Ciertamente, las letras de canciones medievales españolas, como las Cantigas de Alfonso el Sabio y las incluídas en los varios Cancioneros renacentistas (de Baena y Encina sobre todo) pormenorizan relaciones sociales, raciales y sentimentales de sus épocas, como se puede apreciar claramente en Tres morillas y Mi querer tanto a vos quiere, La reyna jerifa mora, Hoy comamos y bebamos, Ah del día, Ah de la fiesta.
Luego, iniciado el proceso de conquista de pueblos indígenas en tierras americanas, los españoles y portugueses se encontrarán, tal como lo cuentan las crónicas y recientes descubrimientos, con sociedades altamente desarrolladas, en las cuales la música jugaba un papel de cohesión social, siendo recreativa, de guerra o ritual. Y a los instrumentos europeos se sumarán los idiófonos, aerófonos y membráfonos, comunes entre los caribes (taínos), mayas, aztecas, incas y otros.
En ocasiones felices, sobre todo en el período tardío-colonial, la documentación incluye atractivas pinturas, acuarelas y caricaturas que refuerzan nuestro conocimiento no tradicionalista. Desfiles y ceremonias religiosas (la fiesta del Corpus Christi o la llegada de un virrey, por ejemplo), canciones populares e incluso de alta cultura nos dan una idea de la complejidad histórica de las nacientes sociedades en nueva transición, como notamos en Cachua Serranita, Cachuita de la montaña, El Congo, La Entrada del virrey Morcillo en Potosí, y las decenas de canciones religosas que enaltecen figuras del Catolicismo, sobre todo la virgen María, para ese entonces ya convertida en protectora de las Américas y adorada en sus varias representaciones locales.
El siglo XIX sigue siendo europeo, musicalmente hablando; pero también aparecen nuevas canciones de compositores criollos quienes, siguiendo el patrón oficial, empezarán a describir la geografía americana como suya, perteneciente al nuevo grupo social que se hará cargo del desarrollo nacional. Este cambio de perspectiva es congruente con el proceso de Independencia. Es la hora en la que se empiezan a manifestar, siempre bajo de influencia española (la épica y el romance), los primeros ritmos nacionales.
De éstos, quizá el caso más estudiado es el del corrido, pues el impacto mundial de la Revolución Mexicana, sus millones de participantes y la condensación de fuerzas históricas han sido un polo de atracción de investigadores, historiadores, ciudadanos comunes e industria cinematográfica que ofrecen interminables ópticas de disfrute y análisis. En sentido estricto, el corrido es anterior a la revolución pero es diversificado y masificado gracias a la rebelión de los campesinos zapatistas y villistas.
Desde un punto de vista teórico para analizar corridos, se puede aplicar con éxito el concepto de cronotopo, de Bajtin, que hace de las dimensiones tiempo y espacio una unidad indivisible y concuerda con el espítiru nacional del género, las historias de sus personajes y los lugares reales en los que acontecieron las acciones. Tal es así que cada corrido emblemático pasa a ser claro ejemplo de esta unidad. Paralelamente y desde el punto de vista retórico, notamos que la organización oral y métrica aseguran su permanencia: empiezan con la presentación del que cuenta la historia, quien incluye lugar y tiempo de la acción, personaje, desarrollo de la historia, resolución climática y moraleja.
A más de los aportes que ya han hecho críticos como el llorado Américo Paredes, Hulhe y Herrera-Soberck, por citar a unos pocos, se vuelve oportuno incluir a Walter Ong y aVladimir Propp, ambos con profundos estudios de cultura oral y las estructuras internas que la sostienen. Al mismo tiempo, y como contrapeso al fervor de los que creen en las bondades de la cultura oral, quizá sea apropiado el invitar a este debate a Theodor Adorno y Max Horkheimer y sus cuestionamientos a ésta, la cual en realidad sería más bien un bastión de las posiciones ideológicamente más conservadoras de la clase social dominante. Aunque esta discusión sea vista hoy ya como anacrónica, resulta innegable el aporte del materialismo histórico tradicional, unido al refrescante materialismo cultural de Raymond Williams, por ejemplo.
Críticos más, críticos menos, el amplio y flexible universo musical queda siempre como un territorio de nuevos descubrimientos, desde los lazos entre política y propaganada, como ocurre en el caso del merengue trujillista hasta el tango del arrabal y los procesos de urbanización de Buenos Aires y Montevideo, desde el romanticismo decimonónico adoptado y explotado en el bolero y sus variantes nacionales (bachata, pasillo, valse, etc) hasta la música de maniguas y palenques caribeños que nos dan cumbia, son, guaguancó, rumba, bomba, plena, marinera, mapalé, por citar pocos de las decenas de ritmos regionales.
Este gran territorio incluye la historia del proceso de emigración latinoamericano a EEUU y sus expresiones musicales más famosas (Richie Valens, Selena), desde los géneros de polka y valse de rancheras mexicanas (Vaya con dios, Allá en el rancho grande) que influyen en la música country hasta el hip-hop de los chicanos, desde la salsa del Bronx hasta el reguetón, el house y el rap de las barriadas newyorkinas que se exporta a América Latina y el mundo.
Una crítica al gusto musical (Galvano Della Volpe aquí), una revisión del contenido de las canciones con las que crecimos y escuchamos y bailamos a diario, que nos expresan y dan forma a nuestros sentimientos e ideas, es siempre una empresa emocionante y desafiante, tal como lo propone la gran profesora y crítica feminista de origen boricua Frances Aparicio, en su célebre ensayo sobre Así son, la canción del Gran Combo: