DÍAS DE INVIERNO EN EL TRÓPICO
Cuando terminaban las clases empezaba la estación de la lluvia, nuestro invierno tropical, el tiempo inaugural de libertad y un extraño espíritu labrado en medio de los rayos y truenos y el aguacero torrencial que caía en las planicies del sur. Muy temprano en la mañana, sin embargo, toda la Ciudadela entraba en frenesí, pues no había agua y cada uno rompía las tuberías para instalar bombas de succión, lo cual no siempre resultaba en mayor armonía. Si en invierno demoraba la lluvia, las peleas entre familias eran mayores. Otras veces, cuando la mañana venía con una garúa, su frescura se prolongaba hasta casi el mediodía. Y si había lluvia, aprovechábamos para llenar todo lo que pudiese contener agua: cisternas, tanques, baldes, ollas, tazas, cucharas, la boca abierta, todo. La tarde, en cambio, era un infiernillo o la puerta para nuevas lluvias. Cuando sentíamos las primeras gotas sacábamos una pelota de cualquier lado y jugábamos hasta más no poder. Y luego procedíamos a vagar por los lejanos terrenos baldíos que se abrían más allá de las pocas fábricas, mirando hacia el Puerto Marítimo.
A veces, cuando el clima era más benigno, nos quedábamos jugando partidos de volleyball en la calle, o les quitábamos las cuerdas de saltar a Linda, Brenda, Nina o la Chocota y nos poníamos de pura joda a saltarla a voz de “Monje/ viudo/ soltero/ casado” lo que se transformaba rápidamente en femenino mientras no dejábamos salir de la cuerda al que saltaba. O armábamos orquetas, rifles y pistolas de balsa para tirarnos piedras o lanzar flechas de caña y tapillas de colas.
El invierno era nuestro y también nos aventurábamos hacia las balseras o hacia la misma ría. Ibamos en medio de la maleza y los árboles que crecían tupidamente, esquivando iguanas y culebras, matando avispas y mosquitos. Un día nos llegó la noticia que el menor de los Santa Cruz se había ahogado. Fuimos todos como en desesperada caravana, saltando troncos y sorteando riachuelos que se formaban con el agua. Cuando llegamos sólo vimos a los hermanos del desaparecido en la orilla. La ría seguía ancha y abruptamente rumbo al océano. Desde allí podíamos ver con temor los pequeños remolinos que se formaban, pues uno de ellos había mandado al fondo al fallecido.
Era invierno también cuando jugábamos los mejores partidos de fútbol en la canchita que quedaba frente al salón del negro Robledo, detrás de la Sherwin-Williams. O nos poníamos los guantes de béisbol y nos largábamos a batear una pelota que siempre terminaba perdiéndose entre los matorrales. Y era invierno cuando salíamos a recoger residuos de latas en el Guasmo.
En el invierno también supimos lo que era el amor y la tristeza del amor: Nuestras hermanas crecieron y nuestros irremediables celos también. Yo sacaba a piedra limpia de mi casa a Gorilón, que por esa época andaba husmeando por allí. Por las tardes, como salidas de revistas y programas de televisión, veíamos a Cleotilde Cárcamo, con el vestido ceñido a su espléndido cuerpo, a Maritza Romero y Anabelle Morales, bailando afuera de sus casas. Dejaban el uniforme colegial para volverse hermosas y tiernas a la vez. Y en el invierno también se tejieron sus historias, esas que no conocimos o que percibimos lejanamente y no comentábamos porque eso era traicionar al amigo, al pana del barrio, y es mejor no hablar mal de las mujeres. Y así, mientras todos crecíamos, en vez de encontrar un puente con ellas, lo que encontramos fue más distancia. Buscábamos el amor y tardaba en llegar.
Poco tiempo después los días de invierno comenzaban a volverse una competencia de quién tenía la mejor bicicleta. A la distancia y con odio veíamos a los aniñados en bicicletas nuevas, patinetas, motos y hasta carros, que pasaban haciendo ruido por la esquina, mientras nosotros seguíamos sembrados en el Cementerio de Autos. Por eso, lo que nos quedaba era el deporte y, en cada campeonato, la oportunidad de romperles las canillas.
Una vez pasó Ruilova, alias Pelo de Chancho, tiradito a aniñado también, pero sin pinta. Le habían comprado una moto y era la única manera de que lograra levantarse una pelada. Pasaba cada cinco minutos con la maldita moto hasta que una tarde decidimos gritarle su apodo cada vez que pasara. Y así lo hicimos. Al paso de la moto se sumó el grito colectivo de Pelo de Chancho, cosa que, para abreviar, hizo que el pobre se apeara a reclamarnos. Manuelón, que siempre fue bueno para la pelea, lo miró, se le rió en la cara, le dio una patada en la canilla, le pateó la moto y le dijo con calma: “Te puteo, te pateo y te culeo”. A lo cual Pelo de Chancho, simplemente, optó por una vergonzosa aunque sabia retirada.
A Pelo de Chancho lo sucedió Ladilla, un flaquito que vino del otro lado de la Ciudadela a parar en el barrio. Le decían así porque jodía mucho y siempre, tanto que un día lo amarraron al poste con el pantalón abajo. Eso se le acabó cuando le compraron una moto. Con ella se dedicó a espantar a todo el mundo: transeúntes, vigilantes de tránsito, peloteros. La agarraba, hacía estruendosamente run-run-run y se largaba a buscar que los vigilantes lo persiguieran en un juego en el que los gatos nunca cogían al ratón. Y eso también acabó cuando se enamoró. Al principio andaba con su novia atrás, en la moto, y a alta velocidad se besaban al frente de todo el mundo, como en una película. Y eso también se acabó cuando se hizo más grande y se casó. Fin de Ladilla.
NOCHES DE INVIERNO EN EL TRÓPICO
Cuando terminaba el ciclo escolar empezaba la estación de la lluvia, el invierno del trópico, con sus mosquitos, inundaciones, grillos y humedad aplastante. El combate con la intranquila y extraña noche se iniciaba con el humo de palo santo que cubría los callejones y las casas como una olorosa y cálida niebla. Llegados todos los patriotas del sur a la esquina del Callejón E y la 7ma, decidíamos si apearnos hasta el futbolín de Don Franco, perseguir muchachas que en la noche saldrían a comprar a la tienda mientras nosotros, verdaderos forajidos, iríamos detrás de ellas a la carrera, a manosearlas vilmente como una desbocada piara, o iríamos a esperar que salieran otros a ofrecernos el mismo amor del otro lado de la línea, o veríamos a Trompo Loco, desde la parte baja de una atalaya imaginaria que resultaba la vereda cuando nos agachábamos en la calle.
Trompo Loco era un muchacho callado, de piel oscura y ojos grandes. Nadie sabía su nombre. Era casi hermético, a diferencia de su hermano que, de cuando en cuando, se paraba a reirse con nosotros. El cholo Cepeda había traído la novedad pero no podía contársela a todo el mundo, so pena de armar un alboroto y perdernos la escena. Callados, Manuelón, Ceviche, Careplato, el Cholo Cepeda y yo, nos íbamos casi a escondidas, al descuido de los demás, a ver a Trompo Loco. Llegados a la esquina de su casa esperábamos pacientemente hasta ver cómo él, sin saberse observado, apagaba las luces y dejaba prendida sólo una lámpara en el piso. Abría los brazos como en crucifixión y daba vueltas y vueltas en el silencio de la noche mientras nosotros veíamos la sombra de sus brazos en el techo y las paredes, como si fuera un helicóptero atrapado en una casa. Maravillados, veíamos riéndonos y codeándonos para no hacer ruido, cómo Trompo Loco giraba y caía derrotado en ese vuelo imaginario y nocturno del cual nosotros también éramos partícipes. Otras noches, más calladas que de costumbre, cuando ya no salía nadie o se empezaba a hacer tarde, nos sentábamos en el balde de la camioneta de Don Absalón, el papá de Pinina.
La noche siempre callada era interrumpida por Pinina que, de la nada se ponía a cantar, imitando el twist de Rolando La Serie: “Mentirosa/ mentirosa/ si no vuelves conmigo/Di que alguna vez tú sufriste por mí/la mitad de lo que yo sufrí por ti”. Allí, sentados, casi en la oscuridad, nos reíamos de la gente que pasaba mientras les gritábamos apodos, hacíamos cháchara de cualquier cosa y decíamos que las candelillas eran mosquitos con linterna. De repente, nuevamente como de la nada, Pinina abría la boca y voz en cuello se lanzaba una de Ismael Rivera: “La otra noche/cuando pasé por tu casa/sabiendo que allí estabas/te negaste a contestar. Lo escuchábamos hasta que llegaba Don Absalón y nos dejaba quedarnos en el balde y partía rumbo al Guasmo que, por esos años, era sólo un terreno inmenso poblado por iguanas, bichos y culebras que salían del suelo cuarteado de tanto sol y lluvia.
Siempre me pareció extraño ese viaje, quizá porque no era un viaje de placer sino que iban a recoger al personal de fumigación. Así, dejábamos el territorio patrio e íbamos a otro barrio y luego hasta la Cartonera, ubicada kilómetros adentro del Guasmo. Si el infierno tenía varios caminos, ese por lo menos era uno de sus senderos, territorio de selva oscura, fango y humedad. Don Absalón recogía a dos empleados y ellos se bajaban en silencio, cargando pesados tanques de insecticidas, para salir horas después con lodo hasta las rodillas, terminada la jornada.
Por la noche hacíamos grandes grupos para jugar a la guerra. O encontrábamos, en terreno neutral, a gente de otro barrio y se armaba la pelea. O buscábamos el mismo amor. No sé si por miedo, inseguridad, rabia o rechazo a los días en que transcurríamos, lo cierto es que tampoco dejábamos pasar cualquier encuentro de bestialismo. Así, cualquier perra, gallina, vaca o burra llevaba las de perder. Quizá nunca habría mencionado esto si no hubiera visto la gran y triste película Padre Padrone, de los hermanos Taviani. Quizá por esa película pude empezar a comprender la brutalidad de lo que yacía debajo de todos nosotros, los patriotas del sur. La violencia diaria era nuestra carta de presentación, nuestros amores negados sólo fueron posibles con amores con el hombre mayor que pasaba en un carro de lujo, un hombre que treinta años más tarde moriría asesinado a puñaladas por el odio de un amante enloquecido.
En la historia de los amores negados aparece La Caballo, una muchacha que trabajaba en una casa y por las noches salía de compras sólo para encontrarse con uno de nosotros y nos pegaba a la pared a darnos furiosos besos porque, de alguna manera, como nosotros, ella también vivía en la tristeza y la soledad de la adolescencia. El mismo amor también ocurría con el muchacho que quería besarnos y resistía el embate mientras caía la lluvia, como si el cielo mismo estuviera cayéndose a pedazos.
Son las 8 p.m., llega Mirada de Longo y nos dice que el sastre no le ha entregado el pantalón y que quiere que le demos una piedriza. Sin pensarlo dos veces nos armamos de las susodichas rústicas armas y dejamos el terreno patrio, nuestros callejones. Mirada de Longo entró firme a reclamar su pantalón mientras lo esperábamos en la esquina. Salió al rato con las manos vacías, diciéndonos que no había problema, que le darían el pantalón muy pronto, que ya estaba casi terminado. Pero los patriotas ya estaban armados y el ataque fue inevitable. Así, desde la esquina le dimos al techo del sastre una gloriosa piedriza mientras pegábamos la carrera porque la víctima, un veterano de metro y medio, machete en mano, iniciaba el contra-ataque, una cacería de patriotas, buscándonos por horas de horas por las calles y callejones.
Es noche nuevamente. La luna llena, grande y amarilla ha salido entre las nubes. El invierno pronto terminará. La luna grande y amarilla es cortada por las nubes como en una escena de Buñuel. La luna grande y amarilla está sobre el río Guayas que, pocos kilómetros más adelante, se abre al Pacífico. Una leve brisa llega del lejano estero. Estamos todos los patriotas sentados en los fierros, bancos y juegos infantiles del parque, callados, hipnotizados mirando la luna, como jaguares en descanso, como adivinando que esa luna ya es nuestra para siempre, así, inmensa y amarilla, como una preñada venus Huancavilca que dora las aguas del río que nos vio crecer.
Es de noche nuevamente y yo estoy nuevamente con los patriotas del sur.