lunes, 26 de noviembre de 2018

Dos poemas de Faith Shearin (nacida en North Carolina, 1969)





Padres desaparecidos


Un tiempo después de cumplir los cuarenta años los padres de mi infancia
comenzaron a desaparecer: tenían ataques al corazón
durante las cenas de negocios o mientras cavaban sus palas
en la nieve de finales de abril. Algunos padres empezaban a olvidar cosas:
sus números de teléfono, a qué barrios pertenecían,
a qué casas. Tenían dificultades al respirar
el aire del mundo repentinamente fino, como si viniera
de alguna otra altitud. Se fueron:
los padres que había visto desmontando carros
en los garajes, los padres con trajes
y maletines, los padres que se deslizaban
en los botes de pesca y los
que bebían televisión y cerveza. La mayoría de mis amigos
todavía tenía madres pero los padres
estaban en peligro, luego se extinguieron.
Estaba sorprendida, aunque siempre había sabido
que las mujeres duraban más tiempo; los padres me engañaron
con su dureza; me habían engañado
con su trotar y levantar objetos pesados, engañado
con su fuerza cuando me palmoteaban
en la espalda o me daban la mano. Seguí imaginando
que los volvería a ver: paseando a sus perros
en los caminos cercanos a la casa de mi infancia,
encendiendo cigarros en sus porches, haciéndome de la mano
desde sus canoas mientras esperaba en la orilla.



Cuarentena, 1918

Había pueblos
que sabían de la gripe antes de que
llegara; tuvieron tiempo para imaginar los gérmenes
en las faldas de un extraño, para ver cómo la muerte
podría ser sellada en un sobre,
cómo la fiebre podría florecer en la noche
y segar una vida de la noche a la mañana.
Algunos pueblos, en lo profundo de las montañas,
pusieron guardias en sus caminos,
y a nadie se le permitió ir o venir,
ni siquiera a una abuela cargando un pastel;
ningún correo fue aceptado y todas las palabras
y paquetes que las familias se enviaban
quedaban cerrados,
sin respuesta. Los trenes fueron informados
no pararse, y pasaban alumbrando por un momento
antes de seguir veloces
hacia algún otro lugar. Los alimentos
de la tienda de la esquina nunca vinieron
de afuera y nadie fue
a visitar a una tía lejana
o alguna feria de pueblo. Por un rato, el mundo exterior
existió solo en la imaginación, en la memoria,
en libros o maletas, al fondo de los armarios.
No había nada más que el pueblo,
escondiéndose de lo que fuera posible,
y los niños cortando muñecas
del papel, sus tijeras afiladas.


(más en: http://faithshearin.com/)