De joven, pensaba que de no ir a Francia podría tratar de ganar una beca para estudiar en Rusia, la tierra de Tolstoi y Dostoivesky, de Lenin y Turguniev, de Valentina Tereshkova, los soviets, los formalistas rusos y Bajtin. Algunos conocidos estaban en Moscú o habían estudiado en la Patricio Lumumba. Pero, en realidad, mi deseo real era viajar lejos, a un lugar remoto y frío. Así, me fui a Paris.
En la Ciudad Luz, una noche en que despedí en la estación de tren a un amigo ya perdido, noté que ese mismo tren llegaría a Moscú. Recuerdo que pensé si debería tomarlo y viajar aún más lejos, en medio de la nieve y el misterio. A lo mejor todo fue parte del ideal romántico que se había fraguado en mí escuchando canciones de mis hermanos, como Natalie, de los Arriagada, o los circos rusos con sus hermosas bailarinas que llegaban cada año a Guayaquil, o las magníficas películas que siempre produjo Rusia (Eiseinstein,Vertov o Tarkovsky).
Diez años después, el nombre de Rusia para mí evocaba la cruel vida de Bajtin y su brillante pensamiento, la crueldad del stalinismo y el orgullo ruso por un imperio que ya no existía sino como un deseo de control mundial (de los viejos zares a los nuevos zares del Partido Comunista y la KGB). Con el fin de la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín cayeron los ideales transatlánticos. Sin embargo, confieso que la idea romántica de un hombre que camina en la nieve y la ventisca se mantiene (ahora que lo pienso, quizá por eso me atrae últimamente Game of Thrones, con la vida ascética en la gigante pared de hielo, y más allá: la vuelta a una vida congelada). Esa Rusia, quedó ahí, en esos dos momentos del pasado. ¿Y ahora?
Hace poco encontré un par de libros de la ukraniana Svetlana Alexievich: Boys in Zinc (voces soviéticas de la Guerra afgana) y Chernobyl (La historia oral del desastre nuclear). Ellos me devolvieron a un cruel pasado que, cuando en su hora fue puesto delante mío, ignoré por completo: El primer libro es sobre la invasión rusa a Afganistán. De joven, leía en los periódicos de izquierda que se trataba de una guerra de liberación del enemigo pro-imperialista yanqui, periódicos que hasta hacían derroche de tácticas militares. Pero eso era solo el eco de los dictámenes del Partico Comunista Ruso, encargado de diseminar la version oficial de los hechos (es decir: esconder la verdad).
El segundo libro de Svetlana Alexievich es sobre el desastre nuclear que siempre vi remoto pero que, sin sentirlo íntimamente, lamenté hubiera ocurrido. Muchas vidas se perdieron, uno tiende a decir. Pobre gente, una pena, que tristeza...
Pero el poder de la palabra directa, de los testimonios, es muy grande. Alexievich graba, anota, escribe y traslada a sus páginas las historias horrendas de los cientos de miles de jóvenes que fueron a una guerra estúpida, en la que murieron o quedaron mutilados en nombre de la patria, una patria que se empezaba a llenar de oportunistas, mafiosos e inmundicia. Paralelo a eso, ocurre el desastre de Chernobyl. Y en este libro, la autora hace algo similar, quizá más ordenado y más elocuente, pues quienes hablan no son los jóvenes reclutados sino los habitantes de un pueblo aniquilado, discriminado y ocultado.
Quienes aparecen en las páginas son personas de varios niveles sociales e intelectuales, con sueños, deseos y frustraciones como cada uno de nosotros. Son humanos, pero quebrados. El recién casado que muere lentamente, los niños que nacen con problemas genéticos, los alimentos que nadie más come, solo ellos porque saben que igual morirán de radiación, o la niña que en el campo vacacional era llamada por otros niños "conejo brillante" y pusieron desnuda en medio de la noche para ver si era verdad que su cuerpo brillaba.
Ambas lecturas, terminadas poco antes de volver a mis clases, me hicieron recorrer la percepción de Rusia en mi vida. Tengo una ex-alumna que vivió allá varios años pero, al igual que con el resto de habitants de Plattsburgh, temo abordar con fines literarios, de que me cuenten su vida. Me parece sería una falta de respeto. Ese mismo temor marca los libros de Svetlana Alexievich cuando los entrevistados la recriminan y le dicen "no pongas nada" o "pon eso, con mi nombre completo".
Hoy Rusia, para mí, es la amenaza de Putin y su juego internacional (es indudable que Trump fue beneficiado por su hackeo y bombardeo contra Hillary Clinton, a través de Assange y con el permiso de Rafael Correa, hoy transmitiendo desde como loco desde un ático en Bruselas). Pero es también las víctimas de Afaganistán y Chernobil y los millones que protestan en sus calles contra un gobierno corrupto, porque si hay algo claro en el mundo es que los pobres siguen multiplicándose y los viejos y nuevos ricos siguen acaparando las riquezas, sea en Rusia, EEUU o el Tercer Mundo.
¿Qué hacer con Rusia? Lejana y cercana a la vez, valoro a su gente, sus logros, su braveza de pelearla día a día, su orgullo patrio (aunque a veces esté mal ubicado). Detesto a quienes se aprovechan de los otros, los explotan o los ocultan. Y es lo mismo que diría de cualquier país del mundo, como esos nuevos quijotes de fantasía que salen a pelear contra quienes matan al indefenso.