Y de pronto, la
mañana estuvo húmeda, las veredas del parque limpias y la estatua de la madre
blanca, delgada y alta. Cruzamos hacia el colegio, rompimos las cadenas de la
puerta y entramos.
En el taller de mecánica estaban el negro Bone y el cholo Yagual, riéndose de sus maldades. Los vimos tomar los palillos de soldadura y
pegárselos en los traseros a los que por ahí pasaban. Por qué hacen eso, preguntó Fabiana, mientras su hermana se reía. Inmediatamente apareció Vives, el profesor, y les dijo que suficiente, que se dejaran ya de
molestar. Ellos agacharon la cabeza pero se lo quedaron mirando con el rabito del
ojo hasta que se fue. Y otra vez volvieron a sus maldades en el taller de
mecánica.
En el de ebanistería estaba Valeria. Le decíamos así por la
telenovela (Muchacha italiana viene a casarse) pero no se llamaba Valeria ni
era mujer ni afeminado. Sólo se dejaba caer un largo mechón de su pelo sobre el
rostro. Bueno, Valeria estaba ahí cepillando madera. Se acercó a las niñas y
les dio un trapecista de balsa a cada una, de esos que giran en la piola cuando lo apretas con la mano. Por ahí viene Payasito, dijo Valeria, y se puso a arremedarlo con voz de gallina espantada.
Valeria también vivía en sur, frente al Camal. Le
gustaba leer y a veces nos quedábamos conversando de lo que se podía conversar
a los catorce años, edad de patriotas. Y también vimos a Soria, que era un cholo
fuerte y vivaracho. Una vez desapareció del colegio por dos semanas. A su regreso nos
contó que se había ido con su padre en el bote porque era
temporada de pesca y había que ayudarlo. Nos habló de las noches y los días tirando y recogiendo redes en alta mar, con el vaiven del viento y el agua. Con Soria a veces íbamos a casa y
comíamos algo que preparaba mi vieja. Igual con Patrel, un muchacho flaco,
blaco, con el pelo rizado corto y modales de mayor… Pasó el tiempo nuevamente
y nunca más supe de ninguno de ellos, ni en los años posteriores del colegio ni
nunca más.
Fabia, Fabiana,
las escenas se suceden como en un rollo de película mirado a contraluz: el día
del examen de matemáticas que tuve que repetir. Siempre fui malo para las matemáticas, como David Ledesma. Nadie entendía qué eran las
matemáticas porque nadie nos las había explicado. Un día aparecía un sabio y se
ponía a dibujar números y rayitas en la pizarra, otras veces mezclaba letras y
números y otras añadía figuras geométricas. Nadie sabía que cada letra era sólo
un valor desconocido y que a la postre era sólo un misterio por descifrar, un solo camino y una sola llegada. Nadie sabía eso. Ni Moreano ni yo ni
nadie de los que estábamos pasando vergüenza frente a nuestros padres porque no
sabíamos la respuesta. El profesor nos dio otra oportunidad para no repetir el año y nos puso las cosas fáciles, pero muchos ya no entendían nada.Así, esa
mañana húmeda de Abril y de estudiantes suspensos y aplazados vi a mis
compañeros salir con sus padres con la cabeza baja, vencidos por los números y
el sistema. No los volví a ver tampoco nunca más en mi vida.
El colegio era una
entrada a un más allá sin retorno. Algunos tomaban un camino, otros otro, pero
nunca nadie regresaba de ese viaje. Era imposible detener el tiempo y así lo comprendimos. En pocos días más terminaría la cruel estación de la lluvia y
volveríamos al colegio, a un nuevo año de uniformes nuevos y libros nuevos y
zapatos nuevos. Los problemas serían los mismos o más graves porque cuando uno
crece crecen también los problemas. Ese era, a fin de cuentas, el viaje que
cada uno de nosotros tenía que realizar en alta mar, en la noche negra y
peligrosa del oleaje. Nosotros éramos Soria y Patrel y Bone y Yagual y Valeria… Cada añ éramos menos inocentes.
En un bus viajamos a la fría capital y
nos tomamos una foto debajo de una inmensa virgen a medio talle que nunca escuchó nuestros
rezos. A fin de ese año me prometí que las cosas serían diferentes, tenían que
ser diferentes. Y vino ese año y el amor por una niña que desapareció por
treinta y cinco años y cuando la volví a ver ya llevaba todo el tiempo del
mundo sobre sus hombros. Pero en ese remoto pasado oigo su risa, siento sus
labios y estudio mucho y juego volleyball y siento que voy siendo otro, otro más
cercano a quien quería ser. Y pasó un año así, rápido y entusiasmado por todo mientras
las huelgas colegiales y la dictadura militar copaban nuestros horarios. Hasta que llegó diciembre y todo terminó y mis viejos me mandaron en un barco de guerra a
las Galápagos y vi las islas Santa Cruz y Floreana con sus leyendas de alemanes
locos y perdidos, y el volcán con su laguna marina en San Cristóbal, y vi
que en pocos minutos el terreno daba mangos y guayabas y en lo alto uvas y
duraznos. Vi las inmensas tortugas, los piqueros de patas azules, los lobos
marinos, las focas y los pingüinos y en el mar un pez que se inflaba para
ahuyentar a sus rivales.
En el buque de la Marina iban también los estudiantes de la Universidad
Vargas Torres de Esmeraldas. Y ella estaba junto a ellos y conversamos mucho
todo el trayecto. Y jugamos índor contra los marinos en la Isla de Baltra y los
goleamos de lo lindo y nos hicieron caminar largos kilómetros de regreso para desquitarse. Muchachas, hay algo extraño en los militares que no saben perder una batalla, con esa gente deben andarse con cuidado. Y
estaba el profesor argentino que me habló de Cortázar y me dijo: estoy seguro
de que serás un escritor, y cuatro aniñados de colegios religiosos que con los
años volví a ver de pasada y un colombiano de Manizales que resultó ser muy
buena gente (¿debo contarles que se hicieron arquitectos de la Católica?)
Cuando regresé a
Guayaquil, luego de pasar meciéndome tres días en medio de gigantes olas en el
océano, ya era otro. Recordaba a la niña de repente, pero más a la chica de
Esmeraldas. El tio Kukuku, que siempre viajaba a la provincia verde, una vez le
llevó una carta mía y me trajo una de ella. Pero todo se perdió en la
distancia. Y cuando empezaron las clases nuevamente, solo pero invencible, fui
a ver todas las películas francesas, fui a todos los conciertos de música
clásica y leí todos los libros que cayeron en mis manos. En Comala un hijo
desesperado busca a su padre en la ventisca y el terreno seco. En Macondo la
Bella Remedios se va al cielo y hay mariposas amarillas cuando aparece Mauricio
Babilonia y hay fiestas cada fin de semana y bailamos cumbias y música de la
Motown. Y En París muere Rocamadeur y la Maga le escribe una larga carta y
Oliveira no sabe qué hacer (nunca supo qué hacer) y Traveler regresa a una
ciudad llamaba Montevideo (¿o era Buenos Aires?) y yo soy Michel Piccoli y busco
a esa mujer vestida de azul en las calles de Paris, a esa mujer de la vida que
se enamoró de un policía que fingía de banquero sólo para apresar a una pequeña
banda de ladrones. Yo era otro y el pasado ya no existía para mí. Al menos, eso creía…