[De Google Earth]
Hay un árbol en Guayaquil que crece en el parque del barrio o en la vereda resquebrajada de la esquina, en las cuartas que dividen el cemento y donde los niños juegan a la raya, junto a la yerba que aparece en el invierno tropical. Es el mismo árbol de las canciones y las borracheras, el que desaparece agobiado por casas y construcciones pero vuelve a surgir heroico cuadras más adelante. Lo he visto irremediable detrás del estadio Capwell y luego por la zona de Ayacucho y Tungurahua, frente a una ventana que sirve de clandestina tienda de abarrotes mientras rompe con raíces lo que se le vaya poniendo por delante.
[En: https://fundacionlaiguana.org/arboles-patrimoniales-guayaquil/]
Ese árbol es el único cuadro que pinta Servio Zapata,
una y otra vez, como ese loco que hace mucho garabateaba paredes y veredas en
el desaparecido malecón de Guayaquil (vivía en un almendro, recuerdo, y colgaba
ollas y ropa de las ramas). Es el árbol infinito, me dijo el pintor en su estudio,
como si hablara del universo o de la arena. Nunca se pinta el mismo árbol dos
veces, solo basta cambiarse de lugar, juntarlo con otro y solito se van
reproduciendo. Mientras hablaba yo pensaba en el Pierre Menard, autor del
Quijote y en Funes, el memorioso ambos empeñados en reproducir el mismo
objeto en tiempos diferentes porque, si a Zapata de verdad le interesara pintar
un bosque (que es lo que muchos piensan) no estaría siempre pintando el mismo
árbol, ese desafío de la razón y el equilibrio emocional.
A Zapata no le perdonan que pintando el mismo árbol gane dinero, y más aún que ese árbol siendo uno sea también otros. Lo he invitado a propósito a pintar los árboles de los Adirondacks, al norte del estado de Nueva York, para que siga haciendo dinero y conocimiento de la mismidad que lo apura.
[Un cuadro de Zapata]A mí los árboles nunca me interesaron porque crecí con
ellos en el sur. Eran laureles, ceibos, pinos, almendros, acacias convertidos en
residencias de iguanas, nidos y panales. Pero sirvieron también de andarivel a
una muchacha que se afanaba en coger guayabas y acaso ser la musa del poeta treinta y pico de años antes morir el siglo. Los árboles estaban a la mano o los teníamos que ir a cazar en
diciembre a la hacienda el Guasmo y decorarlo con metales brillosos y
falsos regalos para lucir en la esquina. (Si los árboles hablaran nos habrían
pegado algunas puteadas hace mucho por las orquetas que hicimos de sus ramas). Su
presencia está atada a la vegetación del trópico, tan nuestra en nuestra
infancia, corriendo hacia la ría, saltando entre troncos derrumbados
para ganar la orilla. Pero ¿Por qué entonces ahora tanta alaraca? Porque, de
pronto, lo sobreentendido no resulta suficiente.
Mi primer supuesto acto de conciencia del árbol nace en
el norte de California, allá por el 92, cuando estuve frente a los monumentales
secuoyas. (El hombre es un ser diminuto, se nota a todas luces, pero puede
causar tanta destrucción en un instante). El segundo, quizá cuando una mujer me
contó que su madre abrazaba árboles para recuperar energía. Me pareció raro,
casi invento, pero tenía sentido, después de todo, los árboles anteceden al
género humano. El tercero ocurrió leyendo la trilogía de El señor de los
anillos, cuando uno de los árboles gigantes aclara que los ents son
árboles con memoria.
Pero, en realidad, no existe tal caer en conciencia de
las cosas, como nos decían en los 70s. Hay solamente un recuerdo aplazado, un
hecho negado por conveniencia o una ignorancia tremenda que usualmente esconde el
infaltable temor. Porque, si de los árboles venimos y a los árboles regresamos,
¿para qué empeñarnos en una lección de aprendizaje?
La misma realidad y preocupación por el árbol es la que
tenemos por el río y el mar, pues el árbol simbólico de los manglares se
transforma en el golfo, abriéndose al océano y, en una mirada interior, deviene en el
eucalipto andino (Alausí y Cuenca en el corazón) y las olorosas campanillas que
son su fruto. Y ese mismo árbol está más
allá también, siendo arbusto, madera que devuelven las olas y la marejada en la playa. Así, a la
inimitable amazonía que se apodera de efímeros países latinoamericanos la sucede el
fondo del mar con sus desconocidos arrecifes y criaturas de las profundidades.
He desvariado a propósito en las líneas anteriores
porque el árbol del pasado efímero subsiste junto a otras realidades naturales.
Y no hay ser humano que escape a su amor o furia. Ahora lo sabemos. Ahora, solo
nos va quedando el recuerdo privado o la imaginación del pintor que con tristeza ve que
aquella distopía escuchada en su infancia se va haciendo nefasta realidad.