Tan pronto como empezó “Descartes”, me di cuenta de que no era un documental sino una historia de los que hemos caminado las calles de Guayaquil y mirado los ojos de su gente. Es un testamento a la memoria urbana, al arte y la imaginación y a un pasado rotundamente personal: Gustavo Valle, un hombre joven, que somos todos, derrochaba talento en sus películas mínimas, pero Guayaquil, una ciudad marginal en forma y fondo, lo iba a tratar de la manera en que ha tratado a sus mejores hijos: con desdén y olvido, dándole la pobreza como estandarte (hace años conté el caso de mi ex-compañero de colegio, Francisco Cañola, destinado a ser un gran poeta). En su documental, Fernando Mieles rescata a ese hombre joven (el Passolini criollo) de la sepultura artística. Pero ese desentierro ocurre en una fantasía que el director quiere verificar en la realidad, cual personaje derrotado de literatura popular. Así, Mieles se lanza a la aventura de adivinar en trazos y líneas breves un contexto imposible.
He meditado varias veces sobre la mejor forma de escribir un párrafo inicial para contar lo que sentí viendo “Descartes” y he abandonado el intento por falta de tiempo, concentración o palabras, o por insensibilidad para abordar tan delicada materia. Pero anoche, viendo “Lisbon Story” (Wim Wenders), mientras mis ladies dormían, pude acercarme a la poética de Mieles, a los brochazos con los que pinta su lienzo fílmico, cual Diego Velázquez de “camera oscura”, lo que llamamos “obra de arte”. En la película de Wenders el personaje se afana en captar los sonidos que subyacen a la vida diaria de Lisboa. Busca lo ignorado, lo no celebrado: la respiración humana y animal y los mismos silencios de lo inerte. Va por calles, parques y rincones grabando el lejano sonido del tranvía, de un barco, de unos pájaros, de las hojas que se mueven con el viento. Al final de “Lisbon Story” aparece el director de la supuesta película, mostrándonos los cassettes de un film en retazos, logrados con una cámara sobre su espalda. En esa película se incluyen lo no pensado, todos los planos imaginables, lo importante y lo desvirtuado. Y así quedan los fragmentos: apilados, de acceso solo para los iniciados. Es el mismo proyecto de novella de Morelli en la “Rayuela” de Cortázar, y es el mismo concepto de “palimpsesto” que manejara Derrida, o “el perspectivismo por incongruencia” del desconocido Kenneth Burke. “Descartes” de Mieles va por el mismo derrotero.
Luego de “Lisbon Story”, escuché unas piezas de piano de Poulenc, Rachmaninov, Grieg, Debussy y Duckworth, y mi espíritu se quedó intranquilo junto al hamster de mi hija que rodaba a toda velocidad dentro de la bola de plástico por la cocina. Y vinieron a mi mente las imágenes a dos colores del final de “Descartes”: ahí, en ese tiempo suspendido, todos estábamos jóvenes y los muertos estaban vivos, y los que ya no hablan contaban historias deslumbrantes. Vi en “Descartes” a Juan Hadatty y era el mismo sonido del tren de Wenders, y Gerard Raad parecía el sonido del barco llegando desde el mar, y Jorge Suárez, a quien Guayaquil y Ecuador le deben tanto, era más versátil porque era el mismo viento que mecía las hojas de Lisboa, y el director de cine de ambas obras eran tanto Wim Wnders (¿o era Fellini?) como Gustavo Valle que es Mieles que es Fellini y sus personajes en un viaje de ida y vuelta.
Hoy, para hablar de “Descartes” propongo el Cementerio de Guayaquil como metáfora del arte universal: con sus labrados y rústicos niveles, con sus misteriosos pasillos de clases sociales, con la risa interminable y los crímenes atroces o el sexo vedado. Para entender “Descartes” propongo una rockola abastecida de pasillos y boleros, casas de construcción mixta, también bebidas de colores (jugos, sodas, licores y perfumes), y la puesta en perspectiva de espejos sucesivos con los rostros de Valle, Wenders, Mieles, Bauchau, Fellini, Vogler…. Como si fueran el mismo hombre multiplicado, cual Orson Wells en su “Citizen Kane”.