And
trees whisper, "Day is ending",
My
thoughts are ever wending home.
When
crickets call,
My
heart is forever yearning
Once
more to be returning home.
When
the hills conceal the setting sun,
Stars
begin a-peeping, one by one.
Night
covers all,
And
though fortune may forsake me,
Sweet dreams will ever take me home.
(Canción Home, de Peter
Van Steeden / Jeff Clarkson / Harry Clarkson, 1931)
a ellas
Y entonces
empecé a soñarme muerto. Y luego, a pensarme muerto. Y luego ya era la muerte
misma dentro de mí y arreciando en caminos y alturas. Y en lo bajo del paisaje,
desde mi vuelo, vi a Fabia y Fabiana corriendo y peleando, riéndose a través
del campo de trigo, bordeando el lago de su infancia. Y ellas, que a veces
salían de sus juegos, me saludaron desde la distancia. Padre, por qué no juegas
con nosotras, me preguntaron. Juguemos a que visitamos una ciudad que no
conocen, que es la ciudad en donde padre fue un niño y luego un hombre joven. ¿Por
qué? reclamaron, eso es aburrido. Y me
costó convencerlas de que no era así, y tuve entonces que construir con el
poder que tenía (que era mucho, pues ya estaba muerto) y la imaginación de un
ciego, la ciudad de las iguanas que siempre me ha habitado. Vamos a Guayaquil,
les dije. Cierren sus ojos, denme sus manos y corramos hacia el tiempo perdido.
Ahora, están sólo con su padre, el que las adora, el que ha vuelto de la muerte por
ellas. Cuando abrimos los ojos estábamos frente a la iglesia
de la virgen de Monserrate. Pero no había misa y las puertas estaban cerradas.
No hay, no puede haber puertas cerradas para mis niñas, me dije valiente, y la
puerta se abrió. La iglesia estaba en silencio y les dije: su padre se
arrodillaba de niño, rezando y cantando a un Dios desconocido, y se alegraba
cada diciembre porque nacía el niño junto con las lluvias y las vacaciones.
Ellas corrieron nuevamente y se pusieron a jugar al vale, libremente. Y fueron felices metiéndose entre las largas bancas y detrás
de las imágenes de los santos. Salimos y reparé en la mañana fresca y nublada y en la plazoleta y calles
vacías. ¿No vive nadie aquí? Me preguntaron con asombro. Viven todos, siempre viven,
sólo deben imaginarlo. Y tan pronto como lo hicieron notaron los grafitis detrás
de la escuela Baltazara, corazones de enamorados que el tiempo no borraba y
muchos nombres que ellas no conocían. ¿Quiénes son? ¿Los conoces papá? preguntó Fabiana.
Son los amigos de la infancia repliqué, los patriotas del sur. Están allá, a la
vuelta de la esquina. Y al virar la cuadra vimos a los muchachos
jugando pelota en canchas pintadas con cal. Una detrás de otra, a lo largo de
la calle 7ma.
Y encontramos al
Príncipe Kakoko y las niñas se tiraron a sus brazos. El me vio, nos dimos un
abrazo y con sorpresa me preguntó: ¿También estoy muerto? Sí, le contesté, pero eso
ahora no importa. Sí importa, me dijo con tono desafiante, porque entonces la muerte me
ha traído aquí también, y ahora mismo estoy por llamar a mis nietas para que
jueguen con las niñas. Que vengan entonces, dije contento. Y así, por arte de
magia, aparecieron las rosas más lindas de la Florida. Ahora serán primas, en la vida y en la muerte, sentenció
el moreno Príncipe del Más Allá. Lo que sea, le dije al apuro. Y luego las
niñas se quedaron viendo el partido del barrio: en el arco Ceviche de Concha
Chichuribe, en la defensa Sir Dángala y el Cholo Cepeda, en la media el Pájaro Villagra, en
la delantera Manuelón y el Oso, al cambio por el Padre Bazurco. En el otro
equipo: Vladi en las dos piedras, Pastora y Carechancho en la defensa, Capiello en el medio, 15 libras en una punta y
Cuerislai en la otra. Petete de árbitro. El Cuervo en el banco, con zapatos de
cuero y medias hasta la canilla. Y así volvimos mientras Fabia y Fabiana se
aburrían. Hey, les dije al verles la cara, vamos al parque infinito. Y yo, que
era tan joven como ellas, corrí en medio del crecido monte y algunas sandías
que habían nacido con las lluvias. Llevémoslas al Guasmo, dijo el Príncipe de
Haití. ¿Qué es el Guasmo? Preguntaron en coro. Es un campo abierto, ahora
inundado por las lluvias, contestó. Es Febrero, recuerden. No si ellas no
quieren, le dije al Príncipe del Caimito, puede ser Julio, como lo era al
salir de la iglesia. Nos tomamos de la mano como en un juego y estábamos ya en media
planicie, con el sol de la mañana amenazando. La tirrea era seca y cuarteada como
en la vida y en las páginas que escribí. Fabia, Fabiana, por aquí también
corrió su padre cuando el terreno escondía sabandijas. Un día que ya es
pasado esto será casas, calles, gente que emigró de muchos lados. Pero en este
mismo momento es el gran terreno en donde los patriotas del sur jugamos a la
guerra y a la paz, tumbando panales y huyendo de las culebras. Y luego fue un
terreno poco agradable, porque crecimos y la maldad llegó a nosotros. Un día
ustedes crecerán y también deberán huir de aquel que todo lo destruye. Pero ya
hablaremos de eso. Vamos a la ciudad, les dije, mientras me despedía del
Príncipe del Adiós y sus nenas con un más tarde volveremos.
En la ciudad,
por la zona de Ayacucho y Los Ríos, había unos árboles frondosos cercados por
veredas. Crecieron fuertes e invencibles. Fabia, Fabiana, ustedes serán esos
árboles y la vida el tiempo y las veredas. Luego de esto, les mostré unos
cuartuchos abandonados donde vivía el maligno y había cuerpos dormidos, sucios,
drogados y arrebatados a la vida, y mis hijas sintieron mucho miedo. Vimos también
círculos y cruces pintados con hojas de almendro por El Matemático. Son las mismas
que vi hace mucho tiempo, les dije para tranquilizarlas. Las hizo un hombre enloquecido
que sólo Jorge Velasco pudo entender. ¿Quién es Jorge Velasco? preguntaron las
diablas con los ojos muy abiertos. Es la memoria de una ciudad que perdimos,
les dije. Y en ese momento Velasco apareció con dos guitarristas, una fundita
de fritada y el pelo largo y plateado sobre los hombros. Los tres se pusieron a
cantar canciones de Daniel Santos y Julio Jaramillo. Yo me reí. ¿De la Cofradía del Bolero? pregunté. No de La Lagartera, respondió Velasco casi al
descuido. Pero las nenas no entendieron lo del Matemático y cerrando los ojos
nos llevamos a Velasco a su estudio. Una vez ahí, se puso los quevedos y hurgó
entre páginas y papiros. Cuando encontró una lámina gritó eureka. ¿Eureka?
Velasco, nadie dice esa palabra. El de los quevedos me miró molesto y dijo:
déjame decir como me dé la gana. Eureka queda entonces, repliqué mientras las
diablas se reían.
Apenas nos
mostró la lámina, una luz se reflejó en nuestros rostros, y vimos en secuencia rápida
imágenes de Fabia y Fabiana creciendo en
muchos lugares. Velasco enrolló la lámina y nos dijo: por ahora es suficiente.
¿Podemos regresar al barrio? me preguntaron las diabliquillas. Sonreí y frente
al parque vieron una mujer venía hacia nosotros sonriente. ¿Quién es esa
niña? preguntaron. No es niña, les dije, ese es su porte y le decimos la
Chocota. Los muchachos aún jugaban el
partido de índor.