmos. Podía percibir claramente el universo. Las
vibraciones de las personas que se acercaban a mí me parecían buenas,
excelentes, porque el amor es una droga que provoca lucidez: Toda mujer resume
a esa muchacha de la infancia que desaparece en medio de un tiempo que nos da
largos descansos, hasta que después de varios años surge nuevamente, con el
impetu del sol o de las primeras lluvias de Enero.
* * *
Llueve aún. La lluvia también nos pone tristes. Pero si hay
a tu lado una mujer con quien puedas caminar por las calles, ese momento es
toda la gloria. Y la lluvia es como una capa que Dios envía a sus hijos para
que protejan lo más hermoso de sí mismos, para que mantengan el reencuentro con
ese ser perdido en la prehistoria. Si esa mujer te habla y da lo que ella es, y
si por acaso aquellos coincide con lo mejor que te ha pasado en el día, la
lluvia será un gran tiempo festivo, la dignificación de la especie. Pero solos,
así como estamos y vivimos, la lluvia es nada más que un montón de agua que
jode y llena las calles de lodo y basura y trae mosquitos y enfermedades y todo
apesta. Tú apestas, la vida y la ciudad entera apestan.
Ayer
Con todo el tiempo de ocio a mi favor solía abrir mi
imaginación por caminos que nada ni nadie podían destruir. Pensaba en ballenas
grises y azules, podia tocar los enormes cetáceos mientras se formaban olas
gigantescas en la superficie y el chorro de agua surgía de sus prominentes
lomos. Un cuerpo descomunal se deslizaba como si fuera una frágil hoja que cae
y es llevada por la corriente. Veía a un hombre escribiendo una novela en un
papel interminable, la historia del género humano, de tribus precolombinas y
dialectos mayas, de fragmentos por ordenar y escrituras de otras épocas. La
historia deslizándose apacible o cruentamente a través del tiempo, cruzando los
límites de la razón y los géneros literarios. Yo estaba nuevamente ahí, viendo
al hombre que se deslizaba como el gran Leviatán del que nos habla la Biblia.
Con ese tiempo de ocio descubría también que estaba
aplazando algo. Sentía a veces un oleaje que empezaba a tomar fuerza y me podía
hacer cometer actos bárbaros, realmente idiotas o intrépidos. Un oleaje que
disminuía cuando volvía la calma, cuando tenía el cuerpo de una mujer frente a
mí y entraba en él, o cuando el sol y la brisa de la tarde caían sobre mí como
un baño de naturaleza y divinidad.
Ese algo desconocido me remitía a anécdotas inconclusas, al
temor de verme nuevamente con los fantasmas de otras épocas. No, es mejor
destruir las cartas de amor pasados los primeros meses, cuando la fantasía se
termina y adviene el tiempo de la conciencia y el hastío.
Ayer, después
Pasado el tiempo de histerias y caminatas en búsqueda de mí
y del otro que fui, pasado el lapso del reconocimiento de los colores del
cielo, de la caída del sol en dirección al mar, pasados los días de cicatriz y
nuevas heridas, como un demente que necesita salir a encontar otras palabras,
llegué a Nueva York, the Big Apple, the other hole of the world, la casa de mi
hermana y su familia. Sí, estaba en Nueva York…
Sin embargo, no aparecían nuevas historias. No veía a Henry
Miller por ningún lado. Lo busqué en los muelles, en los interminables
edificios de ladrillo, y nada. Se había mudado, supe que lo había hecho y para
siempre, según sus palabras. Me decían que estaba en California o en Grecia,
pero yo intuía que había vuelto a Francia, que a esas horas estaría dándose un
paeo en bicicleta por Avignnon, Place de Clichy o por los canales de Jaurés,
encontrándose con Alfred Perles, Cendrars o algún hindú que lo hubiera
reconocido por la calle.
Lo veía otra vez sentado en La Coupole, tomándose un
trago con Marlon Brando. Un Brando herido, repitiendo mágicos monólogos de Apocalipsis
Now o The Last Tango in Paris. Podía escuchar sus palabras,
sus ironies acerca de la literature y su eternal pobreza. Lo veía entrar a
Villa Seurat y perderse en la multitud que invadía los boulevares. Lo veía
inclusive en California, sentado en un bar con una cantante japonesa. Pero
nunca en Nueva York. El viejo Miller había vuelto a ua vida sin
responsabilidades, a un tiempo que lo santificaba todo.
Ayer
Pasaban meses lenta y duramente y yo seguía ahí. Cada mañana
deseaba que ese día transcurriera pronto, lo más pronto possible. ¿Qué hacía?
Lo mismo: leía, escribía, trabajaba (o a la inversa). Recibía correspondencia
del país invisible, de Paris y de otros lugares remotos. Ya no podía estar en
Nueva York, ya no quería estar y no sabía a qué lugar ir. Pensaba en Australia,
en Moscú o en alguna aldea rusa, en los monasterios del Tíbet y en la selva
amazónica. Tal como estaba, era capaz de amar, de encantarme por la forma de un
clavo o por el recorrido acuático de una tortuga.
Hoy
No hay portales. El caudal del Hudson me regresa al Puerto
Invisible. Un río recorre el alma de los hombres, un poema hermético que no
puede ser descifrado sino expuesto como jeroglífico milenario en paredes, como quipus
o palimpsestos sobre los cuales caen el sol y la memoria fragmentada y todo se
escribe nuevamente.
Aún “el río se emborracha con aceite” y sigue el hombre
saludándome con la mano mientras hunde el remo en el agua.