martes, 20 de marzo de 2018

En pos de una herencia musical africana

Hasta hoy, hemos revisado algunas canciones del período colonial de Bolivia: el dialecto afro-americano de los Andes sin dudas traduce mucho del sincretismo diario de esos siglos. En el Perú de esa época encontramos también canciones escritas y cantadas en quechua, pero aferradas al modelo gregoriano español (de arraigo popular que se verifica inclusive en boca de Quilapayún e Inti-Illimani) lo cual oficializa la base triétnica de América del Sur. Con el mismo espíritu volvimos nuestros oidos al Caribe.
En los orígenes del merengue (República Dominicana), del son (Cuba) y de la bomba (Puerto Rico) vemos similares manifestaciones identitarias en constante fricción y negociación, para expresar las comunidades en la cual fueron producidas. La presencia del jíbaro, el guajiro, la alabanza del paisaje tropical o las exuberantes formas comunicativas regionales, por ejemplo, forman la base cultural oral e imaginaria de la música popular de esos tres países.

Ya entrados al siglo XX, la cultura campesina invade la ciudad e impone tradiciones y derroteros que serán constantemente modificados, actualizados o modernizados en el proceso de urbanización de la metrópoli. Algo similar a la experiencia caribeña se puede decir del tango (cayengue primero y de salón después), que viene de la milonga y el candombe, el cual aún sufre una crisis de identidad propia de sociedades resistentes a la realidad multiétnica, aferradas a un tradicionalismo que se viste muchas veces de racismo y "blanqueamiento", constatables en los endebles estudios académicos de la influencia africana en el tango (y Argentina), así como en los comentarios en redes sociales sobre el tema.

De estos momentos inaugurales se pasa a un sostenido procesos de "estatización" y diseminación del "gusto nacional", y la identidad del conjunto opta o favorece una expresión por encima de otras, muchas veces agregándole el adjetivo regional: en Ecuador el pasillo (originario de Colombia) pasa a convertirse en el género de todos (aunque yaravíes y albazos, marimba o valses, reclaman también su lugar en el pentagrama nacional). En México, país rico en géneros musicales, el corrido valseado aparece en películas inmortales venciendo a huapangos y polkas, hasta convertirse en el medio preferido para contar historias de los Carteles de las drogas. En República Dominicana, el merengue de alabanza al dictador Trujillo crece y deviene en producto de exportación, a veces en tono romántico, a veces con humor (Mon Rivera, Mr. Trabalenguas, merece un estudio aparte desde la teoría del juego de Huizinga y Roger Callois). Y así, en la mayoría de países latinoamericanos.
Resta ver cómo otros géneros -pensar en la cumbia o el vallenato (Colombia), el flamenco de la vieja España, la música protesta, metalera, la salsa choque o el reguetón, etc- nos muestran otros procesos de la identidad latinoamericana.